–Estoy segura de ello.
Cisco supo que lo había dicho en serio. Easton quería saber por qué la había llevado al rancho, pero no podía responder a esa pregunta.
En ese momento, notó que su visión se empañaba y se dio cuenta de que estaba al borde del desmayo. Necesitaba tumbarse.
–Gracias, Easton; te debo una.
Ella se giró hacia la niña y le sonrió.
–Solo dormiré una hora –insistió él–. Siento haberte metido en este lío…
–Ve a dormir, Cisco. Yo me ocupo de todo.
Él asintió. Su Easton siempre había sido capaz de ocuparse de todo.
Subió al dormitorio con grandes dificultades; se encontraba tan débil que, cuando llegó al final de la escalera, estaba cubierto de sudor.
Pensó en darse una ducha rápida para quitarse la suciedad del viaje y no manchar las sábanas limpias, pero no tenía fuerzas y se tumbó sobre la colcha.
Solo una hora. No necesitaba nada más.
Una hora en una habitación que olía al paraíso, a Easton. Porque, en lo tocante a él, Easton y el paraíso eran lo mismo.
–Iré cuando pueda, Burt. Lo siento; no esperaba que surgieran complicaciones.
Easton estuvo a punto de suspirar tras la sucinta respuesta de Burt McMasters, que siempre había sido un capataz trabajador y entregado plenamente a sus ocupaciones. Ella lo adoraba y le estaba muy agradecida; era consciente de que, sin su ayuda, habría tenido que vender el rancho cuando a Jo le diagnosticaron el cáncer.
Pero Burt tenía un defecto; tendía a ser impaciente y malhumorado cuando le rompían los planes.
–Sí, ya lo sé, es una lata, pero no puedo hacer nada. Empieza a vacunar a las reses; yo iré en cuanto me sea posible. Seguro que Luis y tú os las podéis arreglar hasta que llegue.
–Sí, supongo que sí.
Burt suspiró y añadió con su voz grave:
–Ten mucho cuidado. No me agrada que Cisco esté de vuelta en el rancho. Sé que Jo y Guff lo querían tanto como a los demás, pero desde mi punto de vista, ese chico siempre ha sido una fuente de problemas.
Easton se resistió al impulso de defender a Cisco. No podía negar que había sido un adolescente rebelde e imaginativo y que, en consecuencia, los había arrastrado a todos a un sinfín de complicaciones. Además, Burt tenía motivos para estar enfadado con él; no había olvidado la broma que le había gastado años atrás.
Una noche, consiguió convencerlo de que un oso negro estaba merodeando por el campamento donde se encontraban. A la mañana siguiente, mientras Burt hacía sus necesidades en mitad del bosque, Cisco se escondió detrás de unos arbustos e imitó el rugido de un oso. Burt se asustó tanto que salió corriendo sin subirse siquiera los pantalones.
Normalmente, Easton le habría dado la razón; en efecto, Cisco era una fuente de problemas. Pero se equivocaba en una cosa: ya no era ningún «chico».
–Venga, Burt, sabes que Cisco no me haría daño –mintió–. Lo sabes perfectamente. Es de la familia.
Al otro lado de la línea telefónica, Burt soltó un taco.
–De todas formas, me disgusta –insistió–. ¿Es que no sabe que tenemos mucho que hacer? Lleva tanto tiempo viajando por el mundo que quizás no se acuerde de lo problemática que es esta época del año en un rancho de ganado.
–Seguro que se acuerda, Burt. Vivió aquí mucho tiempo –le recordó–. Pero necesitaba descansar unos días y el rancho era su mejor opción… además, no olvides que es propietario de parte de las acciones.
–Como si pudiera olvidarlo –murmuró.
–En fin, tengo que dejarte. Como ya te he dicho, iré en cuanto pueda.
–De acuerdo. Pero ten cuidado –repitió Burt.
Cuando cortó la comunicación, Easton miró a la niña y se dio cuenta de que tenía hambre.
–No te preocupes, cariño. Te prepararé el biberón y luego iré a ver cómo se encuentra ese granuja del que hablaba Burt.
Entró en la cocina y preparó la leche; por fortuna, tenía mucha práctica como tía honoraria de Joey y de Abby y sabía lo que tenía que hacer. Tras comprobar la temperatura, llenó el biberón y se lo dio a la pequeña, que empezó a succionar.
Entonces, miró el reloj de la pared.
Habían pasado tres horas.
Cisco le había prometido que solo necesitaba dormir una, pero, como en tantas otras ocasiones, había mentido.
Al cabo de un rato, cuando la niña ya se había quedado dormida, la tomó en brazos, la llevó al piso superior y la tumbó en la cuna. Mientras la tapaba con la manta, se preguntó qué le habría pasado a su madre. Cisco había comentado que había muerto, pero sin añadir nada más. También había dicho que no era hija suya, pero Isabela tenía unas pestañas tan largas y un pelo tan negro como el de él.
Tras mirarla durante unos segundos, encendió el intercomunicador que Quinn había instalado para que Tess y él pudieran oír a su pequeño cuando se despertaba. Después, salió de la habitación, cerró la puerta y avanzó por el pasillo hasta llegar al dormitorio de Cisco.
De repente, sintió un cosquilleo en el estómago. Supo que se debía a la perspectiva de verlo otra vez y se maldijo para sus adentros, pero tomó aire y llamó a la puerta.
Cisco no respondió.
Easton volvió a probar, con más fuerza que antes. Y con idéntico resultado.
Automáticamente, frunció el ceño. A Cisco no se le pegaban las sábanas; siempre parecía a punto de hacer algo divertido y apasionante. Jo solía sacudir la cabeza y decir que dormía poco porque tenía miedo de perderse algo interesante.
Además, Easton lo conocía lo suficiente como para saber que su cansancio tampoco era una excusa. Lo había visto mil veces al final de una dura jornada de trabajo, cuando montaban un campamento y se metían en sus sacos de dormir. Incluso entonces, permanecía alerta y se despertaba al menor sonido, aunque solo fuera el viento que azotaba la tienda de campaña.
Giró el pomo de la puerta, incómoda. Cabía la posibilidad de que se hubiera marchado. No habría sido la primera vez que huyera de sus obligaciones por el procedimiento de abrir la ventana y descolgarse por el arce que se alzaba a ese lado de la casa.
Sin embargo, le pareció improbable. Cisco podía ser muchas cosas, pero no carecía de sentido de la responsabilidad. No era capaz de abandonar a la niña.
–¿Cisco? ¿Estás bien?
En ese momento creyó oír un gemido y se preocupó. Podía ser una simple pesadilla, pero debía comprobarlo; a fin de cuentas, había llegado al rancho en un estado deplorable.
Entró en el dormitorio con cautela. Cisco no había huido; estaba tumbado en la cama, encima de la colcha, parcialmente desnudo de cintura para arriba. Parcialmente, porque alrededor de su estómago había una venda blanca con una mancha de sangre en el lado izquierdo.
Se acercó y notó que estaba cubierto de sudor. Supo que tenía fiebre incluso antes de tomarle la temperatura.
–Oh, Cisco… ¿qué te ha pasado ahora?
–No te lo puedo decir –murmuró él entre sueños–. No preguntes…
Easton le tocó el hombro. Le parecía increíble que hubiera conducido toda la noche, en esas condiciones, desde el aeropuerto de Salt Lake.
–Despierta, Cisco. Estás enfermo. Tenemos que llevarte al médico.
Cisco