Pero ahora, los negros están orgullosos de ser negros. No parece sino que Johnson le hubiera devuelto a la raza blanca ese puñetazo ideal que aplasta las narices de los negros. Los artistas y los luchadores cuidan su cara como un presumido cuida unas botas de charol. Yo nunca he visto negros tan relucientes. Como esas monedas que brillan mucho, a mí algunos negros me parecen falsos. Presumo que el anuncio del Daily Telegraph no tendrá éxito, y es una lástima, toda esa tinta nos manchará a nosotros. Lo negro se mezclará con lo blanco, y el porvenir será turbio. De una blanca inglesa y un negro charolado, saldrá un mulato. Dentro de cincuenta años no se encontrará un negro bien reusi ni por un ojo de la cara. El negociante que se dedique hoy a cultivar unos cuantos negros, está llamado a ganar un dineral.
El discurso de orbaneja
La oratoria es explosiva.
Oyendo a los oradores de Marble Arch, yo me hacía ayer las siguientes reflexiones:
¿Por qué no se deja en España hablar a la gente? ¿Qué le puede importar al ministro de la Gobernación de lo que diga un ciudadano cualquiera en un momento de entusiasmo? Todas las revoluciones han sido promovidas por hombres a los que no se les ha dejado colocar sus discursos.
Un discurso embotellado es como una de las fuerzas de la Naturaleza: tiene que salir, y cuanto más tiempo transcurra, más violenta será la salida. El ciudadano Orbaneja lee un día el fondo de El País, allí encuentra dos o tres frases que le enamoran: son completamente de su gusto en cuanto a la forma y sintetizan de un modo sorprendente sus ideas generales sobre la política del día. El ciudadano Orbaneja se olvida en seguida del artículo, pero ha absorbido ya las tres o cuatro frases perniciosas. Esas tres o cuatro frases son la semilla de un discurso. Poco a poco el discurso va germinando, va haciéndose por sí solo dentro de Orbaneja. Un día, Orbaneja le coloca un párrafo a su mujer; otro día, le salen dos o tres párrafos en un café de la calle de Toledo. Orbaneja es irresponsable. El discurso puede más que él. Pasan días. Orbaneja comienza a frecuentar el Casino del distrito.
Por fin, una noche pide la palabra y comienza a hablar. ¿Qué dice? ¿Que hay que hacer una degollina general? ¿Que las sociedades, como los individuos, tienen sus años de cobardía, pero tienen también sus horas de heroísmo? ¿Que es preciso cortar las siete cabezas de la hidra reaccionaria? No juzguen ustedes por ello mal al ciudadano Orbaneja, que es un hombre de ideas avanzadas pero de sentimientos pacíficos. Todo eso le sale ello solo de dentro del cuerpo, sin que Orbaneja se dé cuenta, como pudiera salirle una erupción cutánea.
La prueba de la inocencia de Orbaneja al hablar de la hidra revolucionaria es que Orbaneja no sabe lo que es una hidra. No precisamente al ciudadano Orbaneja, sino al diputado republicano señor Nougués le oí yo esta frase en el Congreso: «Aquellos árboles centenarios que lo menos tendrían treinta o cuarenta años cada Uno…».
Los ingleses comprenden lo que es un discurso y lo dejan salir. Si usted le dice a un guardia cualquier impertinencia en un tono familiar, está usted perdido; pero si usted emplea el tono oratorio puede decirle horrores. El guardia sabe perfectamente que no es el orador quien dirige el discurso, sino que este discurso se ha elaborado por sí solo en el espíritu del orador y que tiene que salir a la calle. Es una ley fisiológica como la de la maternidad.
En España no se comprende nada de esto, y cuando un ciudadano comienza a hablar violentamente, el representante de la autoridad le corta la palabra. De ahí que nuestra historia está llena de motines y pronunciamientos. El ciudadano que tiene un discurso dentro acaba siempre por largarlo. Ni los guardias de Seguridad ni el 14.º tercio de la Guardia civil, ni la Infantería, ni la Caballería, ni la Artillería son capaces de evitar que un hombre puesto a decir que el árbol de la reacción nos impide ver el sol de la justicia, no lo diga. Sigamos con Orbaneja. Si en pleno énfasis, el delegado le impide decir lo de la hidra, Orbaneja es capaz de dejarse matar como un mártir. Al día siguiente todo el barrio estaría en conmoción:
—¡Orbaneja! ¡Un hombre tan pacífico!
