Como after los madrileños de los ochenta contaban también con el Warhol’s, en la calle Luchana. Abría una sesión a las seis de la mañana, e iban, según dice Domi, «todos los desechos, buah, todo lo depravado… era el descaro número uno, la gente se metía las rayas encima de las mesas». Estaba lleno a rebosar, puesto que abría desde los cierres de las demás discotecas hasta las diez de la mañana. Un horario exclusivo. «Luego estaba la discoteca de los yonquis por excelencia, que era el Alex», en Costanilla de los Desamparados [Callao] —a todas luces una calle de nombre muy apropiado: «[Era] un tugurio. Era donde más drogas se movían, donde más heroína se movía… Y el sitio donde, se decía, paraban los ladrones. Iban atracadores de Orcasitas, de Carabanchel, de Lavapiés».
Desde finales de la Transición, Alcalá 20 se convirtió en la discoteca de moda. «Entrabas gratis entre semana, y abría todos los días, hasta que se quemó».10 «En el Alcalá 20 vendía chocolate y tripis con mi amigo Richi [nombre falso], un negro de padre americano y madre española… íbamos todos los días a Alcalá 20». Los tripis los traían de Ámsterdam cada pocos meses. Unos cinco o seis mil. Dicha droga es muy fácil de mover, puesto que se trata de cartones o papeles mojados en lsd que apenas ocupan espacio y se transportaba en libros. A pesar de venderlos, Domi no consumía tripis. Su rechazo de la droga hundía sus raíces en una mala experiencia. En 1977, con quince años, se fue de acampada a Patones para comerse un tripi con sus amigos: «Bueno, pues nos vamos a Patones, tronco. Nos comemos un cuarto de tripi cada uno. Estábamos vacilando de puta madre, colega, riéndonos que te cagas y, de repente, veo que mi colega el Paquito coge carrerilla… ¿Y dónde va? ¿Y dónde va? Y le vemos que va para un barranco... y cuando llega al barranco, tronco, salta… No se me olvidará jamás en la vida. Se tiró... Parece que lo estoy viendo ahora mismo, Iñaki. Automáticamente, tronco, fue como si, como te diría yo… un silencio sepulcral… Veíamos un muñeco. Llamamos a la Guardia Civil… ¿Y quién os ha vendido esto? Decían. ¿Quién os ha vendido esto? A raíz de eso, no volví a comerme un tripi». Los tripis y el chocolate estaban presentes en las calles de Madrid a mediados de los setenta, pero el consumo masivo de sustancias como la cocaína ocurrió después, aproximadamente con la Movida madrileña.
En los años setenta un modo de adoptar las costumbres culturales, los elementos estéticos e identitarios del mundo anglosajón, consistía en ver cine americano en inglés. Ciertos cines de la ciudad proyectaban contenidos típicos de la contracultura: cine erótico, óperas rock, películas sobre grupos musicales, cine de Bruce Lee. Muchas de estas películas estaban clasificadas como «cine s», una categoría creada por el gobierno de Adolfo Suárez en 1977 para aquellas películas de alto contenido erótico o violento. No se sabe bien si la «s» hacía referencia al sexo o a la sensibilidad (quizás a ambas cosas).11 Uno de los templos de este género de películas eran los cines Covadonga (o «Covacha» como lo llamaban) en López de Hoyos 161, en el barrio de la Prosperidad, que previamente, de 1976 a 1979, había sido la sede de la Filmoteca y contaba con 480 butacas. Como vemos, los cines eran focos de la vida cultural de los jóvenes a finales de los setenta y principios de los ochenta, donde estos tenían acceso a todo lo que previamente había estado prohibido, ya se tratase de películas, sustancias o actitudes. Domi: «En el Covacha la gente subía al gallinero y tiraban gapos y litros a los de abajo… Cuando un amigo entraba en el cine con el litro de cerveza escondido en la chupa, [va y] le dice la taquillera: “¿Para qué te lo escondes? Si aquí todo el mundo entra con litros”». En palabras de otro de mis informantes: «Tenía sesión doble y podías beber y fumar. Al principio ahí se juntaban mods, rockers y falangistas sin problemas. Lo mismo que en Rock-Ola. Al menos, al principio».
Sala Rock-Ola.
