Existen precedentes de terror estratégico, desde luego, empezando por la legendaria brutalidad de los Pueblos del Mar. Otra de las pioneras de esa sangrienta tradición fue una noble francesa, Juana de Belleville, también conocida como Jeanne de Clisson, nacida el primer año del siglo xiv. Mediada la guerra de los Cien Años entre Inglaterra y Francia, el segundo marido de Belleville, Olivier de Clisson, fue ejecutado por orden del rey francés Felipe IV acusado de traición. Su cabeza se ensartó en una pica y fue públicamente expuesta en Nantes, capital de la región de Bretaña, en cuyas inmediaciones se encontraban las tierras de De Clisson. Ultrajada por el proceder del rey, su viuda, Juana, vendió estas tierras, organizó una flotilla de tres barcos y planeó una venganza. Para añadir dramatismo al asunto, pintó los barcos de negro y tiñó las velas de rojo sangre. Según la leyenda, surcó durante trece años el canal de la Mancha, con sus dos hijos como grumetes, atacando cualquier barco francés y pasando a cuchillo a los súbditos de Felipe, asegurándose de dejar siempre un puñado de supervivientes que diesen noticia en tierra de la Leona de Bretaña.
“Los muertos no cuentan cuentos” es uno de los mantras piratas, a menudo invocado para justificar el asesinato de los enemigos. Para piratas como Belleville y sus descendientes, el proverbio tiene un sentido alternativo: los muertos no pueden amplificar la reputación del pirata carnicero y sediento de sangre si se les tira por la borda. Llegada la llamada edad de oro de la piratería, a saber, la generación de piratas que siguió a Henry Every, se había generalizado la práctica de ofrecer misericordia a unos pocos supervivientes para que pudieran regresar a casa a contar lo terrorífico que resultaba toparte con piratas en el mar. En la época anterior a la imprenta, la Leona de Bretaña no podía enviar su mensaje más que a través del boca a boca en los pasillos de los palacios, que quizá pudiera saltar, si acaso, a la correspondencia escrita entre particulares. No obstante, Every y sus sucesores contaban con un vibrante aparato mediático a través del cual sus atrocidades podían llegar muy lejos: los panfletos, gacetas, boletines y libros que modelaban ya en su época la opinión pública en Europa y en las colonias americanas. Muchas de las convenciones que asociamos a la prensa amarillista –redacción apresurada, historias reiteradamente inventadas de violencia sensacionalista– se idearon originalmente para sacar tajada de los hechos protagonizados a miles de millas por hombres como Henry Every y los piratas que lo emularon en el siglo xviii. Every se veía como descendiente de otros navegantes míticos como Odiseo, pero también auguró la llegada de una figura que trascendería la historia: el asesino que cautiva a una nación con sus grotescos crímenes, como Jack el Destripador o Charles Manson.
Solemos pensar que los panfletistas y los primeros periodistas de la Ilustración eran intelectuales refinados, que redactaban ingeniosos contenidos para publicaciones como Tatler en las mesas de un café de la Strand londinense. Sin embargo, en esos primeros años del medio impreso, el sensacionalismo estaba ya muy presente. Los propietarios de periódicos vendían ediciones especiales cuando había una ejecución pública en los que contaban los detalles más morbosos del delito. Casi dos siglos antes de que Jack el Destripador se convirtiese en el primer asesino en serie famoso, los panfletistas hacían ya dinero celebrando al criminal violento. Y no había ningún tipo de criminal que cautivase el imaginario popular como el pirata.
