¿Y la europeización? ¿Saben ustedes algo de eso? Supónganse ustedes que yo me voy a Alemania a europeizarme; al cabo de dos o tres años me he germanizado; soy ya un europeo. De pronto los ingleses majan a los alemanes e inundan a Europa, y ya no soy un europeo. Pues en vez de irme a Alemania, me vengo a Inglaterra; me britanizo; soy una especie de Tom Lévis. Pasan algunos años, y vienen los alemanes. Les ganan a los ingleses. Europa se hace teutónica. Yo soy un bárbaro.
En fin. Es cosa de acabar, para que no nos hagamos todos un lío: los lectores y yo.
Yo y un alemán
La carambola y la gramática.
Poco después que yo, ha venido a la misma casa un joven alemán. Hizo una introducción con un pantalón a rayas negras y blancas, una americana azul, orlada de cinta, y una corbata verde. Nos dio la mano uno por uno a todos los huéspedes y nos dijo:
—Mi nombre es Fulano de Tal.
Luego nos ofreció pitillos y nos los encendió en la llama de un mechero automático.
Este alemán y yo somos los dos extranjeros del boarding-house. Él sabe algo de inglés. Yo no sé nada. Él, estudia diez horas al día. Yo, no estudio ninguna. Sin embargo, llegamos al salón y yo le quito la cabeza, que decíamos en Madrid. Yo miro, acciono, sonrío. Yo digo una cosa, y si no me la entienden, la digo de otra manera y luego de otra, hasta que me hago entender. El caso es que yo converso horas y horas con esta gente. No sé cómo, pero converso. Pasamos el rato de un modo muy entretenido, y las señoras de la casa dicen que yo soy un hombre muy interesante. ¡Thank you, very much!
En cambio, el alemán no da una. Quiere decir algo, y si no lo sabe decir, se calla.
—Usted —me dicen todos— hablará inglés mucho antes que el señor.
Pero esto es inexacto. Yo no tengo más que la fantasía. ¡Ah! Si se tratara de inventar el inglés, yo lo inventaría antes que el alemán; pero se trata de estudiarlo, y yo no tengo capacidad de estudiar. Dentro de seis meses el alemán hablará inglés y yo seguiré siendo muy expresivo.
El alemán tiene tres libros muy grandes, ¡muy grandes! Yo tengo un manualito de bolsillo —El inglés en ocho días— que me ha costado un chelín. El alemán lo ha mirado con desprecio y me ha dicho:
—Ese libro es muy pequeño.
El alemán coge sus tres libros y se pone a estudiar. De cuando en cuando mira al techo con un aire muy estúpido. Luego cierra sus puños, unos puños enormes, y comienza a darse golpes en la cabeza. El alemán lucha con el inglés a puñetazos. Pues bien; lo vencerá. Sus puños son fuertes, su voluntad es recia. Al cabo de seis meses, el alemán habrá conseguido meter los tres volúmenes de inglés dentro de su cabeza de teutón, cuadrada y brutal.
Yo le admiro a este alemán y él me admira a mí.
—¡Si yo tuviera la capacidad de estudio que tiene usted! —le digo.
—¡Si yo tuviera su imaginación española!
Muchas veces nos ponemos a jugar al billar. Yo lo majo indefectiblemente. El alemán juega también a puñetazos: da unas tacadas terribles, que con gran frecuencia hacen saltar las bolas al suelo. Las carambolas que sabe no las falla nunca; pero en cuanto se encuentra ante una carambola inédita, no se le ocurre nada más que darse de puñetazos en la cabeza. Su juego es seguro, pero grosero e inelegante. Le faltan estas dos condiciones de los buenos billaristas: la imaginación y la soltura: la souplesse, que dicen los franceses. Yo, muchas veces, pierdo una carambola que él no hubiera perdido jamás. Luego hago una carambola de fantasía, inesperada, original, elegante, y el alemán se queda loco.
—Juega usted muy bien —me dice.
—No. Dentro de seis meses, usted me ganará.
