El primer plato consistió en caviar servido sobre tostadas untadas con mantequilla. A Kat nunca le había gustado el pescado, de hecho, le daban náuseas solo de olerlo. Mikhail no se dio cuenta de lo poco que comía y lo mismo ocurrió con la sopa de pescado que llegó después. Entonces, Stas se acercó con una bolsa y se la dio a Kat.
–Ya puedes quitarte el maquillaje –le informó Mikhail con satisfacción.
Ella miró en la bolsa y vio que dentro había un paquete de toallitas húmedas.
Como no podía hacerlo en público, Kat fue al cuarto de baño, donde se deshizo de las pestañas postizas y se limpió la sombra de ojos. Los párpados se le quedaron algo enrojecidos, pero pensó que a Mikhail le daría igual, ya que su principal objetivo en la vida parecía ser que todos los que lo rodeaban hiciesen lo que él les dijese. No parecía respetar ni fijarse en los límites que otras personas respetaban. Después de tan solo un par de horas con él, Kat empezó a darse cuenta de que iba a ser todo un reto tratar con semejante fuerza de la naturaleza. Sacó del bolso su maquillaje y se puso un poco de base y un brillo de labios.
–Mucho mejor –le dijo Mikhail con aprobación cuando reapareció–. Por fin vuelvo a verte.
Se parecía más a como la recordaba.
Por suerte, en ese momento llegó un enorme y suculento filete para Kat, que por fin pudo satisfacer su apetito. El postre estaba hecho con queso y cubierto de miel. Después de aquella amplia introducción a la cocina nacional rusa, beberse el vodka especial que Mikhail ponía por las nubes y tomarse un café le pareció casi aburrido.
Entonces, Mikhail le preguntó si quería ir a un pub y ella se sintió como una aguafiestas al contestarle que había sido un día muy largo y estaba cansada.
Salieron del restaurante y, en la calle mal iluminada, una oscura sombra se abalanzó sobre ella de repente, haciéndola gritar de miedo. Con la misma brusquedad, Mikhail se interpuso entre ella y el presunto asaltante y dijo algo que sonó a blasfemia. En el posterior altercado, Kat tuvo la sensación de que salían hombres de todas partes y, sin saber cómo, terminó en la puerta del restaurante, sin aliento y asustada, con el corazón acelerado mientras veía como Mikhail ponía al hombre contra la pared de manera amenazadora. Stas, su jefe de seguridad, también había intervenido y parecía estar discutiendo con Mikhail. Este parecía muy enfadado y zarandeaba al otro hombre, que parecía aterrado, como si fuese un pelele. Lo soltó con desprecio y se volvió a buscar a Kat.
–¿Estás bien? –le preguntó.
–Me ha asustado... Eso es todo –balbució ella.
–Me ha parecido ver que llevaba una navaja –le contó Mikhail, conduciéndola hasta la limusina, donde la puerta ya los esperaba abierta–, pero era solo una cámara de fotos. ¡No era más que un estúpido fotógrafo!
Todavía temblando por el susto, Kat se subió al coche y se maravilló de cómo había cambiado la actitud de Mikhail Kusnirovich en el transcurso de un minuto. Tal vez no le había preguntado qué quería para cenar, pero la había defendido sin dudarlo, poniéndose delante de ella al pensar que el hombre que se había acercado llevaba una navaja. Aquello le impresionó.
–¿No se habría ocupado de él tu equipo de seguridad? –le preguntó.
–Su principal tarea es protegerme a mí, no a aquellos con los que estoy. Mi deber era protegerte a ti, milaya moya –le explicó él muy serio, con el ceño fruncido.
–Pues muchas gracias –le dijo Kat, concentrándose en respirar profundamente para controlar su pulso.
–No has corrido ningún peligro. Era solo una cámara –le recordó Mikhail, quitándole importancia.