Había cines de este tipo por toda la ciudad. Uno bien conocido era el cine Olimpia, en Lavapiés.12 La gente solía ponerse en la parte de arriba de dichos cines, porque muchos de los presentes «se pillaban tal pedo, que meaban en la parte de abajo». Otro cine de este estilo era El Ideal, en la zona de Tirso de Molina. Era un teatro grande y los domingos por la mañana iban rockeros al cine y se subían al escenario a bailar. Ahí uno «podía llevarse los canutos y cervezas, y pasaban de ti; no tenía más misterio la cosa». En estos cines se bebía y se fumaba y, muchas veces, la sala era toda una fiesta. Ahí se proyectaban, «una y otra vez, las mismas putas películas». Esos cines servían, en otros casos, para mantener relaciones sexuales, generalmente, de tipo homosexual. Según Miguel Trillo, fotógrafo de la Movida: «Cines como el de Carretas, eran como hoteles, pero hoteles de pie, ¿no? Para masturbarse, para [tener] sexo rápido en los urinarios. Como tenían varios pisos, la gente que veía la película se sentaba abajo. Los que subían lo hacían para pajearse. Las relaciones sexuales entre tíos, lo normal [era] tenerlas ahí».
El cine era, por otra parte, un transmisor cultural de primer orden. Por poner un ejemplo, las películas de Rocky marcaron una época, algo que tuvo unos efectos reales en la vida cultural y económica del país, pues muchos jóvenes se apuntaron a gimnasios para practicar el boxeo. Los Warriors (1979) también representó un hito que modificó muchas conductas. La película, una adaptación de la Anábasis o «retirada de los diez mil» de Jenofonte —famoso guerrero discípulo de Sócrates—, retrata la vida pandillera de Nueva York en 1979, e indujo a miles de macarras españoles a adoptar como suyos los chalecos de cuero que vestían los protagonistas de la película.
Pero esto no ocurría solo con el cine americano. Establecimientos como el Covacha también proyectaban películas españolas de «cine quinqui», algo así como el Blaxploitation español. Los jóvenes veían en dichos cines películas como Perros callejeros (1977), Navajeros (1980) o Los últimos golpes del Torete (1980), una narrativa audiovisual en la que muchos chavales no solo hallaban modelos a imitar, sino que veían representados en la pantalla aspectos de la vida callejera que conocían bien: las peleas, el consumo de estupefacientes, la asistencia a conciertos multitudinarios, los hurtos.13
A pesar de los excesos de la época, Domi defiende que las cosas han cambiado mucho desde que él era un adolescente. «Nosotros no escandalizábamos en las calles… Cuando yo tenía dieciocho años, colega, cualquiera podía venir por la calle, cualquiera, verte dar una voz y decirte “¡Que te calles! ¡Que te calles! ¡Y te callas ahora mismo! ¡Que estás molestando a la gente!”. Y tú cogías y tenías respeto a esa persona mayor y te callabas. Por muy macarra que fueras. ¿A tus mayores? Todo el respeto del mundo... Y eso es lo que se ha perdido ahora». «Si alguien faltaba al respeto a una persona mayor, tenía problemas con todos los presentes, conocidos o desconocidos. Si una persona mayor te abroncaba por algo, ¡te callabas como un puta! ¡Te callabas como un puta! Porque si no, el señor o la señora en cuestión paraba a una pareja de guardias, y los guardias te curtían… te curtían, ¡pero bien!». En palabras de un taxista de la vieja escuela: «Si te emborrachabas y perdías los papeles, llegaba un sereno y te ponía en tu sitio.14 Si le llevabas la contraria, a lo mejor te metía dos hostias, y, si seguías en tus trece, llegaba la policía y te metía otras tantas hostias». Estas jerarquías antaño tan evidentes eran fruto de un sistema en el que la autoridad era ejercida primero por los padres, luego por los profesores y, finalmente, por la policía. Una persona mayor se sentía legitimada no solo para dar órdenes a sus propios hijos sino también a los de los demás. Se puede hablar de la sociedad de entonces como de una gran familia —sin duda, autoritaria, pero de una familia al fin y al cabo. Digamos que a día de hoy dichas jerarquías se han difuminado por completo y, en muchos casos, incluso han quedado invertidas. En la teoría psicoanalítica el superego, o el asiento de los mandamientos morales, viene representado simbólicamente por el padre o incluso por la policía. Durante el franquismo —y algunos años subsiguientes— ese superego tenía ojos en todas partes, y estaba encarnado principalmente por personas mayores. El cuestionamiento de su autoridad podía tener efectos verdaderamente nocivos para el infractor. Siguiendo el discurso del filósofo Michel Foucault, podemos decir que el poder se reproduce y ejerce —como ocurre en toda gran empresa u organización— desde las esferas más altas hasta los estratos más