A raíz de su aventura de Cheapside, Heine escribió a Alemania diciendo:
«Mandad un filósofo a Londres, pero por el amor de Dios no mandéis un poeta». Si en Madrid hubiera filósofos disponibles, yo pediría alguno; pero presumo que ahí no hay más que poetas. Yo mismo en el fondo soy probablemente un poeta. Cuando me aventuro por las calles de la City, los ingleses me empujan con tanto desprecio como si no hubiese duda de que lo soy, y no de que soy un poeta cualquiera, sino un gran poeta.
—¡Gooddamn! ¡Gooddamn…!
Es el grito con que Londres echa a los perros y a los pobres poetas. ¡Los pobres poetas! ¿Por qué esa crueldad con ellos? A este propósito he interrogado a un hombre de negocios de la City, que me ha hecho declaraciones de gran importancia. Mañana o pasado las conocerán ustedes.
La acción de los poetas
El virus corrosivo.
—¿Los poetas? —me dijo el hombre de la City—. Pero ¿usted cree que esa chusma sirve para algo?
Yo le expuse modestamente mi opinión. Los poetas —no tiene duda— sirven para poetizar la vida. ¡Si costasen muy caro…! Pero no comen casi nada. Un pueblo como Inglaterra podría sostener, sin gran sacrificio, una porción de poetas.
—¿Para que nos poetizaran la vida? —me preguntó el hombre de la City.
—Precisamente.
—Los poetas nos humanizarían, nos impregnarían de ternura, nos harían sentimentales, ¿no es eso?
—Eso es.
—Pero ¿usted no ve que entonces nuestros negocios irían de cabeza? ¡Ah, los poetas! ¡Taifa de vagos y de embusteros! Les hacen versos a las muchachas, las seducen ofreciéndolas oro y piedras preciosas y no tienen un penique en el bolsillo. Si los poetas lograran tomar tierra entre nosotros, a la vuelta de unos cuantos años habrían corrompido toda la energía anglosajona. Empezarían a cantar las puestas de sol y los amaneceres, los árboles, las flores y los pájaros. Nuestra juventud se distraería con todas esas cosas y no haría nada de provecho. A pretexto de poetizar la vida la ablandarían. Exaltarían el amor maternal, el filial y el fraternal, la vida del hogar, etc. Los jóvenes empleados de la City harían versos estúpidos en sus ratos de ocio. Los muchachos que hoy van a buscar fortuna al Transvaal o a la India se enternecerían mucho antes de abandonar la casa paternal y buena parte de ellos se quedaría en Londres, donde no les aguarda porvenir ninguno. En fin, sería la ruina, ¿no le parece a usted?
Y escuchaba al hombre de la City y me hacía, por milésima vez desde que estoy en Londres, la siguiente reflexión: —Estos ingleses son los hombres más prácticos del mundo.
—Hay que cerrar las costas de Inglaterra a toda irrupción poética —continuó el hombre de la City—. Una invasión de poetas será mucho más peligrosa para nosotros que una invasión de alemanes. Por fortuna, nosotros no dejamos desembarcar en ningún territorio inglés a ningún viajero de tercera clase que venga sin dinero. En esta medida nos garantiza en cierto modo contra los poetas del Continente.
—Pero ¿no temen ustedes que se produzcan poetas aquí mismo? ¿Qué medidas han tomado ustedes contra los poetas de Inglaterra?
El hombre de la City sonrió:
—Los ingleses —me dijo luego— somos unos hombres muy serios… No digo que algún inglés, después de haber vivido en Italia o por allá, no pueda volverse un poco poeta. Las malas compañías…, el calor…, la ociosidad…, el cielo azul…, los ojos negros… Pero el inglés es por naturaleza un hombre serio, veraz y metódico. El inglés, señor mío, es completamente, pero completamente incapaz de emoción y de imaginación… El peligro está fuera. Por fortuna, la mar nos aísla de la poesía.
