»Se desarrolló, diría, dos horas después de que levantara la niebla, y su inicio tuvo lugar en un sitio aproximadamente a milla y media de la estación de Kurtz. Acabábamos de volver un recodo debatiéndonos en medio de sacudidas, cuando vi un islote, una pequeña colina cubierta de hierba de un verde brillante, en medio de la corriente. Era lo único que se veía, pero cuando nuestro horizonte se ensanchó, me di cuenta de que era la cabeza de un largo banco de arena, o más bien de una cadena de bancos poco profundos que se extendían a lo largo del centro del río. Estaban descoloridos, a flor de agua, y se veía todo el conjunto justo debajo de ella, exactamente igual que se ve la columna vertebral de un hombre a lo largo de su espalda, bajo la piel. Ahora, hasta donde a mí se me alcanzaba, me podía dirigir a la derecha o a la izquierda de aquello. No conocía ninguno de los canales, por supuesto. Las orillas tenían un aspecto bastante parecido, la profundidad parecía la misma; pero como me habían informado de que la estación estaba en el lado Oeste, naturalmente me dirigí al paso occidental.
»No habíamos acabado de entrar en él cuando advertí que era mucho más estrecho de lo que yo había supuesto. A nuestra izquierda estaba el largo e ininterrumpido bajío y a la derecha una alta y escarpada orilla, densamente poblada de matorrales. Por encima de la maleza los árboles se agolpaban en apretadas filas. Las ramas colgaban espesas por encima de la corriente, y de cuando en cuando el brazo de algún árbol se proyectaba inflexible sobre ella. Era ya bien entrada la tarde; el rostro de la selva era tenebroso y ya había caído sobre el agua una amplia franja de sombra. Dentro de ella navegábamos río arriba, muy lentamente, como podéis imaginar. Le hice virar todo lo que pude hacia la orilla, donde el agua era más profunda, según indicaba el palo de sonda.
»Uno de mis hambrientos y contenidos amigos estaba sondando desde la proa, justo debajo de mí. Este barco de vapor era exactamente como una gabarra cubierta. En la cubierta había dos casetas de madera de teca con puertas y ventanas. La caldera estaba en el extremo anterior y las máquinas en la popa. Por encima de todo ello había un techo ligero sostenido por puntales. La chimenea emergía de aquel techo, y delante de ella una pequeña cabina construida con tablas delgadas servía de garita del timonel. En su interior había un lecho, dos taburetes plegables, un Martini-Henry cargado apoyado en un rincón, una pequeña mesa y el timón. Tenía una amplia puerta delante con anchos postigos a cada lado. Normalmente todo ello estaba siempre abierto. Yo pasaba los días apoyado sobre la parte delantera de aquel tejado, delante de la ventana. Por la noche dormía, o lo intentaba, en el lecho. El timonel era un negro atlético procedente de una tribu costera y educado por mi desdichado predecesor. Lucía un par de pendientes de latón, vestía una tela azul que lo envolvía de la cintura a los tobillos y tenía una altísima opinión de sí mismo. Era el imbécil más inestable que jamás he visto. Gobernaba el barco con infinita jactancia mientras uno estaba delante; pero en cuanto te perdía de vista, caía inmediatamente presa de un abyecto pavor y permitía que aquel tullido vapor se le desmandara en cuestión de minutos.