El alemán me ganará a todo dentro de seis meses, porque es un hombre de tenacidad y de estudio, mientras que yo soy un repentista, un improvisador, un hombre del momento. Por el momento soy yo el que triunfa, tanto en la sala de billar como en el salón de conversación. El alemán está derrotado completamente. Ha fracasado su inglés, han fracasado sus pasabolas, ha fracasado su pantalón a rayas negras y blancas, su corbata verde, su americana de trencilla, su encendedor automático… Yo le ofrezco estos pequeños laureles, cosechados en una casa de huéspedes inglesa, al espíritu latino, que es mi espíritu, y le aconsejo al alemán que no se desaliente. Siga haciendo saltar las bolas con la bárbara fuerza de su taco, y siga golpeándose la cabeza teutónica ante los tres enormes volúmenes de inglés. El porvenir, ¡ay!, es para los hombres del Norte.
Filosofía sobre la maleta
¡Que me permita el lector…!
No hace aún mucho tiempo, yo era uno de esos escritores absurdos que se dirigen a los objetos inanimados en largos discursos llenos de literatura. El discurso típico de este género es el de la maleta. El escritor se encara con una maleta muy mala y le dice lo siguiente:
—Vieja maleta, vieja maleta viajera: hace mucho tiempo que estás inmóvil en el rincón más sombrío de la casa. ¿Es que ya no quieres ir por el mundo?
La maleta no responde.
—Sin embargo —añade el escritor—, tú tienes un alma inquieta y errabunda. Nunca has permanecido mucho tiempo en una misma ciudad, mi vieja maleta, porque un deseo insaciable de aventuras te llevaba siempre de un lado al otro. Tú no eres una maleta sedentaria. Tú no eres tampoco una de esas maletas banales —aquí el autor adquiere un tonillo irónico— en donde los estudiantes de Derecho meten unos calcetines de fantasía, un traje muy bien doblado, alguna ropa interior, unas bolas de naftalina y un paquete de cartas de la novia. Ni eres tampoco una maleta comercial — con un vago anticatalanismo— en la que un viajante de Tarrasa o de Sabadell embute las muestras de sus paños abominables. No. Tú eres una maleta literaria. —(El autor se acuerda de sus tiempos de bohemia.)— Tú no has contenido nunca trajes a la moda ni brillantes corbatas, y los sitios mejores de que disponías han sido ocupados siempre por las obras maestras del género humano. Tú eres casi sabia, mi vieja maldita.
La vieja maleta permanece muda, en una noble actitud de modestia.
—Pero eres muy vieja, muy vieja. Has envejecido un poco en todas partes, como tu amo, del que no te has separado nunca, ya no tienes ilusiones. Alguna vez —(¡Oh! Permitámosle, al autor un pequeño rasgo de coquetería retrospectiva)—, alguna vez tú también has contenido cartas de amor. Acababas entonces de salir de la tienda: eras fuerte y elegante; tu piel y tu metal brillaban al sol. En aquella época, mi vieja maleta, nosotros no sabíamos nada de la vida y podíamos creer en la felicidad. ¿No te acuerdas de unos calcetines de seda que tu dueño compró en uno de los días más utópicos de su existencia? ¡Ay!, yo creo que en tu alma de maleta —esta frase me parece demasiado cruda— aún no se ha extinguido la fragancia de cierta rosa juvenil, y lo creo porque en la mía todavía subsiste melancólicamente.
En este momento, y como una contradicción, la maleta exhala un fuerte olor a cuero. El autor podría increparla en unos términos como éstos: —¡Qué! ¿Hueles a cuero, mi vieja maleta? ¿Tan desgraciada eres que ya no queda en ti ni un rastro de la fragante juventud pasada?— Pero el autor prevé que por este camino iría de tontería en tontería; así es que se hace el desentendido y concluye de un golletazo.
—Eres muy vieja, muy vieja, mi vieja maleta. Ya no tienes energía ni ideales. Con tu piel manchada y tus correas rotas, ya no puedes intentar nuevas aventuras. Además, eres una maleta escéptica. Reposa ahí en tu rincón, llena de viejos calcetines zurcidos, y mientras las otras maletas