J.: «V. y sus amigos estaban metidos en la cnt. Había anarquistas de estos que daban palos a bancos. Uno de ellos era miembro de una famosa saga familiar de actores. Daban “palos concienciados”. La mitad del botín iba para la organización y la otra mitad para ellos. Dentro de ese grupo hubo una escisión. Eran gente brava. V. estaba con esos también. Bravo con bravo se juntan». «El Planchas [del grupo del callejón] se hizo colega de estos. El Planchas era una de esas personalidades arrolladoras en torno a las cuales se juntaba todo el mundo. Estaba siempre en la bodega Ergueta.12 Se juntaron los que dejaron de ser progres y la gente joven que venía. V. les vendía costo a precios de saldo, a cambio luego de recetas, de dexedrinas, anfetas. Luego, un chaval que era ingeniero de montes —y que tenía una novia preciosa— se convirtió en “secretario” de V.: su chico para todo. A sus “machacas”, o “esbirros”, V. los maltrataba de palabra y de obra.13 V., a los secretarios que tenía —que ha tenido muchos—, los puteaba mogollón».
«Por entonces, lo más codiciado eran las pajitas de coca. En Madrid, las pajitas eran el Shangri-La. Porque era como se vendía la cocaína en Galicia, porque la humedad, así, no afectaba tanto a la droga. Una papelina en Galicia era un desastre [porque la humedad estropea la coca en polvo]».
R., La Carrá: «Pillamos un bar en la playa de San J., Alicante, donde vendíamos de todo. Montamos un bar que no era un bar. Tuvimos un éxito arrollador. Eso fue a finales de los ochenta. A nosotros venían a buscarnos los gitanos de Alicante porque les quitábamos todo el negocio. Ya no teníamos que bajar al Moro. Nuestros proveedores venían con cincuenta kilos de hachís en el coche. Estos moros tenían una perra en celo para que los perros de la policía se excitasen al olerla. Así, olían a la perra y no olían el hachís. En una ocasión, un picoleto se puso enfrente del coche y casi lo atropellan. La perra era una dóberman. Lo curioso es que cuando entrabas en la casa de los moros, la perra se acercaba a tus genitales, pero no se ponía de cara, sino de culo. Había un cabrón que se estaba follando a la perra... Era el que tenían de machaca. En la organización que tenían montada había castas. Cada vez que íbamos a verlos en Marrakech, lo pasábamos de puta madre».
Aunque a nosotros todo esto nos parezca cosa de macarras, la gente de esa época lo ve diferente. R., La Carrá: «Un macarra no es punki. La filosofía del punk es más de anarquía, de hacer lo que quisieras. El macarra tenía un concepto político. Los macarras para nosotros eran gente más bien de derechas. Eran franquistas que se pegaban por todo. Gente de calle. Paco el Gori [de Gorila, supongo], que iba con pantalones de campana, con cinturones con una hebilla de cabeza de león, enseñando el ombligo. Se buscaban la vida también, pero con otra ideología. Esos eran lo que nosotros llamábamos macarras». La Transición trajo un cambio generacional y había gente «que se negaba a aceptar la transformación que se estaba produciendo. Esos macarras paraban en las discotecas como el Osiris». Estaba el Osiris 1 y el Osiris 2, en Cea Bermúdez. Un comentarista en un foro de internet dice que «era una discoteca con los techos muy bajos, la luz casi te quemaba, los altavoces llegaban a moverte el pelo». En estas discotecas ponían música como Slade, Glam Rock, Suzi Quatro, T-Rex o Rod Stewart.14 Osiris cerró en 1989. El informe realizado por la policía asegura que entre algunos asientos fueron encontradas jeringuillas hipodérmicas, además de restos de cigarrillos que, tras ser analizados, «demostraron ser porros de droga».
