Una hora después, Lara reapareció para acompañarla al piso de arriba, donde tenía que recibir a los invitados de Mikhail, que iban a llegar en los helicópteros que este había enviado a buscarlos. Lara se había cambiado de ropa y se había puesto un vestido plateado muy corto, que hizo que Kat se sintiese muy poco elegante a su lado. Se recordó a sí misma que Mikhail le había dado su aprobación, pero eso hizo que volviese a sentirse mal. Al fin y al cabo, no era su mujer; no le pertenecía en ningún aspecto y no tenía ninguna intención de cambiar de opinión al respecto.
El salón era un espacio muy grande, lleno de luz y amueblado de manera muy lujosa. Con Lara a su lado, Kat charló con una rubia muy bien conservada que llevaba, para su tranquilidad, un vestido sencillo. No obstante, a Kat le bastó con echar un vistazo a su alrededor para darse cuenta de que las invitadas más jóvenes iban vestidas de fiesta, con las piernas al aire, generosos escotes y muchas joyas. De repente, se hizo un silencio y Kat notó que se le erizaba el vello de la nuca. Giró la cabeza y vio entrar a Mikhail, ataviado con unos chinos y una camisa abierta. A Kat se le encogió el estómago al verlo tan impresionante. Todas las mujeres lo miraron con deseo y se acercaron a rodearlo.
–Las mujeres siempre actúan así con el jefe. Ya te acostumbrarás –le susurró Lara al oído en tono empalagoso y comprensivo al mismo tiempo.
–No me molesta –respondió ella, levantando la barbilla y poniendo la espalda muy recta.
Mikhail era un hombre muy guapo y sexy, un hombre como no había conocido a otro, sí, pero podía soportarlo. Y podía soportarlo porque el aspecto y el sex-appeal eran solo algo superficial. No tenía ninguna intención de tener una relación con un hombre al que solo le interesaba su cuerpo.
Lara la miró con poca convicción y añadió:
–Muchas mujeres están dispuestas a aguantar mucho solo por permanecer en la vida del jefe.
–Yo estoy conforme –respondió Kat evasivamente, incómoda con la conversación.
Ignoraba si el personal de Mikhail sabía que solo la había contratado para hacer un trabajo y no quería ser indiscreta. Al fin y al cabo, lo que había en juego era su casa y, aunque el objetivo de Mikhail pareciese ser sexual, el de ella era solo recuperar su casa. E iba a conseguirlo, estaba segura, sin incluir el sexo en el acuerdo.
–Aquel es Lorne Arnold –murmuró Lara, que se había dado cuenta de que a Kat le incomodaba su curiosidad–. Yo le prestaría una atención especial. Parece aburrido.
Kat asintió e intentó recordar todo lo que había leído de él. Lorne Arnold. Con solo treinta y tres años, era un promotor inmobiliario de mucho éxito en Londres y en esos momentos estaba trabajando en un proyecto con Mikhail. Era un hombre atractivo, con el pelo rubio y largo, casi le llegaba a los hombros. Su acompañante, Mel, una prestigiosa analista financiera, no estaba por allí. Lo más probable era que hubiese ido a cambiarse de ropa. Kat fue hacia él y, de camino, le hizo un gesto a un camarero para que la siguiese con su bandeja.
Mikhail barrió la habitación con la mirada hasta que encontró lo que buscaba. Se puso rígido. Kat estaba riendo y sonriendo a Lorne Arnold. Vio con incredulidad que este le ponía a Kat una mano en el brazo para enseñarle uno de los cuadros que había en la pared y guiarla hacia él. ¿A qué estaba jugando Lorne? ¿Cómo se atrevía a flirtear con Kat? ¿Y por qué le seguía ella la corriente? Desde luego, con él no se comportaba así. Nunca se dignaba a reír ni a sonreír. Kat seguía tratándolo como una reina ante un plebeyo y eso lo enfadó. En la única ocasión en la que le complacía su respuesta era cuando la tenía entre sus brazos y era incapaz de reprimir la pasión.
–Ty v poryadka... ¿Estás bien? –le susurró Stas, que acababa de llegar a su lado.
