Amelia Valcárcel (2010) así lo ha propuesto en su libro La memoria y el perdón. Es difícil porque hay que llegar hasta no pedir la justicia a la que se tiene derecho (aunque no la excluye) para hacer la donación del perdón, pero pide y exige el arrepentimiento del causante del daño.
Una sociedad que no hace un “perdón fundante” no puede seguir existiendo, porque hay ocasiones en que es más importante asegurar la continuidad de la convivencia que reclamar la justicia. El cristianismo triunfa porque es la gran religión del perdón, es la respuesta a un mundo que quiere un cierto tipo de unidad que la filosofía no ha sido capaz de darle porque la filosofía es para élites. Más bien, es la gran innovación moral del cristianismo, su triunfo como religión (Valcárcel, 2010)
Dicho de otra manera, el perdón no fundante declarado por la justicia humana propicia el inicio de la justicia, siempre vindicativa y punitiva, más conocida como Ley del Talión. La violencia abre una cadena interminable de violencia. Para romper esa cadena se inventa la ley penal, que cierra las venganzas porque se venga por quien es ofendido. Pero la ley se desentiende de la víctima, lo que le importa es el delito, y eso implica que hay algo que queda sin pagar. En el Gólgota culmina el sentido último de la vida de Cristo y de su mensaje profético: la superioridad moral del perdón ilimitado, el único que vence al mal y cura la herida de cualquier ofensa (Valcárcel, 2011). La lógica del perdón es el desbordamiento del amor misericordioso.
Hay una memoria del victimario que, si es sincera, implica una confesión de sus hechos que forma parte de la memoria de la comunidad. El victimario reconoce en su confesión la verdad del agravio y su ferocidad. Hay una contrición que sugiere la recepción agradecida del perdón con la decisión de no agraviar de nuevo, pues sabe que ha realizado un acto inhumano, que ha violado el amor fundamental y que se ha considerado dueño del otro y se prepara para recibir agradecido el don del perdón.
Las religiones tienen un papel profético y social en el campo del perdón pues pueden darle el sentido de excedencia que no puede dar la ley. Esta puede coaccionar, pero no cambiar el corazón. La excedencia es un don y no una obligación. Una ética de la excedencia del amor puede crear una comunidad real y no solamente ideal. Pero lo importante es mostrar que el perdón no es asunto confesional sino profundamente humano, en cuanto es un don que se renueva (per-don) en el acto del amor al otro en su vulnerabilidad, aunque sea el verdugo.
El amor como complemento de la justicia. El rostro interpelado
Jean-Luc Marion considera que la ética del rostro levinasiana se queda corta pues no personifica al otro, sino que lo deja en el campo de lo indeterminado, es una ética de excedencia que considera al otro como fenómeno saturado, pero no lo personaliza. Hay que personificar al otro como un tú que me hace un llamado de amor, es el reclamo de Marion. Mientras que Lévinas indica una llamada pura y anónima, Marion personaliza la llamada; el otro es un tú que puedo amar y que tiene nombre, historia y cuerpo. Lévinas, según la crítica de Marion, deja el rostro del otro abstracto, neutral y anónimo, es otro universal, mientras que solo el amor personaliza al otro. Lévinas no puede hablar del otro como un individuo por su énfasis particular en la ética y, por eso, Marion trata de moverse de la ética al amor. La verdadera individuación solo es posible en el eros-caritas, no en la ética (Gschwandthner, 2005).
La clave de la individuación del otro es el amor pues este es el lugar en el que los rostros se exponen uno al otro llegando a ser únicos el uno para el otro (Marion, 2002, p. 100; Geschwandtner, 2005, p. 72). Cuando el padre llama por su nombre al hijo, responde a la llamada del hijo con un nombre propio, lo saca de la indeterminación y lo reconoce como su propio hijo al que ama. La llamada por su propio nombre individualiza al hijo y lo reconoce como don que se da al padre y como don que se da al hijo. Con la víctima ocurre algo semejante: la victima que me mira es una llamada de amor, no es un código, un número, una estadística, sino una súplica amorosa de un ser humano, de una historia concreta.