La noticia sobre asesinos en serie más sórdida de la Edad Moderna no tiene nada que envidiar a los espantosos inventarios de torturas piratas publicados durante este periodo. Se cuenta que un pirata francés llamado François l’Olonnais “abrió en canal a uno de los prisioneros con su alfanje, le arrancó el corazón, mordió una parte y la otra se la lanzó a la cara a otro prisionero”.11 El American Weekly Mercury, uno de los primeros periódicos de la colonia británica en América del Norte, cuenta una historia particularmente impactante sobre el pirata británico Edward Low: después de que un capitán mercante arrojase un saco de oro por la borda, Low “cortó al dicho capitán los labios y los asó delante de sus ojos y, a continuación, asesinó a toda la tripulación, compuesta por treinta y dos personas”. En una versión posterior de esta historia, digna de una novela de Hannibal Lecter, el delirante pirata obliga al capitán a comerse sus propios labios después de asarlos.12
Sin duda, muchos de estos relatos se dramatizaron para vender más. Sin embargo, las noticias de las atrocidades cometidas por los piratas se nutrían de los veredictos de los juicios. Estas publicaciones –a menudo impresas a los pocos días de dictarse sentencia– dieron inicio a una larga tradición por la cual los medios no hacían sino multiplicar el alcance de los casos legales más escandalosos. Uno de los más sorprendentes fue el de un tal capitán Jeane, de Brístol, acusado de torturar y asesinar a un mozo de a bordo que se atrevió a dar un sorbo a una botella de ron que guardaba en su camarote. El libro se publicó con el título Unparallel’d Cruelty [Crueldad sin parangón], el cual se queda corto dado el espantoso suplicio que sufrió el chaval: colgado del palo mayor durante nueve días, azotado y obligado a beber la orina del capitán.13
El sadismo no le salió a cuenta al capitán Jeane. Fue condenado a muerte y ahorcado de la forma acostumbrada: colgado del cuello durante dieciocho minutos antes de morir. En muchos casos, no obstante, la mitología de la brutalidad pirata no era únicamente símbolo de un estado mental trastornado. A los panfletistas de Londres o Boston les interesaba, económicamente hablando, la violencia de los bucaneros y también les convenía a los propios piratas, pues la fama de brutales y sedientos de sangre les facilitaba el trabajo. El capitán de un barco carguero que acabase de leer en una gaceta del puerto que a un compañero de oficio le habían obligado a comerse una parte de su propia anatomía por no entregar su barco se mostraría, desde luego, más solícito a la hora de hacer lo propio con el suyo a la vista de la bandera negra con las tibias cruzadas. La locura, en otras palabras, escondía una estrategia. En su estudio sobre los sorprendentemente ricos sistemas económicos que pusieron en marcha los piratas –de memorable título, El garfio invisible–, el historiador económico Peter Leeson describe ese ejercicio de la violencia extrema por parte de los piratas como una suerte de acto semiótico:
Para evitar que los cautivos tratasen de esconder sus botines […] los piratas necesitaban cultivar una reputación de crueles y bárbaros. No venía mal tampoco añadir cierto toque de locura. Los piratas institucionalizaron esta fama de fiereza y delirio, que cristalizó en una marca pirata a través del mismo medio que utilizaría, por ejemplo, Mercedes-Benz: el boca a boca y la publicidad. Los piratas no salían en los anuncios del papel cuché, pero sí sabían extender el rumor de su barbarie y su locura para reforzar y propagar su mala reputación. Es más, los piratas recibían la atención de los periódicos más populares del siglo xviii, que inadvertidamente contribuyeron a esa despiadada marca e imagen, lo cual, a su vez, tenía una influencia muy positiva en el beneficio económico del pirata.14
Aun separados por miles de millas de océano, los editores de Londres, Ámsterdam y Boston se vieron atrapados en un ciclo simbiótico con los propios piratas: los editores querían historias de piratas que les arrancaban el corazón a sus prisioneros vivos para vender más ejemplares y los piratas necesitaban que esas historias circularan lo máximo posible para seguir inspirando el miedo en sus potenciales presas. No es coincidencia que la edad de oro de la piratería coincida casi exactamente con la cultura impresa. Jeanne de Clisson quizá se hiciera un nombre en el siglo xiv atormentando a los marinos franceses en el canal de la Mancha, pero en general establecerse como pirata sin contar con el poder publicitario de los medios habría sido todo un desafío. Si uno quiere ganarse la vida como pirata, viene muy bien cierto apetito por la crueldad y el abuso físico. Pero resulta aún mejor ser famoso.
6 D’Amato y Salimbeti, 2015, pp. 1.095-1.097.
7 Edgerton y Wilson, 1936, placas 37-39, líneas 8-23.
8 Para una comparación matizada de los Pueblos del Mar y los piratas de la llamada edad de oro, véase Hitchcock y Maeir, 2014.
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