»Estaba mirando hacia el palo de sonda y me sentía muy contrariado de comprobar que a cada nueva prueba sobresalía un poco más de aquel río, cuando vi que el encargado abandonaba su ocupación súbitamente y se tumbaba en la cubierta, sin siquiera tomarse la molestia de izar a bordo el palo. Pero seguía sujetándolo, y el palo se arrastraba en el agua. Al mismo tiempo, el fogonero, a quien también pude ver debajo de mí, se sentó bruscamente delante del horno y dejó caer la cabeza hacia delante. Yo estaba asombrado. En aquel instante tuve que mirar rapidísimamente al río, porque había un obstáculo en el canalizo. Palos, unos palos pequeños, volaban alrededor a montones: pasaban zumbando por delante de mis narices, caían a mis pies, iban a estrellarse detrás de mí contra mi garita de timonel. Durante este tiempo, el río, la orilla, el bosque, estaban en silencio, en perfecto silencio. Sólo oía el chapote ante batir de las aspas del timón y el zumbido de aquellas cosas. Esquivamos el obstáculo a duras penas. ¡Flechas, por Júpiter! ¡Nos estaban disparando! Entré rápidamente para cerrar el postigo que daba a tierra. Aquel estúpido timonel, con las manos en las cabinas del timón, levantaba las rodillas, pateaba el suelo con los pies, se mordía los labios, como un caballo sujeto por las riendas. ¡Maldito sea! Y estábamos haciendo eses a una distancia de diez pies de la orilla. Me tuve que asomar hacia fuera para engoznar el postigo, y vi un rostro entre las hojas a mi misma altura que me miraba feroz y fijamente; y de repente, como si me hubieran retirado un velo de los ojos, descubrí, en lo profundo de la enmarañada tenebrosidad, pechos desnudos, brazos, piernas, ojos brillantes: la maleza bullía de miembros humanos en movimiento, resplandecientes, del color del bronce. Las pequeñas ramas se agitaban, se mecían, crujían, las flechas salían volando de entre ellas y entonces conseguí cerrar el postigo. “Manténlo en posición recta”, le dije al timonel, que mantuvo su cabeza rígida, con la vista al frente; pero sus ojos giraban y continuó subiendo y bajando los pies suavemente. Tenía un poco de espuma en la boca. “¡Estáte quieto!”, le ordené, furioso. Lo mismo podía haber ordenado a un árbol que no se meciera en el viento. Salí fuera precipitadamente. Debajo de mí se oía un gran alboroto de pies sobre la cubierta de hierro y confusas exclamaciones. Una voz gritó: “¿Puede dar la vuelta?”. Pude ver en el agua una ola en forma de embudo más adelante. ¿Qué? ¡Otro tronco! Estalló un tiroteo bajo mis pies. Los peregrinos habían hecho fuego con sus Winchesters y sencillamente estaban arrojando plomo a chorros sobre aquel matorral. Se elevó una impresionante humareda que fue avanzando lentamente hacia adelante. Blasfemé. Ahora ya no podía ver el tronco ni la ola. Me quedé de pie en la puerta, escudriñando, mientras una lluvia de flechas caía sobre nosotros. Tal vez estuvieran envenenadas, pero parecían incapaces de matar una mosca. La maleza comenzó a ulular. Nuestros leñadores lanzaron un grito de guerra. La detonación de un rifle a mis espaldas me dejó sordo. Miré por encima de mi hombro, y la garita del timonel estaba todavía llena de ruido y humo cuando me abalancé sobre el timón. El estúpido negro había dejado caer todo para abrir el postigo y disparar ese Martini-Henry. Estaba de pie ante el amplio hueco mirando fieramente; le grité que volviera, mientras rectificaba la repentina desviación del vapor. No había espacio para dar la vuelta, suponiendo que hubiera querido hacerlo; el tronco estaba muy cerca en algún lugar, delante de nosotros, en aquel maldito humo, y no había tiempo que perder; de modo que lo arrimé a la orilla, a la mismísima orilla, donde yo sabía que el agua era profunda.
»Nos abrimos camino lentamente a lo largo de la maleza que colgaba sobre nosotros en un torbellino de ramas rotas y hojas que revoloteaban. Abajo cesó pronto el tiroteo, como yo había previsto que sucedería cuando se vaciaran los cargadores. Eché hacia atrás la cabeza ante un zumbido centelleante que atravesó la garita, entrando por una abertura del postigo y saliendo por otra. Al mirar más allá de aquel timonel loco, que sacudía el rifle descargado y chillaba en dirección a la orilla, vi formas vagas de hombres corriendo doblados por la cintura, saltando, deslizándose, inconfundibles, incompletas, evanescentes. Delante del postigo apareció algo grande en el aire, el rifle cayó por la borda y el hombre retrocedió con rapidez, me miró por encima de su hombro de una manera extraordinaria, profunda, familiar, y cayó sobre mis pies. Un lado de su cabeza golpeó dos veces el timón, y el extremo de lo que parecía un largo bastón repiqueteó a su alrededor y fue a derribar una banqueta plegable. Parecía como si, después de arrebatar aquel objeto a alguien de la orilla, el esfuerzo le hubiera hecho perder el equilibrio. El tenue humo se había disipado, habíamos sorteado el tronco, y mirando al frente yo veía que unas cien yardas más adelante podría alejar el barco de la orilla, pero sentía mis pies tan calientes y mojados que tuve que mirar hacia abajo. El hombre había rodado sobre su espalda y me miraba fijamente; apretaba el palo con las dos manos. Era el mango de una lanza que, arrojada o empujada a través de la abertura, le había alcanzado en un costado, justo debajo de las costillas; la hoja se había hundido completamente, después de causar una terrible hendidura; mis zapatos estaban empapados; había un manso charco de sangre, de un rojo oscuro brillante, debajo del timón. Sus ojos tenían un resplandor extraño. Estalló de nuevo el tiroteo. Me miró angustiosamente, asiendo la lanza como algo precioso, con aire de temer que yo intentara arrebatársela. Tuve que hacer un esfuerzo