El autonomismo de los Austrias no impidió tampoco la creación, en tiempos de Carlos V y, sobre todo, de Felipe II, de una compleja maquinaria de administración y gobierno, mucho más perfeccionada que la de los otros países europeos, que permitió allegar recursos para mantener en pie la fabulosa herencia de una monarquía extendida por tres continentes. Y es que si los ejércitos, los tratados y los matrimonios dieron a los Habsburgo hispanos un planeta para regir, ellos crearon un nuevo mundo poblado de secretarios y consejos, de leguleyos y burócratas, capaz de mantener unido un enorme rompecabezas, siempre en latente impulso hacia la disgregación.
La puesta en marcha de esta eficaz maquinaria burocrática que se sobrepuso a las distancias, y en la que el monarca era la pieza clave y el único legitimado, en última instancia, para la toma de decisiones, convenció a Felipe II de la necesidad de crear un centro alrededor del que girase el imperio. Consecuentemente, el rey burócrata por antonomasia rompió con la corte itinerante de los Reyes Católicos y su padre, asentando la casa real y sus centros de gobierno en el corazón de su fortaleza castellana y a medio camino de Aragón, Portugal y la Sevilla americana. Madrid se convirtió así en la capital del imperio, desplazando en la elección a Toledo, que parecía destinada por la historia para ese cometido.
Monasterio de Yuste, donde se retiró Carlos V y donde finalmente murió.
El XVI fue un siglo de guerras. Tal y como recuerda el cansancio del poeta soldado Garcilaso de la Vega en su Elegía Primera —¿De cuántos queda y quedará perdida? / la casa y la mujer y la memoria, / y de otros la hacienda despedida?—, la integración de los reinos peninsulares en el hogar común europeo de los Habsburgo le supuso a España un auténtico calvario por los campos de batalla del Viejo Continente y del Mediterráneo. Primeramente fueron los conflictos italianos y la pelea a muerte con Francia por la hegemonía del área continental, herencia, a la vez, de la ambición aragonesa y del empecinamiento habsburgués. A continuación, vinieron las batallas por detener la marea turca que amenazaba desbordarse en el Danubio y las luchas de religión en Alemania, donde Carlos V se erigió en abanderado del catolicismo y del imperio frente a los seguidores de Lutero. Y ya con Felipe II —después de la renuncia a la corona del Sacro Imperio Romano Germánico—, nuevamente Francia, el laberinto de los Países Bajos, la defensa del Mediterráneo ante las acometidas otomanas, precursora de la victoria de Lepanto, o la guerra naval contra Inglaterra, que dejaría para la historia la trágica imagen de la Armada Invencible, descalabrada por la flota inglesa y los más encarnizados vientos.
Y sin embargo, a pesar de tanta actividad bélica, la monarquía hispana no solo mantuvo en pie su imperio, sino que además lo amplió. Reinando Felipe II, tanto el archipiélago de las Filipinas como Portugal y sus posesiones de ultramar se sumaron a los territorios americanos de Castilla, donde las hazañas de Cortés, Pizarro o Jiménez de Quesada excedieron por sus peligros, por sus atrocidades y maravillas a todo lo que habían soñado las historias legendarias de Rolando y de Bretaña.
De la carrera de la edad cansados…
Apoyado en la epopeya ultramarina de españoles y portugueses, en 1580 Felipe II podía decir, y era exacto, que en sus dominios no se ponía el sol. A ojos de sus coetáneos, España, centro de las posesiones de la monarquía, parecía una potencia auténticamente prodigiosa. Pero en su contra se confabulaban las deudas, la crisis económica castellana y el triunfo de la intransigencia político-religiosa, culpable de la liquidación de un cristianismo intelectual y humanista inspirado en Erasmo y también del alejamiento de las corrientes del pensamiento moderno.
