Viendo bailar en España y en Inglaterra se comprenden perfectamente las dificultades gubernamentales del primer país y la buena marcha del segundo. Los sociólogos despreciarían esta consecuencia, considerándola de un origen trivial; pero yo protesto de antemano. Si esos señores no ven la parte trascendental del baile es porque concentran toda su atención en las piernas de las bailarinas. El baile es una cosa perfectamente seria. ¿Les parecería a ustedes más seria si las bailarinas tuviesen barbas y lentes como el señor Azcárate? Pues bien. Yo creo que los españoles bailan de cabeza, de un modo impulsivo y cada uno por su lado, mientras que los ingleses bailan de acuerdo, tranquila y metódicamente. Ahora mismo hay en el Palace una troupe de bailarinas inglesas que hacen un número titulado Sinfonía en blanco y negro. La escena representa un paisaje nevado; es un solo lienzo muy blanco, que cubre el suelo y los muros, donde algunas rayas negras trazan la silueta de los árboles cargados de nieve. Los trajes de las bailarinas, todas ellas de la misma estatura, armonizan de un modo admirable con la decoración: media blanca, zapato blanco, sombrero blanco con una gran pluma blanca y traje blanco con rayas negras. Comienza el baile, y la impresión que se recibe es maravillosa.
Todo está allí bien combinado; todo se hace de acuerdo. Ninguna bailarina se destaca; eso no; la personalidad desaparece ante la precisión de un orden de conjunto, y el conjunto se adapta al ambiente, a la decoración. Les aseguro a ustedes seriamente que es maravilloso. Las cosas que pasan allí, durante la media hora que dura el ballet, se comprende que son las cosas que, en buena lógica, tienen que pasar. Cualquier otra produciría un trastorno colectivo.
Por desgracia, es inútil que nosotros queramos bailar el baile inglés.
Admiración de la ruina
Yo quiero ser cronista.
Uno de los proyectos periodísticos que yo no podré realizar nunca es el de inscribirme entre un grupo de ingleses para hacer un viaje colectivo por medio de la agencia coocks, un viaje a Egipto, a Grecia, a Italia o a España; es decir, a un sitio donde haya muchas ruinas. El inglés es un hombre metódico, social y admirador de las ruinas. ¿Viajar sólo? No; ¿hoy en un lado, y mañana en otro, según la inspiración del momento; detenerse más o menos, a su arbitrio, en las ciudades del itinerario? No, mil veces no. Eso supondría un desorden inadmisible. El inglés compra un billete de la agencia de coocks, en donde está establecido al minuto el empleo del tiempo que va a durar el viaje, «Día tantos, tal país. A las ocho de la mañana, desayuno. A las nueve, excursión al Museo. Dos horas de pintura de tal escuela. A las doce, almuerzo. Lista del almuerzo. A las dos, excursión a las ruinas de al lado. Admiración de las ruinas durante tres horas. A las cinco, el té. A las siete, salida de la estación». Un buen programa de viaje para el inglés es aquel que no le deja ni un minuto libre para hacer lo que le dé la gana. Sin esta distribución matemática del tiempo, el inglés no comprendería la emoción de los viajes.
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El jefe de excursión conduce los ingleses ante las ruinas.
—Ruinas de tal. Mírenlas ustedes bien, son admirables.
—¿Son admirables? —se dicen los ingleses.
Y en vista de que las ruinas son admirables, los ingleses las admiran en el acto. Los ingleses están siempre dispuestos a admirar las ruinas que se les digan. A veces, un inglés se equivoca, y las admira por el lado menos admirable, fijándose, por ejemplo, en un trozo que es de construcción reciente.
—No. Eso no vale la pena —le dice el jefe de la excursión.
—¡Ah! ¿No vale la pena?
Y la admiración del inglés cesa instantáneamente.
—¿Qué es, entonces, lo que hay que admirar?
—Lo que hay que admirar es esto.
—Muy bien; perdone usted.
Y el inglés rectifica su admiración, lo mismo que podría rectificar una suma. El jefe de excursión dirige la admiración de todos los viajeros.
Ahora bien; ¿cómo se admiran los ingleses? Pues los ingleses se admiran abriendo la boca. Es la forma más exacta de la admiración. Si la costumbre fuera
Yo tengo una gran capacidad admirativa; pero esta capacidad admirativa es independiente de mi voluntad. Es inútil que me digan que una cosa es admirable. Yo quiero admirarla, y muchas veces no lo consigo. Yo comprendo que en un pueblo donde hay ruinas, los vecinos las admiren. Las han visto desde niños a las horas del crepúsculo, que son las horas de las ruinas: han ido muchas veces, en ratos de melancolía o de ideal, a meditar entre ellas; conocen su historia y sus leyendas; está bien que las admiren. Ahora bien: yo llego al pueblo:
—Vamos a enseñarle a usted las ruinas —me dice, por ejemplo, el alcalde. Llegamos allí, y me encuentro situado ante un montón de piedras.
—Es admirable —me dice el secretario del Juzgado. Y yo, no lo dudo; pero no me admiro.
En cambio un inglés se admira inmediatamente. ¿Las ruinas son admirables?
¿Todo el mundo las admira? Pues él se decide y las admira a su vez.
Hay quien cree que la admiración de los ingleses ante las ruinas, determinada de antemano en los horarios de viaje, es simulada.
Yo estoy completamente seguro de que es sincera. El inglés es un hombre de buena fe. Le dicen que hay que admirar cualquier cosa, y, como lo cree a pie juntillas, la admira sin reserva ninguna. ¿Que cómo se pueden admirar los ingleses a plazo fijo? Pues porque son unos hombres metódicos.
El día en que yo pueda me iré como cronista en una excursión de ingleses, y mientras ellos admiran las ruinas, yo les admiraré a ellos.
El hombre de negocios
La conversación y la ganancia.
Padres de familia: si queréis lanzar a vuestros hijos en el mundo de los negocios, no los enviéis a educarse a Inglaterra. ¡Cuántos hombres no se han quedado sin un céntimo por su preocupación de hacer sus negocios a la inglesa! Últimamente yo he conocido en Bruselas un español que se metió en un negocio de teatros. En cuanto le vi hacer las primeras gestiones le pregunté si se había educado en Londres.
—Sí —me contestó—. No hay gente como aquélla para los negocios, «¿Cuánto?». «Tanto». «¿Le conviene a usted?». «Bueno». «¿No le conviene?». «¡Pues adiós!». El tiempo es oro.
A las ocho de la mañana comenzaba a recibir coristas. Las coristas empezaban a hablar.
—Nada de discursos. Esto vamos a organizarlo a la inglesa. ¿Estarán ustedes mañana a las cinco en el ensayo?
—Verá usted… —decía uno.
—Es que…
—Nada, nada. A las cinco se ensaya. ¿Les conviene a ustedes asistir al ensayo o no?
Los coristas decían que sí.
—¿Ha visto usted? —me preguntaba el empresario—. Un francés hubiera hablado aquí tres horas y no hubiera podido ponerse de acuerdo con esta gente.
Al otro día no se presentaban a ensayar más que dos o tres coristas. El empresario estaba enfurecido.
—¿No