–¿Siempre es así con Mikhail? –le preguntó Kat a Lara.
–Tienes que entender que siempre ha estado muy solicitado, desde que era un crío. Gusta a las mujeres porque hay pocos hombres muy ricos, guapos y jóvenes a la vez. Todas quieren que se case con ellas, pero él no quiere casarse.
–No me sorprende –respondió Kat, levantándose para ir al cuarto de baño.
Mientras tanto, dos mujeres que iban vestidas de manera muy sexy hacían ante Mikhail y sus acompañantes una ridícula y sensual danza del vientre. Kat se puso de mal humor al verlas, se sintió mayor para tantas tonterías. Mikhail levantó la cabeza y ella notó que la miraba con los ojos brillantes. Le hizo un gesto para que se acercase, como si fuese una camarera, su perrito faldero o algo peor. Kat se puso tensa e ignoró la señal. Y su ataque de nostalgia la golpeó todavía con más fuerza. No quería estar en Chipre, en una discoteca llena de personas ricas y aburridas. Ni tampoco quería volver al yate de Mikhail. No pertenecía a aquel ambiente y echaba de menos a sus hermanas.
Se había convencido a sí misma de que recuperar su casa bien merecía el sacrificio y no había empezado a tener dudas hasta entonces. Mikhail le estaba amargando la vida. No recordaba haber sido nunca tan infeliz y tenía la autoestima por los suelos. Un rato antes, la había mirado de los pies a la cabeza y había fruncido el ceño, pero no había dicho nada. No obstante, era evidente que no le había gustado su aspecto y, a partir de ese momento, ella se había dado cuenta de que había sido un error ponerse aquel vestido rojo. Pero ¿por qué le importaba tanto la opinión de Mikhail? Dejar de sentirse humillada estaba solo en sus manos y había llegado el momento de actuar. Agarró su bolso con fuerza. Tenía el pasaporte dentro. Stas estaba apostado a la salida y se acercó a él con la cabeza alta y los ojos encendidos, con una renovada energía.
–¿Puedes pedirme un taxi para ir al aeropuerto? –le preguntó, sabiendo que no podría salir del local sin más.
Stas se quedó inmóvil un instante.
–Por supuesto –le contestó–. Dame cinco minutos para que lo organice.
Después de tomar la decisión de volver a casa lo antes posible, Kat se sintió mucho más feliz, como si le hubiesen quitado un gran peso de encima. Iría a casa, encontraría un trabajo y otro lugar donde vivir, se dijo mientras se refrescaba en el cuarto de baño. No necesitaba que Mikhail hiciese nada por ella, no necesitaba que le diese una casa que ella había perdido por culpa de sus propios errores y que no había hecho nada por conservar.
Cuando salió del baño, Stas la estaba esperando para acompañarla a través de las puertas de salida, pero después la sorprendió abriendo otra puerta que había en el pasillo. Kat dudó.
–¿Adónde me llevas? –le preguntó con el ceño fruncido.
Mikhail estaba esperándola, parecía furioso.
–No me vas a dejar.
Kat lo fulminó con la mirada.
–¡Claro que sí! –le dijo ella.
–Antes lo hablaremos, milaya moya –respondió Mikhail, bloqueándole el paso con su cuerpo alto y delgado.
Kat pensó que, al fin y al cabo, le debía una explicación. Probablemente había sido poco realista pensar que podría marcharse sin más, porque Mikhail Kusnirovich jamás aceptaría un gesto tan descortés, pero no era su dueño y ella no había renunciado a su vida ni nada por el estilo cuando había firmado aquel maldito contrato con él.
–No soy tu prisionera –le dijo, levantando la barbilla–. Puedo marcharme cuando quiera...
–¿Y adónde planeas ir a estas horas en un país extranjero? –le preguntó él con dureza.
–Puedo esperar en el aeropuerto a que haya un vuelo. Tengo entendido que los vuelos a Londres son bastante frecuentes –comentó ella, tragando saliva con tanta fuerza que le dolieron los músculos de la garganta.