Por otra parte, R. comenta cómo varios de los miembros del grupo de Cuatro Caminos terminaron viviendo en un poblado de Fuencarral, a causa de su adicción a la heroína. Eran unos cuarteles abandonados en lo que ahora serían Las Tablas. Se trataba de un cuartel militar vinculado a la Renfe: «El Abuelo vivía en un apartamento pequeño dentro del cuartel. Ahí vivían gitanos, mercheros, y la mayoría se dedicaba a las peleas de perros. El Abuelo tenía una pitbull llamado Peggy, que utilizaba en peleas. Con esos hábitos, la Peggy estaba cosida de los bocados que tenía. Parecía el perro de Frankenstein. Tenía que ir con una cuña porque el animal como mordiera a alguien no lo soltaba. Estaba completamente enloquecida. En el cuartel había pitbulls, había presas canarios, había unos perros que daban miedo. La Peggy parió y el Abuelo me regaló una cachorrilla guapísima. Un perro muy bonito. Pero la perra recién nacida era una asesina… Venía así de serie, por lo que había sufrido su madre. Mi ex me dijo “o el perro o yo”».
J.: «El Abuelo —al que llamaban así por parecer mucho más mayor de lo que era— murió de una sobredosis, y cuando murió fue santificado, por decirlo de alguna manera. En realidad, es imposible tratar con un yonqui. Muchos de ellos enloquecen. Uno del grupo se cagó en el portal de la casa de mi familia. Iba a pedir dinero, y como no le dieron nada, se cagó en el portal. Hay gente que se salvó por los pelos. A otro le pilló la Guardia Civil de Málaga. Llegó una multa a casa de su familia, y dejó que la multa llegase a Madrid. Su padre la pilló. Con terror en los ojos, preguntó a uno de los hermanos si se pinchaba. “No”, dijo él, “pero tiene muchos problemas” [en esa época solo fumaba la heroína]. Dejar que la multa llegase a su casa era un modo de pedir ayuda. Volvió a casa de sus padres y, finalmente, se fue a la casa de su familia en el pueblo para desintoxicarse».
Pero no todo eran drogas en el callejón. A finales de los setenta las artes marciales causan furor en España —de la mano de Bruce Lee—, como en tantos otros países, y los chavales se vuelven locos. J.: «Cuando esta gente de Cuatroca eran chavales se convirtieron en fanáticos de Bruce Lee. Los cines de la calle de Bravo Murillo, que eran cines baratos de reestreno, no hacían más que poner películas de artes marciales. Se llamaba sesión continua. Las películas (que proyectaban de dos en dos) empezaban a las cuatro, la segunda era a las siete y la tercera era a las diez. La gente veía dos películas seguidas. Los cines más modernillos (por ejemplo, el cine Espronceda en Alonso Cano) por la tarde ponían películas de Herbie el coche, La bruja novata (1971), y a las diez La naranja mecánica (1971), The Wall (1982). La película de Stanley Kubrick era de 1971, pero estuvo prohibida en España hasta 1975. Tras ver una película “ultraviolenta” como La naranja mecánica, no era raro que algunos de los espectadores saliesen de la sala con ganas de dar hostias».15 El ya mencionado Domi también fue testigo de la nueva fiebre de las artes marciales: «En la calle Sombrerería había un gimnasio que se llamaba Dojo. En 1977 comienza a publicarse una revista de artes marciales del mismo nombre que cerraría sus puertas finalmente en 2007».16 Las películas de Bruce Lee propiciaron el surgimiento de innumerables gimnasios de Karate.17
Cartel de Furia oriental (1974).
R.: «Nuestro ídolo en aquella época era Bruce Lee… porque daba unas hostias como panes». Entre 1976 y 1978, Bruce Lee fue toda una eminencia entre los macarras madrileños. «Íbamos todos al Bangkok Gym. Charlie era uno de los porteros del Rock-Ola. Este montó un gimnasio en la Dehesa de la Villa. Charlie ahora es millonario. Es el fundador de la marca Charlie de guantes de boxeo, pantalones y complementos [que inició su andadura en 1987]. Era