11 Leeson, 2017, pp. 113-114.
12 Ibíd., p. 112.
13 La descripción completa se repite, aunque solo sea para recordar al lector moderno que los relatos de violencia aparentemente gratuita tienen una larga historia: “Después de azotar al muchacho, lo encurtió en salmuera, lo ató al mástil principal durante nueve días con sus noches, con los brazos y las piernas extendidos todo el tiempo; no contento con esto, lo desató y lo colocó en la pasarela, donde lo pisoteó, y habría obligado a los hombres hacer lo mismo, pero se negaron; exasperado por creer que quizá pudieran estar teniendo lástima del muchacho, lo volvió a patear mientras yacía incapaz de levantarse y le pisoteó el pecho tan violentamente que al muchacho se le salió el excremento involuntariamente, el cual tomó y obligó a este a tragar con sus propias manos varias veces. Esa pobre y desgraciada criatura estuvo dieciocho días agonizando, dándosele de forma cruel el alimento suficiente para mantenerlo vivo y torturado todo ese tiempo, siendo severamente azotado todos los días y, especialmente, el día en que murió. Cuando estaba agonizando, al borde de la muerte y sin palabras, su implacable amo le dio dieciocho azotes; cuando estaba a punto de expirar, se llevó el dedo a la boca, lo que se tomó como una señal de que deseaba beber algo. Cuando el muy salvaje, para llevar su inhumanidad hasta el último momento, entró al camarote tomó un vaso en el que orinó y luego se lo dio como si fuera un refresco; llegó a descender por su garganta un poco de líquido y, apartando el vaso de él, al instante dio un último suspiro. Y Dios, en su misericordia, puso fin a sus sufrimientos y diríase que molestaba al capitán que no hubiesen continuado por más tiempo” (Turley, 1999, pp. 10-11).
14 Leeson, 2017, pp. 111-112.
iii
El auge de los mogoles
paso de bolán
663 d. c.
Los montes Brahui recorren la parte central del actual Pakistán y sus cumbres suelen rondar los tres mil quinientos metros. No tienen el glamour de la cordillera vecina por el norte, el Himalaya. Sin embargo, los valles y cárcavas excavadas en la roca que recorren a lo largo de casi noventa kilómetros esas montañas fueron durante muchos siglos la única conexión entre el mundo árabe y los asentamientos agrícolas del valle del Indo y el vasto subcontinente indio. Hoy día es posible cruzar el paso de Bolán –así llamado por la corriente de montaña que lo abrió a lo largo de miles de años de procesos erosivos– en coche y en tren, pero no siempre ha sido tan accesible. Un oficial del ejército británico describía de la siguiente manera el paso en una carta a la Royal Geographical Society en 1841: “Si llueve en la cabecera del río, este baja a veces con un volumen de agua tremendo y sin previo aviso, arramblando con todo lo que encuentra a su paso, como testimonió un amigo mío, quien tuvo la oportunidad de ver arrastrada toda una partida expedicionaria, con todos sus caballos, camellos e impedimenta. […] El río se llevó por delante en aquella ocasión a treinta y siete hombres”.15
El año 663 d. C., transcurridos solo treinta y un años de la muerte del profeta Mahoma, una fuerza militar musulmana atravesó el paso de Bolán y descendió por las estribaciones orientales de los montes Brahui hasta el valle del río Indo (entre sus filas habría unos cuantos discípulos del propio Mahoma). Esa incursión marca el primer contacto entre la fe musulmana y las culturas hindúes. En aquel momento, aquella expedición se antojaba continuación natural de las tres décadas de vivaz expansión que siguieron a la muerte de Mahoma. El nacimiento del islam se data convencionalmente en el 622 d. C., coincidiendo con la Hégira, el éxodo del profeta desde La Meca. Para el 650 d. C., las fuerzas musulmanas habían sepultado los últimos vestigios del Imperio romano, extendiéndose por los actuales Siria, Egipto, Irak, Irán, partes de África del Norte y la mayor parte de Afganistán. Parecía inevitable que el islam continuara su expansión hasta la India: los comerciantes musulmanes ya habían empezado a mercadear en los puertos de la costa occidental india y sus barcos cargueros seguían ya entonces las mismas rutas marítimas a través del mar de Arabia que tomaría mil años más tarde el barco de Henry Every.
