»La tierra parecía algo no terrenal. Estamos acostumbrados a verla bajo la forma encadenada de un monstruo dominado, pero allí, allí podías ver algo monstruoso y libre. No era terrenal, y los hombres eran… No, no eran inhumanos. Bueno, sabéis, eso era lo peor de todo: esa sospecha de que no fueran inhumanos. Brotaba en uno lentamente. Aullaban y brincaban y daban vueltas y hacían muecas horribles; pero lo que estremecía era pensar en su humanidad (como la de uno mismo), pensar en el remoto parentesco de uno con ese salvaje y apasionado alboroto. Desagradable. Sí, era francamente desagradable; pero si uno fuera lo bastante hombre, reconocería que había en su interior una ligerísima señal de respuesta a la terrible franqueza de aquel ruido, una oscura sospecha de que había en ello un significado que uno, tan alejado de la noche de los primeros tiempos, podía comprender. ¿Y por qué no? La mente del hombre es capaz de cualquier cosa, porque está todo en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí, después de todo? Júbilo, temor, pesar, devoción, valor, ira, ¿cómo saberlo?, pero había una verdad, la verdad despojada de su manto del tiempo. Que el necio se asombre y se estremezca; el hombre sabe y puede mirar sin parpadear. Pero por lo menos debe ser tan hombre como esos de la costa. Debe hacer frente a esa verdad con su propia verdad, con su propia fuerza innata; los principios no sirven. Adquisiciones, ropas, bonitos harapos (que se irían volando a la primera sacudida). No; se necesita una creencia deliberada. ¿Qué hay en ese diabólico alboroto algo que me llama? Pues muy bien; lo oigo, lo reconozco; pero yo también tengo una voz, y, para bien o para mal, la mía es un habla que no se puede acallar. Desde luego, un necio, aunque esté muy asustado y lleno de buenos sentimientos, está siempre a salvo. ¿Quién es el que gruñe? ¿Os asombráis de que no desembarcara para aullar y danzar? Bueno, pues no, no desembarqué ¿Nobles sentimientos decís? ¡Al diablo los nobles sentimientos! No tuve tiempo. Tuve que perderlo con el albayalde y las tiras de manta de lana, ayudando a vendar los escapes de esas tuberías, os digo. Tenía que estar atento al timón, esquivar aquellos troncos y conseguir que ese bote de hojalata marchara por las buenas o por las malas. Había en la superficie de aquellas cosas suficiente verdad como para salvar a un hombre más sabio que yo. Y de cuando en cuando tenía que ocuparme del salvaje que trabajaba de fogonero. Era un ejemplar perfeccionado; podía encender una caldera vertical. Estaba allí, debajo de mí, y, palabra de honor, mirarle resultaba tan edificante como ver a un perro haciendo una parodia con calzones y sombrero de plumas caminando sobre sus patas traseras. Unos cuantos meses de preparación habían sido suficientes para aquel muchacho realmente estupendo. Escudriñaba el manómetro de vapor y el indicador del nivel de agua con un evidente esfuerzo de intrepidez; además tenía dientes limados, el pobre diablo; la lana de su cabeza, afeitada en una forma muy extraña y tres cicatrices ornamentales en cada una de sus mejillas. Hubiera debido estar dando palmas y brincos en la orilla, en lugar de lo cual se esforzaba en su trabajo, presa de un extraño maleficio, lleno de un conocimiento provechoso. Era útil porque había sido instruido y lo que sabía era esto: que cuando el agua desapareciera de aquella cosa transparente, el espíritu maligno que se hallaba dentro de la caldera se pondría furioso por causa de la enormidad de su sed, y se tomaría una terrible venganza. Y así, sudaba, encendía y miraba el cristal temerosamente (con un amuleto improvisado, hecho con trapos, atado a su brazo, y un trozo de hueso pulimentado del tamaño de un reloj, que le atravesaba horizontalmente el labio inferior), mientras las orillas cubiertas de árboles pasaban deslizándose lentamente ante nosotros, el ruidito quedaba atrás, interminables millas de silencio se sucedían, y nosotros seguíamos arrastrándonos hacia Kurtz. Pero los troncos eran gruesos, el agua traicionera y poco profunda, la caldera parecía realmente albergar un demonio hostil en su seno, y por eso ni el fogonero ni yo teníamos un solo momento para asomarnos a nuestros horripilantes pensamientos.
»Unas cincuenta millas más abajo de la Estación Interior nos topamos con una cabaña hecha de caña, un mástil torcido y melancólico con los irreconocibles jirones de lo que había sido una bandera de alguna clase que había ondeado desde él, y una pila de leña hacinada. Aquello era algo inesperado. Llegamos a la orilla, y sobre el montón de leña encontramos una tablilla con algo borroso escrito a lápiz. Cuando quedó descifrado, vimos que decía: “Leña para ustedes. Apresúrense. Acérquense con precaución”. Había una firma, pero era ilegible. No ponía Kurtz, sino una palabra mucho más larga. Apresúrense. ¿Hacia dónde? ¿Río arriba? “Acérquense con precaución”. No lo habíamos hecho así. Pero la advertencia no podía estar pensada para un lugar al que había que acercarse para encontrarlo. Algo iba mal más arriba. Pero ¿qué, y en qué grado?, ésa era la cuestión. Hicimos algunos comentarios adversos a la imbecilidad de aquel estilo telegráfico. La maleza de alrededor no decía nada, y tampoco nos permitía mirar muy a lo lejos. Una desgarrada cortina de sarga roja colgaba a la entrada de la cabaña y aleteaba