Pero él la había protegido al pensar que estaba en peligro, se dijo Kat, arrepentida de haberlo tachado demasiado pronto de egoísta y arrogante. Lo ocurrido implicaba que el millonario ruso tenía muchas más cosas por descubrir.
Cuando Mikhail entró con ella en el ascensor del hotel, Kat volvió a ponerse muy nerviosa. Se preguntó por qué la acompañaba hasta la habitación. Mikhail la miró desde un rincón con los ojos brillantes y a ella le temblaron las piernas e intentó decir algo que rompiese la tensión del ambiente.
–¿Qué signo del zodiaco eres?
Mikhail la miró sin comprender y ella se dio cuenta, avergonzada, de que no iba a conseguir charlar de los horóscopos con él.
–Yo soy Leo... ¿Cuándo naciste tú? –añadió, con la esperanza de que no pensase que estaba loca.
–¿Hace treinta años? –dijo él, sin entender la pregunta de Kat.
Kat se quedó horrorizada al oír aquello.
–¿Me estás diciendo que solo tienes treinta años?
Exasperado, Mikhail, que había estado pensando que no pasaría nada si la besaba porque, al fin y al cabo, tenía que acostumbrarse a que la tocase, arqueó las cejas.
–Ya ne poni’ mayu... No te entiendo. ¿Cuál es el problema? ¿De qué me estás hablando?
Kat salió del ascensor con la espalda muy recta y las mejillas coloradas, metió la tarjeta en el lector de la puerta de su habitación y pasó al recibidor para dar las luces.
Mikhail la siguió con el ceño fruncido.
–¿Kat? –insistió con impaciencia.
Ella se giró y lo fulminó con sus ojos verdes.
–Eres más joven que yo... ¡Varios años más joven! –le espetó enfadada–. No puedo creer que no me haya dado cuenta antes. ¡Ni siquiera se me había pasado por la cabeza!
Impasible ante aquel conflicto de emociones, Mikhail la miró fijamente.
–Da... Eres varios años mayor que yo. ¿Y cuál es el problema?
Indignada, ella le respondió en tono acusador:
–Para mí es un grave problema.
Mikhail pensó que las mujeres eran muy raras, y que aquella era todavía más rara que la mayoría. Había nacido cinco años antes que él. Para él la diferencia de edad tenía tan poca importancia que ni merecía la pena comentarla, pero a juzgar por el gesto de aversión de Kat, ella no estaba de acuerdo. Se enfadó al darse cuenta de que Kat iba a utilizar también aquello para mantenerlo lejos, ninguna otra mujer se le había resistido nunca tanto.
–Para mí no es ningún problema –le dijo en tono brusco.
Mientras tanto, intentó entender por qué seguía deseándola tanto. De hecho, cuanto más intentaba ella alejarse, más deseaba él tenerla cerca.
«Una mujer con un hombre más joven», estaba pensando Kat, sintiéndose humillada. Aquella combinación siempre había resultado extraña, censurable. Mientras que cuando la mujer era más joven que el hombre a nadie le parecía mal. Para Kat, el hecho de saber que Mikhail tenía cinco años menos que ella era la prueba de que no debían estar juntos.
–Que seas más joven que yo está mal, es desagradable... inapropiado –continuó ella, nerviosa–. A las mujeres mayores que salen con hombres más jóvenes las critican hasta en los periódicos y, además, yo nunca he querido un gigoló...
Un tenso silencio los envolvió.
–¿Un gigoló? ¿Me estás llamando gigoló? –repitió Mikhail con incredulidad.
No era posible que Kat se hubiese atrevido a utilizar un término tan despectivo con él. Notó que le subía el color a las mejillas. Era una de las pocas veces en la vida en que se había quedado casi sin habla de la sorpresa y de un estallido de ira que siempre solía controlar.
–Retíralo –añadió–. ¡Es un insulto que ningún hombre debería tolerar!
Sus miradas se encontraron.