¡Ah! ¡Los poetas…! —continuó el hombre de la City—. Los poetas nos llevarían a la revolución. Esa gente dice cosas terribles de una manera muy dulce. No respetan el orden social y se proclaman reyes dentro de sus andrajos. Sobre todo, hablan mal de los hombres de negocios, de los industriales y del pequeño comercio.
Y señalando a un poeta invisible, como bajo el influjo de una pesadilla, el hombre de la City exclamó:
—¡Gooddamn!
Yo le pregunté si había leído a Platón, y él me dijo:
—¿Quién es Platón? ¿Algún poeta? No, señor. No lo he leído ni lo leeré jamás.
El oro y el armiño, el hierro y el acero
Un millón de toneladas.
Estos días ha sido el oro, la púrpura, el armiño, las piedras preciosas. Hoy será el hierro y el acero; 167 buques de la Armada británica, desplazando un millón veintiún mil quinientas diez toneladas, serán revistados en aguas de Spithead por the sailor king —el rey marino—, mucho más rey de los mares que de la tierra, y cuyo cetro, como el de Neptuno, debiera ser tridente y formidable. Al lado de la revista naval de Spithead, todo lo demás es pálido. El coste total de los buques que va a revistar el rey Jorge representa cien millones de libras esterlinas, es decir, dos mil quinientos millones de francos. ¡Qué cohibidos van a sentirse en Spithead los buques extranjeros y qué terribles son las crueldades protocolares! Esa Francia fanfarrona, esa fachendosa Alemania, esos ruidosos Estados Unidos y ese mismo Japón, recién llegado, van a encontrarse allí como se encontraban los poetas de Madrid en las reuniones del marqués de Hoyos. Nosotros hemos enviado a nuestro pobre Reina Regente, que pasará un mal rato.
Muchas veces, visitando los Museos de Londres, yo he observado que la gran preocupación inglesa es el mar. Los ingleses o pintan retratos de mujeres rubias o cuadros de naufragios, batallas navales y escenas de pesca. Nada de esa terrible inquietud mística que nos ha atormentado a nosotros durante tantos siglos y que tiene también su explicación geográfica. Inquietud de isleños, cuyos caminos ideales se extienden sobre el mar. Inglaterra es como un enorme cetáceo flotando en aguas de Europa, y uno se encuentra aquí a la manera de aquellos náufragos antiguos refugiados en el lomo gigantesco de ballenas dormidas, que ellos tomaban por islotes. Mañana o pasado, el formidable pez puede ponerse en marcha, ¡y desgraciados entonces los pobres marinos que se encuentren a su paso! No hay balas ni espolones que atraviesen la piel de este pueblo pez, con costumbres de pez, con aspiraciones de pez y que está falto de corazón, lo mismo que los peces.
La revista naval de Spithead comienza hoy a las doce y termina a las cinco y media. Por la noche las aguas de Spithead reflejarán las luces de los 167 navíos británicos iluminados de gala. El momento culminante de las fiestas termina hoy. Días después llegarán a Londres los aviadores del circuito europeo, e Inglaterra los mirará con ojos de asombro. Los peces nunca han comprendido a las aves. Inglaterra no había mirado jamás al cielo. ¡Es tan triste, tan bajo, tan frío, este cielo inglés! El cielo es un ideal de aves, e Inglaterra es un pueblo pez. Los aviadores se posarán un momento sobre Inglaterra, como una alegre y blanca bandada de gaviotas.
Los bárbaros del norte
Cuentan de Leconte de Lisle…
Gimnasia, natación, equitación, canotage, criquet, lawn-tennis, foot-ball… Con estos elementos principales es con los que se forma la moral del animal inglés. Sí, señores; la moral. Si el tiburón no fuera grande y fuerte, si no tuviera el estómago insaciable y los dientes afilados, tampoco tendría una moral de exterminio. El animal inglés es ágil, enérgico, musculoso, y tiene la moral de los animales que son así. Estos días pasados,