En realidad, no tenía suficiente dinero en su cuenta bancaria para pagar un vuelo a casa, pero había pensado llamar a Saffy y pedirle que se lo comprase ella.
Mikhail contó hasta diez en silencio, pero no funcionó, no consiguió aplacar su agresividad. Que Kat estuviese dispuesta a marcharse sin más le había sentado como un tiro y no podía creérselo. Ninguna mujer lo había abandonado nunca, pero no le extrañó que aquella fuese la primera en intentarlo. Allí estaba, decidida, con los bonitos ojos verdes mirándolo de manera desafiante y enfadada y la barbilla alzada de manera combativa, retándolo a llevarle la contraria. Kat era una persona muy inestable. Tal vez debía haberle prestado más atención en los últimos días, en vez de dejarla a un lado como un proyecto difícil, tal vez debía haber hablado con ella antes, pensó furioso... Pero ¿hablar con ella de qué exactamente? Había tenido muy pocas conversaciones serias con mujeres fuera del trabajo. No le gustaba hablar. No era capaz de empatizar con los demás y nunca salía con ninguna mujer en serio... Lo que significaba que no había mucho de lo que hablar.
–No quiero que te marches –le dijo en voz baja.
–Seamos sinceros... si Stas no te hubiese avisado, no te habrías dado cuenta de mi ausencia –comentó Kat en tono seco–. Esta noche estás rodeado de mujeres...
–Pero no quiero a ninguna –le aseguró Mikhail sin dudarlo–. Te quiero a ti.
A Kat le divirtió que admitiese aquello.
–Pues te estás equivocando en la manera de conseguirme.
–Contigo no hay manera de hacer nada bien. Si ni siquiera tú sabes lo que quieres, ¿cómo voy a dártelo yo? –le dijo él con impaciencia.
–Sé muy bien lo que quiero: quiero volver a casa –anunció ella, echando la cabeza hacia atrás.
–Típico de una mujer –rugió Mikhail–. Encendéis la mecha y luego salís corriendo.
Aquello indignó a Kat.
–¡Yo no salgo corriendo!
–Por supuesto que sí –le aseguró él–. Me deseas lo mismo que yo a ti, pero es evidente que no eres capaz de enfrentarte a algo tan sencillo.
–¡No es tan sencillo! –replicó Kat furiosa, sobre todo, porque Mikhail parecía muy seguro de sí mismo y ella estaba cada vez más confundida.
–Lo es. No eres capaz de manejar tus propias inhibiciones sexuales. Eres como una niña en todo lo relativo al sexo. Das un paso al frente y dos hacia detrás. Si no supiera que no hay ninguna malicia en tu comportamiento, diría que estás jugando...
–¿Cómo te atreves? –inquirió ella, enfadada con sus críticas–. ¡Te advertí que no me acostaría contigo!
–Mientras sigues respondiendo a mis miradas y caricias –le recordó Mikhail con tenacidad–. Te aterra tener una relación sexual normal con un hombre... ¡Ese es el único motivo por el que sigues siendo virgen!
–¡No es verdad! –negó ella con vehemencia.
Le ardían las mejillas y le salía fuego por los ojos. ¿Cómo se atrevía Mikhail a decir aquello si no sabía nada sobre ella?
–¡Me niego a que los hombres me utilicen como utilizaban a mi madre! –añadió.
–¿A... tu madre? –repitió él, frunciendo el ceño–. ¿Qué tiene eso que ver?
Kat parpadeó rápidamente, casi tan sorprendida como él de haberle dicho aquello. Su distanciamiento con los hombres estaba basado en un miedo que se remontaba a su inestable niñez, cuando Odette se había quejado de manera constante de que en cuanto un hombre se acostaba con ella, perdía el interés y la dejaba.
–No quiero que me utilicen solo por mi cuerpo. Solo te interesa el sexo –protestó.
Mikhail se dio cuenta de que se había metido en una de esas discusiones de pareja que siempre había evitado como la peste. Era