Mikhail estaba furioso y prefirió no responder. Kat estaba charlando animadamente con Lorne y él la tenía agarrada por la cintura mientras contemplaban el cuadro. Mikhail se sintió tan ofendido que habría sido capaz de separarlos bruscamente y tirar a su socio por la borda. Kat era suya. «Es mía», gritaba su cuerpo. Y en esos momentos habría sido capaz de romperle los brazos a Lorne por haberse atrevido a tocarla. «Maldito arte», pensó amargamente mientras se abría paso entre sus invitados. Pensó que había sido el arte el que había hecho que Kat y Lorne conectasen, ya que él formaba parte del Consejo de Arte Británico y ella había estudiado Bellas Artes. Por su parte, él solo había comprado su extensa colección como inversión y jamás se habría atrevido a hablar de ninguna de las obras, ya que artísticamente no le interesaban. Y, por primera vez en su vida, no estaba de humor para admitir que era un inculto.
Kat notó que un brazo la agarraba con fuerza por la cintura y la aferraba a un cuerpo fuerte, caliente y masculino. Desconcertada, a pesar de saber inmediatamente de quién se trataba, intentó zafarse mientras Mikhail murmuraba su nombre y después se dirigía a Lorne Arnold. Ella se ruborizó y el otro hombre se puso tenso y adquirió un gesto de sorpresa al ver cómo la abrazaba Mikhail. Unos dedos largos y delgados le apartaron la melena de rizos rojizos del delicado hombro y unos labios calientes, masculinos, se posaron en su cuello, haciendo que sintiese una oleada de calor por todo el cuerpo. A pesar de que estaba muy enfadada, Kat no pudo evitar reclinarse sobre Mikhail para apoyarse en él y compensar la debilidad de sus piernas.
–Discúlpanos –dijo este al otro hombre mientras se llevaba a Kat agarrada de un brazo.
Stas les abrió la puerta y Kat vio que sus ojos brillaban de diversión a pesar de que su expresión parecía educada e impasible. Aquella mirada avivó su ira todavía más y aquel fue el único motivo por el que no protestó ante el comportamiento dominante de Mikhail. No quería tener una discusión con él delante de todas aquellas personas.
Mikhail la hizo entrar en una habitación que había al otro lado del pasillo y que era un despacho. Una vez allí, Kat se giró y le preguntó:
–¿Cómo te atreves a tratarme así en público?
A Mikhail le sorprendió que lo desafiase de aquella manera y su gesto se endureció todavía más.
–No deberías haber coqueteado con él ni haberle permitido que se tomase tantas libertades...
–¡No he coqueteado con él! –replicó Kat enfadada–. Solo estábamos charlando...
–Nyet... No, estabas coqueteando sin parar, parpadeando de manera exagerada, sonriendo... ¡Riendo! –la acusó en voz baja mientras la fulminaba con la mirada.
Kat se dio cuenta de que Mikhail estaba hablándole en serio. Apretó los labios.
–Estábamos en una habitación llena de gente...
–¡Lo he visto en su rostro, no se ha dado cuenta de quién eras hasta que no me he acercado a ti! –le respondió Mikhail–. No se habría atrevido a tocarte si hubiese sabido que estabas conmigo. Tenías que haber estado a mi lado...
Kat inclinó la cabeza, sus ojos brillaron ante semejante ofensa.
–¿Pegada a ti, como con pegamento, para que no necesitases marcar tu territorio como un lobo? Jamás en mi vida había sentido tanta vergüenza.
A Mikhail también le brilló la mirada al oír aquella acusación.
–¡No exageres! Solo te he dado un beso en el cuello. ¡No te he acariciado de manera íntima!
Kat, que todavía sentía calor en el punto en el que sus labios la habían tocado, se puso rígida al recordar la facilidad con la que Mikhail había terminado con su resistencia. Era evidente que aquel lugar de su cuello era una zona erógena que ella ni siquiera había sabido que poseía y que Mikhail era capaz de enseñarle aquello y muchas cosas más. No obstante, no le permitiría que volviese a hacer nada parecido.
–No estaba coqueteando –insistió en tono cortante.
Y vio que a Mikhail le brillaban los ojos y se le sonrojaban las mejillas, como ofendido por su manera de hablarle.
–¿Por