El predominio del estereotipo
La verdad tiene muchos enemigos en los procesos de reconstrucción, pero lo más peligroso es reducir lo acontecido a los roles que cada rostro ha adquirido en el conflicto, utilizando una clasificación binaria absoluta entre víctima y victimario, que no compone toda la sinfonía de los actores del conflicto, y por lo que el papel principal en muchas ocasiones lo asume el indiferente. Se crean unas categorías duras que clasifican y definen: “En el corazón de las lógicas de perdón y reconciliación se sitúa el concepto de las ‘zonas grises’ de colapso de la diferencia entre víctimas y victimarios, cuyas figuras más representativas son ciertos tipos de ‘colaboradores’ y los ‘vengadores’” (Orozco, 2003, p. 3). Las zonas grises impiden considerar que hay víctimas puras y victimarios puros. Todos podemos ser víctimas y victimarios y esto ayuda a entender la verdad histórica, a descargar culpabilidades y a sentar las bases del reconocimiento y del perdón. Los asuntos penales tratan de ser limpios y precisos como un bisturí, pero la realidad de las personas y los procesos del conflicto son más amplios e inabarcables en su tremenda complejidad. De manera metafórica, todos somos culpables e inocentes; aunque Arendt (2007) hace reflexionar sobre esto diciendo que dicha frase puede ser una declaración de solidaridad con los malhechores (p. 151). Pero sí se puede afirmar que todos hemos sido, de alguna manera, responsables del mal. Ni siquiera en Auschwitz había clara distinción entre unos y otros. (Orozco, 2003, p. 39). Aunque la guerra lleve a consideraciones del tipo “el otro como victimario-víctima culpable y así mismos como víctimas-victimarios inocentes” (p. 41). Esto ha venido sucediendo en Colombia desde la llamada época de la violencia, lo que crea una espiral de intimidación que produce más violencia. No es solo la permanencia de situaciones sociales de desigualdad, injusticia, exclusión, inequidad las que generan la violencia, sino que hay un mecanismo de venganza continuada que influye en la acritud de las actitudes y en la continuidad de la debacle social (Arboleda y Castrillón, 2013, p. 472).
La sociedad se divide radicalmente en buenos y malos en forma vertical, y generalmente los “malos” son los que van a ser excluidos (sicario, pobre, guerrillero, paraco, desaparecido, desechable, entre otros). La realidad es muy diferente, no clasificable en blanco y negro. Las víctimas y los victimarios puede que no lo sean para siempre. Hay una sobreposición de víctimas y victimarios, aunque para la ley sea difícil comprender los conflictos personales, sociales e históricos que pueden hacer de una víctima un victimario y viceversa (Cfr. Orozco, 2003). Se añade a esto, la permanencia mental de la Ley del Talión, “ojo por ojo, diente por diente”, o la versión popular de “el que la hace la paga”.
No ha de entenderse que si todos son responsables no hay, por tanto, ningún responsable o que todos quedan perdonados por la historia. Hay una diferencia grande entre el que ocasionalmente hace el mal y el que planea racionalmente el mal. Hay víctimas inocentes y victimarios culpables y no se puede disimular la crueldad bajo un manto de comprensión histórica de la época. Eso llevaría a olvidar de nuevo la crueldad y la situación inhumana a que fue sometida la víctima. Además, como dice Reyes Mate (2006): “El duelo y la deuda son las formas en las que hoy podemos concretar ese débil poder mesiánico, del que habla Benjamin: podemos reparar el buen nombre de las víctimas y podemos afirmar que la injusticia sigue vigente mientras no se repare. No es mucho, pero sin esos mínimos no podemos ni siquiera hablar de justicia” (p. 12).
A la problemática descrita para afianzar la necesidad de restituir desde lo simbólico se requiere establecer las formas de reinterpretación de lo antropológico desde el rostro. Por tanto, puede enunciarse que esta reflexión tiende a superar el efecto “silueta”, que desde la otredad ontológica ha configurado al individuo como sujeto de derechos, pero no se ha profundizado sobre la carne, sensibilidad, sentimientos que allí se vinculan.