Cuando, en 1598, el rey burócrata murió en su palacio de El Escorial, fue como si gran parte de la fortaleza que había exhibido el Imperio español durante el siglo XVI se derrumbase con él. Todavía —no hay que engañarse— habían de transcurrir muchos años para que la monarquía hispana perdiera su envidiada posición de primera potencia mundial y la corte madrileña dejara de atraer la mirada de Europa, pero, sin pretenderlo, el tránsito del monarca señaló otra travesía mucho más dolorosa para todos los españoles: la de una monarquía que, habituada al triunfo, creyó estar elegida por Dios para dominar el mundo a una monarquía víctima del infortunio, abandonada a su suerte por la divinidad. La aceptación de los trastornos que anunciaba el sepelio de Felipe II no resultó nada fácil para la mentalidad de la época, que terminó por interiorizar el declive del siglo XVII con un sentimiento de fracaso, de abandono, de desesperante pérdida de autoridad en el ámbito internacional… que se prolongaría hasta nuestros días.
Porque si en algo coincidieron los pensadores del cambio de centuria es que, al igual que Felipe II en sus últimos años de retiro escurialense, España, y muy especialmente Castilla, su corazón y sustento, estaba agotada al estrenarse el siglo XVII. Agotada tras años de guerras por mantener en Europa una concepción del mundo que ya nada tenía que ver con los proyectos políticos, religiosos y culturales que empezaban a señalar el alba de la modernidad. Agotada por el despilfarro de las partidas de oro y plata de las Indias, esfumadas en manos de los prestamistas italianos y flamencos que habían adelantado el dinero para sufragar los incontables conflictos en defensa de la religión católica o del concepto patrimonialista de la corona habsburguesa. Agotada, en fin, por la sangre derramada en los frentes, el rigor de las oleadas pestíferas que se abatieron sin piedad sobre la península ibérica, desde Santander a Sevilla, y la escasez de mano de obra en el campo.
Detalle de La adoración de la Sagrada Forma, Claudio Coello, Museo del Prado, Madrid.
Hasta los mismos monarcas parecieron cansados, incapaces de soportar el peso del gobierno, mucho más complejo tras la gestión de Felipe II. Por abulia o incompetencia, Felipe III, Felipe IV y Carlos II dejaron las riendas de un imperio que les sobrepasaba en manos de sus validos, instancias intermedias entre el trono y la burocracia, encumbrando a ministros tan poderosos como el duque de Lerma, el conde-duque de Olivares o Juan José de Austria. Francisco de Quevedo, que vivó más vidas que un gato y que escribió en contra y también en favor de los validos, criticaría con mordacidad la corrupción que llegó a generar el arbitrario ejercicio del poder por parte de estos nuevos personajes de la política, culpables, en gran parte, de quebrar la confianza entre gobernantes y gobernados. Sin embargo, pese a todos sus defectos, el valimiento demostró ser una herramienta eficaz para el Estado en las horas más delicadas de la monarquía. Incluso algunos intentaron modernizarlo, como los citados Olivares, bajo Felipe IV, o don Juan José de Austria, encaramado este al poder merced a un golpe militar durante el reinado de su hermanastro Carlos II.
A Quevedo también corresponden los versos que mejor reflejan el desaliento provocado por los reveses militares en Europa: Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados… Conmovido en sus cimientos, el Imperio español vio debilitarse poco a poco la capacidad ofensiva demostrada en el siglo anterior para concentrarse, simplemente, en defenderse de las nuevas potencias que emergieron en el tablero europeo: la siempre acechante y marítima Inglaterra, la burguesa y mercantil Holanda, la arrolladora Francia de Richelieu y Mazarino. Y ello, a pesar de que el siglo se inauguró con el propósito pacifista de Felipe III, manifestado en las treguas con Holanda y Gran Bretaña, que hubieran podido restañar las heridas del sangrante enfrentamiento en los Países Bajos. Por desgracia, el militarismo español y holandés hizo imposible la paz, malogrando cualquier posibilidad de reconstrucción interna la ininterrumpida secuencia de conflictos en los que se empeñaron Felipe IV y el conde-duque con el argumento de defender la reputación de la monarquía.
Ningún país comprometido con un esfuerzo militar de tan vastas proporciones y tan sostenido en el tiempo como el de la España de Felipe IV, y aún menos tratándose de un país con una economía tan poco sólida y tan exhausta, podía esperar salir incólume.