Hay un desarrollo de la llamada del otro desde Heidegger hasta Marion. Heidegger presenta la llamada del ser a ser acogido, Lévinas la llamada del otro a ser responsable, Marion la llamada del otro a ser amado6. Y solo en este último es concretizado el otro como amante-amado.
La filosofía, según Marion, ha abandonado el amor para quedarse en conceptos más racionales que se pueden desglosar, definir y tratar de abarcar.
¿‘Amor’? suena como la palabra más prostituida –estrictamente hablando, la palabra de la prostitución. Por otra parte, espontáneamente recogemos su léxico: el amor se ‘hace’ como se hacen la guerra o los negocios, y ya solo se trata de determinar con qué acompañantes, a qué precio, con qué beneficios… en cuanto decirlo, pensarlo o celebrarlo, silencio en las filas […] Así el mismo término de ‘caridad’ se halla, si fuera posible más abandonado: por otra parte también se ‘hace’ caridad –o más bien, para evitar que se vuelva limosna y se reduzca a la mendicidad, le quitamos incluso su magnífico nombre y la cubrimos de harapos supuestamente más aceptables, ‘fraternidad’, ‘solidaridad’ (Marion, 2005, p. 10).
Ricoeur insiste en una relación dialéctica entre amor y justicia, y ello, puede fundamentar la necesidad de colocar en diálogo la lógica de la equivalencia con la lógica de la sobreabundancia. Occidente le ha dado potestad a la justicia sobre la primera y a la religión y la moral sobre la segunda, pero el acontecimiento humano se atestigua en la vida y, por ende, esa división no puede producir como fruto dos lógicas contrapuestas para superar y transformar el conflicto. “Ella hace, sin embargo, de la justicia, el medio necesario del amor, precisamente porque el amor es supra moral, solo entra en la esfera práctica y ética bajo la égida de la justicia” (Ricoeur, 1990, p. 33). El reto es provocar un encuentro entre esas dos lógicas inmersas en el rostro.
La posibilidad del perdón ágape parece imposible en una sociedad secular. Muchos la desestiman con base en la crítica moderna de la religión que niega su utilización en un mundo racional y jurídicamente justo. En verdad, el ágape se caracteriza por deslizarse del cálculo y buscar no solo la supresión de la deuda sino también la reconstitución de la relación yo-tú perdida en la violencia. Así el “hombre al que se ve delante” es el destinatario de la reconstitución de la relación. “El verdadero perdón es una relación personal con alguien” (Jankélévitch, 1967, p. 12), o como dice Ricoeur: “el perdón es, en principio, lo que se le pide a otro, en primer lugar, a la víctima” (Ricoeur, 1995, p. 82). En una visión moderna, el ágape es un estado imposible y hay que dejar todo a la justicia y seguir bajo el ámbito de la ley. Se supone acá que el perdón olvida también la memoria, pero esa no es la tradición neotestamentaria que habla de una culpa manejada y de una memoria purificada (Cfr. Lucas 2, 51; Hebreos 7, 25-27).
Es posible pensar que pueda darse un paso del ágape a la justicia con una justicia restaurativa sin negociaciones ni componendas que incluya el perdón sin dejar de lado la completa reparación y el arrepentimiento apoyados culturalmente de restituciones simbólicas que produzcan la restauración de la dignidad, de la historia y de la sana convivencia de la comunidad. Ese perdón no puede ser banal, y en eso puede ayudar la tradición abrámica de Occidente. De hecho, han existido perdones, amnistías, remisiones y condonaciones.
Kant (2005) en la Metafísica de las costumbres, hablando del derecho, se opone al perdón:
Aun cuando se disolviera la sociedad