–El rancho Winder es su hogar. Jo y Guff le dejaron parte de las acciones, al igual que hicieron con Quinn, Brant y yo misma.
En realidad, no eran propietarios con los mismos derechos. Easton tenía el cincuenta y uno por ciento de las acciones y Quinn, Brant y Cisco se repartían el cuarenta y nueve restante. Era lo más razonable; al fin y al cabo, ella se encargaba de todos los asuntos del rancho desde la muerte de Jo.
–Sobórnalo para que se marche. Seguro que necesita dinero.
Ella ya había considerado esa opción. Podía hacerle una oferta y adquirir su parte de las acciones, pero tenía un buen motivo para desestimarla; si se las compraba, cabía la posibilidad de que no se volvieran a ver.
Nerviosa, decidió cambiar de conversación.
–Siento no poder verte el viernes. Te prometo que te llamaré en cuanto las cosas se tranquilicen –declaró.
Por la expresión de Trace, Easton supo que se había quedado con ganas de decir algo más; pero, afortunadamente para ella, se mordió la lengua.
Un segundo después, la besó. No era la primera vez que la besaba, pero nunca lo había hecho con tanta pasión; era como si quisiera demostrarle que pertenecía a él.
Easton intentó dejarse llevar, pero no pudo. El regreso de Cisco lo había cambiado todo.
Rompió el contacto y dio un paso atrás, perfectamente consciente de que el amor de su vida los estaba mirando desde el interior del coche.
–Será mejor que me marche.
–Está bien, pero llámame cuando puedas –dijo Trace con una sonrisa encantadora–. Estoy deseando volver a verte. De hecho, llámame en cualquier momento si me necesitas… estaré en tu rancho en un abrir y cerrar de ojos.
Easton asintió.
–Gracias, Trace.
El policía se marchó y ella sentó a la niña en la sillita que había instalado en el asiento trasero. Después, se sentó al volante y arrancó.
Ya habían salido del pueblo cuando Cisco rompió el silencio.
–¿Estás saliendo con Bowman?
Ella apretó las manos en el volante.
–Hemos salido unas cuantas veces, sí, pero no sé hasta dónde llegaremos –respondió, escueta–. Es un buen hombre. Me gusta.
–Y se nota que tú le gustas a él. Te ha besado como un perro marcando el territorio.
–Una metáfora encantadora –ironizó ella–. Pero exageras.
–¿Tú crees?
–Yo no soy el territorio de nadie.
Easton se dijo que ella solo se pertenecía a sí misma.
Con la salvedad del trocito de su corazón que pertenecía a Francisco del Norte.
Capítulo 4
CISCO pensó que aquello era el paraíso.
Viajaba a lomos de su caballo preferido, Russ, cabalgando por un camino precioso desde el que se veían las montañas.
El cielo estaba despejado y olía a pino y a flores silvestres. Como Easton.
Ella cabalgaba a poca distancia, montando a Lucky Star. Cuando se giró para mirarla, le dedicó una sonrisa. Su cabello rubio flotaba en la brisa. Parecía más joven que antes e inmensamente feliz. De hecho, Cisco no la había visto tan feliz en mucho tiempo.
El día era tan perfecto que deseó que no terminara.
Pero todo tenía su final. De repente, el sol se ocultó tras un frente de nubes que anunciaban tormenta y el camino se volvió oscuro y peligroso. Easton bajó el ritmo y la distancia que los separaba aumentó.
Cisco siguió adelante de todas formas. Tenían que encontrar un lugar donde guarecerse de la lluvia, que había empezado a caer.
Por desgracia, el terreno resultaba muy poco recomendable en esas condiciones. El agua lo embarró enseguida y lo volvió más traicionero que de costumbre, porque estaba lleno de piedras sueltas.
En ese momento, se dio cuenta de que el caballo de Easton se estaba saliendo del camino e intentó avisarla, pero el viento soplaba en dirección contraria y ella no lo oyó.
–¡Para, Easton! ¡Vuelve atrás!
Easton se limitó a sonreír, ajena a su advertencia.
Un segundo más tarde, Lucky Star pisó mal y cayó con Easton por el precipicio.
–¡Easton!
Cisco despertó inmediatamente de la pesadilla y llevó la mano a la pistola que guardaba bajo el almohadón. Miró a su alrededor, confundido.
Solo había sido un sueño. Estaba en su antiguo dormitorio del rancho Winder.
Miró las cortinas que Jo le había hecho y devolvió la pistola a su sitio mientras se intentaba tranquilizar.
Solo había sido un sueño. Easton se encontraba bien. No lo había seguido al corazón de sus pesadillas. Por lo menos, en esa ocasión.
Ya se había calmado cuando oyó una especie de gemido. Tardó unos instantes en darse cuenta de que procedía del intercomunicador.
Era la niña, que estaba llorando.
Se levantó a toda prisa, a pesar del dolor de su costado, y se dirigió al dormitorio contiguo.
La habitación de Easton estaba a oscuras, y esperaba que siguiera así. Isabela era responsabilidad suya. Ya la había molestado bastante.
Sin embargo, se sentía decepcionado porque no la había visto desde el día anterior, desde que fueron a la consulta de Jake Dalton. Cuando volvieron al rancho, estaba tan agotado que solo tuvo fuerzas para subir por la escalera y echarse a dormir. Además, el efecto de la fiebre y de los antibióticos era tan fuerte que había dormido toda la noche, toda la mañana y parte de la tarde de un tirón.
Pensó en Easton y se preguntó si tendría sueños tan tormentosos como los suyos. Sin embargo, sabía que él no le convenía, que siempre le complicaba la existencia. Era mejor que mantuviera las distancias.
Entró en el dormitorio de la pequeña y se acercó a la cuna. No se había despertado; estaba gimiendo en sueños.
La tumbó de lado, le puso una mano en la espalda y le empezó a tararear una nana, cuyo origen ni siquiera recordó. Tal vez se la hubiera cantado su madre, aunque había fallecido cuando él era un niño de tres años y no tenía muchos recuerdos de ella.
Sus padres habían sido braceros que viajaban por todo el país, de cosecha en cosecha. Recogían lechugas, fresas, arándanos, manzanas, cualquier cosa que la tarjeta de residencia temporal les permitiera. Él había nacido en Texas, y siempre viajaba con ellos. Según su padre, había sido un buen chico que se quedaba junto a su madre cuando trabajaban en los campos; pero una vez, según le contó, se lanzó a la aventura y se perdió en California.
Cuando Mariana notó que había desaparecido, corrió en su busca. Lo encontró a punto de zambullirse en un canal de riego que iba muy crecido por las lluvias. Mariana no sabía nadar, pero se arrojó tras él y consiguió sacarlo del agua.
Desgraciadamente, fue lo último que hizo. Cuando los hombres llegaron, era demasiado tarde. Se ahogó sin remedio.
Cisco se frotó los ojos. Recordaba pocas cosas de aquel día. Recordaba la temperatura helada del agua y su temor y su confusión cuando vio que su madre no salía del canal.
Su padre nunca lo culpó por ello; pero, cuando Cisco creció, se sintió culpable de todas formas.
Desde entonces, había imaginado muchas veces que se lanzaba tras ella y que le salvaba la