—Es el poseedor de las ideas —dirían sus correligionarios.
No. Es el poder del discurso reprimido; la explosión violenta del tópico encerrado. Un discurso que sale a la luz por sus vías naturales no ofrece peligro ninguno; pero que en cuanto comienza a salir se le obstruya el cauce, y entonces puede ocurrir todo: el suicidio heroico del orador, el motín popular y, en fin, la revolución.
Aquí, como se deja hablar a todo el mundo, no hay revoluciones. Y es ahí, en el país de la elocuencia, donde no se les deja a las gentes echar discursos.
Odio de poeta nada más
Mandad un filósofo.
Hace muchos años, un poeta extranjero se detuvo en la esquina de Cheapside, ante una tienda de estampas. Un cuadro llamó particularmente su atención, y el poeta, con la boca abierta, lo miraba y soñaba. Seguramente en el mundo entero no hay un sitio menos a propósito que la esquina de Cheapside, y tan sólo un poeta recién llegado puede cometer la tontería de irse a soñar allí; los poetas avecindados en Londres, si por azar descubren en algún escaparate de Cheapside un cuadro más o menos romántico, en todo caso lo compra y se lo lleva a su casa para soñar tranquilamente delante de él. Cheapside es la gran arteria de la City, y por Cheapside se va a la Bolsa.
¿Es que un hombre que tiene negocios en la Bolsa va a detenerse en su carrera para no tropezar con un poeta que está soñando delante de un escaparate? Y después de todo, ¿quién le asegura al bolsista que ese hombre es un poeta y no un vago? Si fuera un poeta, no estaría desocupado y con la boca abierta; iría corriendo hacia su office de poeta a hacer poesías hasta la una; a la una almorzaría, y a las dos volvería al office, donde permanecería hasta las siete. Eso deben hacer los poetas los días laborables.
—¡Gooddamn! ¡Gooddamn…!
El pobre poeta fue empujado por todo el mundo. Por último, un pisotón de un hombre de negocios le arrancó de la contemplación del cuadro a la contemplación de la calle. El cuadro representaba el paso del Beresina por los franceses, y el poeta, al contar su impresión de aquel momento, dice: «Entonces me pareció que todo Londres era un enorme puente del Beresina, donde cada uno, en una inquietud delirante, quiere abrirse paso para prolongar un pequeño resto de vida, donde el insolente jinete aplasta al pobre que va a pie, donde el que cae está perdido para siempre, donde los mejores amigos corren sin piedad los unos sobre los cadáveres de los otros, donde millares de hombres extenuados y cubiertos de sangre, que han querido, pero en vano, asirse a los tablones del puente, caen a la fosa glacial de la muerte».
Aquel poeta venía de Alemania y se llamaba Enrique Heine. Su odio a Inglaterra no era odio de alemán. «Yo —declaró Heine en un libro— les doy a ustedes mi palabra de honor de que no soy patriota». Era odio de poeta. Un poeta es un hombre que va despacio, y, en Londres, los hombres de negocios atropellan a los poetas. Ya sé que los poetas están expuestos en todas partes a morir aplastados bajo las ruedas de un camión, y así murió en París M. Corunti, el introductor de la última estética en España.
Si el inglés puede definirse como un hombre completamente refractario a la poesía lírica, habrá que reconocer que estos hombres existen en todo el mundo y que, para el poeta español, francés o alemán, buena parte de sus compatriotas son ingleses. Sin embargo, en ninguna parte hay tantos ingleses como en Inglaterra. En París o Madrid, cuando el poeta ha sufrido muchos empujones, no tiene más que dejarse caer sobre un banco de la plaza pública y ponerse a soñar. Aquí los squares están rodeados de verja, y únicamente los propietarios de las casas colindantes