El cansancio, en efecto, se apoderó de los españoles, que no dieron muestra alguna de pesar o de júbilo cuando el pronunciamiento del general Martínez Campos en Sagunto (1874) anunció el regreso inminente de la monarquía en la figura de Alfonso XII. Antes al contrario, la indiferencia más absoluta acompañó el cambio. Tampoco nadie vaticinó una vida larga al nuevo régimen. El tiempo, sin embargo, quitó la razón a los augures, ya que la aprobación de la moderada Constitución de 1876 abrió el capítulo más prolongado de la historia constitucional de España, cuya liquidación definitiva no se produciría hasta la Segunda República.
La estabilidad fue la mayor conquista de la Restauración. El buen hacer de su arquitecto, Cánovas del Castillo, resultó providencial para romper el nudo de la sucesión dinástica, vencer al carlismo, acabar con las tentaciones partidistas de los militares y afirmar el poder civil. Junto a estos logros, el régimen edificado por el político malagueño con el patrocinio de Alfonso XII y la ayuda del liberal Sagasta también sirvió para avanzar en la dirección del liberalismo moderado, gracias a una importante obra codificadora, y para marcar el rumbo de la política proteccionista, que favoreció los negocios industriales y las explotaciones latifundistas.
La Restauración tuvo también enormes puntos negros. Sin olvidar su hostilidad para con los desposeídos que retrataría Baroja en algunas de sus novelas, no representó el menor de ellos un sistema político y electoral arrogante y corrupto, repartido entre la oligarquía y el caciquismo, como denunciaron Costa y los regeneracionistas.
Todos los males del sistema quedaron al descubierto en 1898, con la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico. El Desastre sacó a la superficie las desavenencias de la España real y la oficial, esto es, la brecha entre la sociedad viva y el edificio político levantado por Cánovas sobre la mayoría ausente y el fraude electoral. Aunque el régimen lograría superar el bache y conservar intactas las viejas estructuras sociales hasta la Primera Guerra Mundial y las políticas hasta la Segunda República, el Desastre tuvo consecuencias imprevisibles en el ámbito ideológico al promover un profundo examen de conciencia.
En el fondo, el descalabro ante los Estados Unidos representaba un desastre militar más en la sufrida nómina de noventa y ocho europeos que tuvieron su pórtico en la derrota de Sedán y la investidura del II Reich alemán en el palacio de Versalles con su desgarrón del alma francesa. Italia había tenido el suyo en Adua. Portugal, con su denigrante subordinación al británico. Rusia lo encontraría en la guerra con los japoneses de 1904-1905. El revés del 98, por tanto, no era una tragedia genuina y exclusivamente española. Sin embargo, el coro de los naufragios europeos no evitó el dramatismo de la sacudida. España había perdido su imperio ultramarino y debía buscar una nueva identidad colectiva, preocupación que se refleja en los asuntos que centraron el debate intelectual a partir del cambio de siglo: el problema territorial, la inexistencia de un Estado fuerte y verdaderamente nacional, el caciquismo, la cuestión agraria, la conflictividad social, las exigencias de la burguesía catalana…
Fue la hora punta del regeneracionismo, un tiempo de ruido, de proyectos y aspiraciones que pedían a gritos la europeización de España y a la vez suministraban elementos casticistas: un haz de sueños que dirigió la nave rota de la patria hacia una nación moderna, libre de las corruptelas del poder, con una legislación social avanzada y una enseñanza de vanguardia. Fue un período de enorme actividad, en el que el deseo de España de volver a nacer hermanó el llanto de Joaquín Costa con la preocupación pedagógica de la Institución Libre de Enseñanza y la Residencia de Estudiantes, la revolución desde arriba de Maura y Canalejas con el anhelo descentralizador de los catalanistas de Cambó, o el progresismo de Galdós y Clarín con la meditación pesimista de la generación del 98 y el aliento cosmopolita de los europeístas del 14.