La antropología del rostro, como alteridad descubierta y encarnada
El primer riesgo que se corre, cuando se invoca la antropología es describir una alteridad contenida en lo metafísico. Ha de pasarse de la concepción de la persona como objeto, víctima, victimario, responsable legal, a una concepción antropológica del otro como rostro, con carne, con historia, con sentimientos, con proyecto de vida lo que esboza una renovada manera de ver la alteridad como alteridad descubierta, basada en la carne. La fenomenología en el siglo XX ha venido haciendo esta reflexión especialmente desde los trabajos de Emmanuel Lévinas. El otro no es una cosa o un objeto, sino un rostro, es decir, un “ser para alguien, “un ser ante alguien”. Cuando se me aparece el otro se me aparece como rostro, rostro que interpela, que me dice “no me mates”, este “no me mates” supera en el siglo XX el imperativo categórico y se convierte en la nueva máxima moral que es un pedido de reconocimiento. El aparecer del rostro del otro se constituye en mi responsabilidad ética, lo que Lévinas considera es la filosofía primera. Esa aparición del rostro me constituye, pues soy lo que soy porque otro me solicita serlo. La expresión de dolor, alegría, rechazo, es respuesta segunda, pues lo primero es la aparición del rostro del otro como llamada. Es una nueva metafísica que se fundamenta en la llamada o aparición del rostro del Otro. Metafísica que es ética pues el rostro del otro me antecede, dando origen a mi libertad de respuesta. No es el yo que se crea a sí mismo, sino el yo que es creado a partir de la visita del otro. Lo que se denomina alteridad descubierta o desnuda, consiste en el llamado a reivindicar la carne. “He sido llamado para…”. El sujeto ético es el que dice “Heme aquí porque me has llamado, aquí estoy”. Es una nueva metafísica de la llamada, por tanto, no soy activo sino pasivo, soy constituido y no constituyente, de ahí que la pregunta ética no puede ser ¿qué es el hombre?, sino, ¿dónde está tu hermano? (Génesis 4, 9-10). Y la respuesta inhumana es ¿acaso soy guardián de mi hermano? Que es lo mismo que decir ¿acaso soy responsable del otro?
El otro es una Haecceitas, un rostro único y diferente, que me convoca y me llama a no ser indiferente, especialmente a su situación de miseria, rechazo, exclusión. El otro es un rostro que revela una interioridad al situarse junto a mí revelando todo de él, pero sobre todo convocando mi responsabilidad con él, constituyéndome “ser responsable” ante él. La aparición del rostro del otro me constituye como sujeto responsable. Ese rostro no es mi representación conceptual de él, sino que él mismo se revela, se expresa, se manifiesta (Lévinas, 1999, p. 74). Esa manifestación destruye mi conceptualización anterior y me da la propia realidad del otro, desquiciando mis cuadros de interpretación, revelándome su ser, desafiando mi poder de escucha y apelando a mi responsabilidad por él (Lévinas, 1999, pp. 74-75).
El otro me constituye no porque se presente como un ser fuerte que se impone sobre mi yo, sino porque se presenta en su vulnerabilidad, es una fragilidad que se nos presenta en “una resistencia total sin ser una fuerza” (Lévinas, 1999, pp. 76). Es una manifestación, no en la claridad de un objeto que se analiza, sino en la revelación del más allá a través de una visitación exterior a mí. Ese rostro es un rostro encarnado a través del cual se me manifiesta de manera específica el dolor, el amor, el sentimiento… Es este rostro y no otro, pues el rostro manifiesta la haecceitas única de cada rostro que me convoca. No es un código sino una exterioridad única la que me solicita a la responsabilidad con su historia y su proyecto.
Ese otro es otro encarnado. Es importante reflexionar sobre la carne pues la humanidad ha tratado de rechazar el cuerpo. Para el cristianismo hubo épocas en las que se insistió en que los tres genios de la tentación eran el demonio, el