Sin embargo, los guerreros que cruzaron el paso de Bolán en el 664 no demostraron su valía como conquistadores y fueron rápidamente repelidos por un brahmán llamado Chach, que gobernaba la provincia de Sind. No obstante, medio siglo más tarde, Mohamed ben Qasim regresó y logró conquistar la provincia y todo el valle del Indo. Durante los siglos siguientes aquellas tierras pasaron de manos musulmanas a manos indias, aunque los invasores nunca lograron controlar gran parte del Indostán, salvo estas regiones noroccidentales. Los intrusos eran considerados mlechas, término peyorativo que denotaba inferioridad, pero en ningún caso una amenaza real. En parte sus conquistas se vieron frenadas por la barrera natural que formaba el desierto de Thar, que hoy marca la frontera entre Pakistán y la India. El comercio ayudó, en cambio, a crear una red estable de interdependencia entre ambas culturas. En el seno del islam apareció la primera red comercial integrada y realmente global: alcanzaba desde el África occidental hasta Indonesia. En esa vasta red, pocas rutas comerciales eran tan lucrativas como la que seguían los barcos que llevaban caballos árabes a la India y regresaban cargados de algodón y especias.
Este comercio global enriqueció tanto a la India que el islam no supo contener sus ambiciones imperiales. Entre el año 1 y el 1500 d. C., ninguna región del mundo –ni siquiera China– tuvo una cuota mayor del PIB mundial.16 Las copiosas reservas de perlas, diamantes, marfil, ébano y especias garantizaron superávits comerciales durante todo el siguiente milenio. En cualquier caso, no había otro producto que encendiera la imaginación del resto del mundo –vaciando además sus bolsas de dinero– como los tejidos de algodón teñido, que desempeñarían un papel crucial en la historia de la India. El vínculo entre el algodón y el subcontinente indio es muy antiguo. En excavaciones arqueológicas a lo largo del valle del Indo se descubrió una jarra de plata a la que se habían fijado hebras de algodón tejido y teñido; se cree que este tejido data del 2300 a. C., lo que lo convertiría en uno de los ejemplos más antiguos de fibras de algodón procesadas en todo el mundo. En el 400 a. C., Heródoto da cuenta de unos árboles silvestres de la India “que producen una especie de lana mejor que la lana de oveja en belleza y calidad que los indios utilizan para tejer sus atuendos”.17 Desde el principio, el algodón ha sido una inspiración para la innovación tecnológica. En las pinturas rupestres de las legendarias cuevas de Ajanta, fechadas aproximadamente en ese mismo periodo, aparecen personas trabajando con un almarrá, un artilugio para separar la fibra del algodón o borra de las semillas de la planta, antecesor primitivo del que Eli Whitney diseñaría en el siglo xviii.
Sin embargo, el invento que más profundamente transformaría el subcontinente indio –y, por ende, su relación económica con el resto del mundo– no tuvo que ver con la separación de la fibra y las semillas en el algodón; en efecto, todas las sociedades que domesticaron el algodón para su aprovechamiento textil terminaron desarrollando algún tipo de aparato similar al almarrá. Lo que hacía único al algodón indio no era la fibra en sí, sino su color.18 Que la fibra pudiera teñirse de los vívidos colores de la rubia, la alheña o la cúrcuma no dependía tanto de la invención de artilugios mecánicos como de una audaz experimentación química. La celulosa de la fibra de algodón, rica en ceras, repele de forma natural los tintes vegetales. (Solo del azul intenso del índigo –cuyo nombre deriva del valle del Indo, donde por primera vez se usó como tinte– se fija en el algodón sin necesidad de productos catalizadores adicionales). El proceso de transformación del algodón en un tejido que pueda teñirse con colores distintos al índigo se conoce como “animalización” de la fibra, supuestamente porque es necesario utilizar excrementos de animales de