No, no puede decirse que España careciera de pulso. Tenía colgado del cuello, cierto, el atraso económico del XIX, una situación, por otra parte, que compartía con la mayor parte de los países del Viejo Continente. Pero estaba rabiosamente viva. Ni los gestos doloridos ni el dramatismo del debate público deben hacernos olvidar que la repatriación de los capitales indianos reavivó con fuerza la economía o que el proceso industrial recibió un impulso considerable con la entrada del nuevo siglo. Y menos aún que mientras toda una España, con sus gobernantes y gobernados, estaba acabando de morir, la cultura vivía una existencia pletórica como no había disfrutado desde los tiempos de Góngora y Quevedo. El camino ascendente emprendido en 1875 desembocaba en un período de esplendor, la Edad de Plata, que no habría sido posible de no haber existido un liberalismo lo bastante sólido y fértil como para cambiar el curso de la historia.
La clase intelectual tuvo en esa hora decisiva una conciencia clara de su función rectora en la vanguardia de la sociedad. No la tuvieron, por el contrario, los grupos oligárquicos del país, desbordados por la creciente presión de los desposeídos: huelgas, manifestaciones, atentados. Ni tampoco el rey Alfonso XIII, a quien nadie perdonaría su entusiasmo por la aventura colonial de Marruecos, que tocó fondo con el descalabro de Annual, y menos todavía su respaldo al golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera en 1923.
¡España, España!
Primo de Rivera quiso representar ante los españoles el papel del cirujano de hierro pedido por Costa para emprender la regeneración desde la cabeza, acabar con el régimen caciquil y fomentar el crecimiento económico, sin concesiones a los obreros. Tan locuaz como autoritario, el dictador resolvió las cuestiones de emergencia —Marruecos, orden público— con el aplauso general, pero fracasó en su pretensión de solucionar para siempre el sistema de partidos, los nacionalismos de la periferia o la lucha de clases. Más destituido que dimitido, se retiró a comienzos de 1930. Y en su caída arrastró al rey. Nada refleja mejor la soledad de Alfonso XIII en aquellos instantes que el artículo más resonante de la historia del periodismo político español, «El error Berenguer», donde Ortega y Gasset dejaba dramáticamente claro que la experiencia monárquica era ya una vía muerta: «¡Españoles —escribió—, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!».
La Segunda República nació en la primavera de 1931 con la intención de traer a España el aire de modernidad europea tantas veces anhelado por la generación del 14. «Rectificar lo tradicional por lo racional» fue el ambicioso horizonte de Manuel Azaña, el político e intelectual que encarnó el ideario del nuevo régimen: una reforma agraria, una legislación social avanzada, un correctivo a la influencia de la Iglesia, un reajuste del ejército que ahuyentase el espectro del militarismo, una labor cultural y de educación ciudadana para hacer realidad las fórmulas democráticas y, finalmente, una respuesta política a la singularidad regional. Otras naciones europeas occidentales habían logrado tales metas de modo progresivo y a lo largo de mucho tiempo. El sueño de Azaña y sus colaboradores consistía en cambiar todas esas cosas a la vez y en pocos años.
Ruinas de Belchite, Zaragoza.
Pero la República fue un recién nacido en una casa donde nadie se llevaba bien. Una utopía que no tuvo en cuenta ni la fortaleza de los obstáculos internos ni el auge de los totalitarismos en el exterior. Ya desde sus inicios, la quema de conventos hirió la imagen del débil régimen republicano, rápidamente atrapado entre la impaciencia de las masas y la miopía de los defensores del viejo orden, y finalmente derribado por un golpe militar que dio inicio a tres años de guerra civil.
No hay muchos episodios en la historia del siglo XX que hayan dejado una huella tan indeleble en la memoria de la humanidad como la guerra civil de 1936. El terrible conflicto español galvanizó la conciencia contemporánea y proyectó internacionalmente la imagen de dos Españas enfrentadas. Fue, además, un terrible precedente del descenso de la humanidad hacia la barbarie, de la demonización del adversario para justificar su aniquilamiento. Muchas fueron las destrucciones materiales y las pérdidas humanas en los frentes de combate y en la retaguardia, pero las secuelas más perdurables del conflicto serían el derroche de sabiduría que se