El Padre Bruno Lemarchand había nacido el 1.° de marzo de 1930 en St. Maixent (Deux-Sévres). Pasó los años de su infancia en Argelia, en donde su padre era militar. Antes de entrar al monasterio fue superior de un importante colegio privado. Ingresó en Bellefontaine el 1.° de marzo de 1981, siendo ya sacerdote desde el 2 de abril de 1956 (Diócesis de Poitiers). Llegado a Atlas en 1989, hizo la profesión solemne el 21 de marzo de 1990. Superior desde 1992 de la casa anexa de Atlas en Fez (Marruecos), el día del rapto estaba en Atlas; había venido para la elección del Prior de Atlas, prevista para el 31 de marzo de 1996. Hombre de gran ponderación y simplicidad. Se había preparado a la profesión monástica con estas palabras que revelan la disposición de su corazón:
Aquí estoy ante ti, Dios mío... Aquí estoy, rico en miseria y en pobreza, cobarde al máximo. Aquí estoy ante ti, que eres solo Amor y Misericordia.
El Padre Célestin Ringeard había nacido el 27 de julio de 1933 en Touvois (Loire Atlantique). Su servicio militar en Argelia lo marcó para el resto de su vida. Ordenado sacerdote el 17 de diciembre de 1960 (Diócesis de Nantes). Ejerció su ministerio pastoral entre los marginados, prostitutas y homosexuales de la ciudad. Entró en el monasterio de Bellefontaine el 19 de julio de 1983. Llegado a Atlas en 1987, hizo la profesión solemne el 1.° de mayo de 1989. Hombre de gran sensibilidad y de fácil relación interpersonal. No recuerdo haber encontrado jamás un monje con tanta capacidad de comunicación verbal. Amante de la música, organista, era asimismo el cantor de la comunidad. Después de la primera visita del Grupo Islámico Armado, en Navidad de 1993, tuvo que ser operado del corazón en situación sumamente delicada.
El Hermano Paul Favre Miville había nacido el 17 de abril de 1939 en Vinzier (Haute-Savoie). Entró en el monasterio de Tamié el 20 de agosto de 1984, siendo plomero de profesión. Llegado a Atlas en 1989, hizo la profesión solemne el 20 de agosto de 1991. Era muy capaz en todo tipo de trabajo manual, se encargaba del sistema de riego de la huerta del monasterio. El 26 de marzo regresó de Francia, justo horas antes del rapto, tenía una cita con la GIA y... con la Providencia divina. El 11 de enero de 1995 había escrito:
¿Hasta dónde puede uno ir, para salvar la propia piel, sin correr el riesgo de perder la vida verdadera? Uno solo conoce el día y la hora de nuestra liberación en él... Estemos disponibles, para que él pueda actuar en nosotros por medio de la oración y de la presencia amorosa a todos nuestros hermanos.
Así eran nuestros siete hermanos. Un grupo como cualquiera de tantos que podemos encontrar en nuestros monasterios; en las parroquias de nuestras diócesis y en las calles de nuestras ciudades: reservados y comunicativos, apacibles y emotivos, intelectuales y manuales. Los unía la búsqueda de Dios en comunidad, el amor por el pueblo argelino y un lazo de fidelidad inquebrantable con la iglesia que peregrina en Argelia.
HACIA LA CASA DEL PADRE
Su contacto diario con la voz del Espíritu mediante la lectio divina les ayudó siempre a discernir la mano de Dios en medio de los acontecimientos que vivían. Algunas palabras del Señor resonaron con patética claridad en el oído de sus corazones.
Dice el Señor Jesús: Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Servir a Jesús (lo entendieron bien nuestros siete hermanos), significa ayudarlo, asistirlo allí donde Él esté. ¿Dónde y cuándo? ¡En la Hora del supremo combate, en el Calvario de la cruz! Y para esto no hay que ser héroes. ¡Todo lo contrario! Ellos sabían muy bien que nuestra fuerza reside en nuestra debilidad que se apoya en Dios.
Mártir: es una palabra tan ambigua aquí... Si algo nos pasa, aunque no lo deseo, queremos vivirlo aquí, en solidaridad con todos los argelinos y argelinas que ya han pagado con sus vidas, solidarios solamente con todos estos desconocidos e inocentes... Permanezco profundamente maravillado. (Michel, mayo de 1994)
Dice el Maestro Jesús: Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues bien, yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por aquellos que os persiguen. Así vosotros seréis... perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto. (Mt 5, 43-48)
Sólo por seguir a Jesús hasta entrar en la misericordia entrañable del Padre, nuestros hermanos deseaban vivir una fraternidad hasta el extremo. Por eso hablaban de “nuestros hermanos de la montaña y nuestros hermanos de la llanura”, para referirse a las fuerzas terroristas y a las fuerzas armadas que militaban en su entorno. Por eso, llegada la hora, podemos creer que tuvieron ese lapso de lucidez que les permitió pedir perdón a Dios y a los hermanos en humanidad, perdonando al mismo tiempo de todo corazón a aquellos por quienes también habían ofrecido sus vidas.
Y donde yo esté estará también mi servidor (Jn 12, 26). ¿Dónde? Sí, es verdad, en el Calvario y en la cruz. Pero como paso pascual hacia el Padre: Si alguno me sirve, el Padre le honrará.
Y agrega Jesús: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí... Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí (Jn 14, 6-10).
En la fiesta de san José del año 1996, concluyendo la que sería su última homilía en esta tierra, Christophe nos decía:
Dejemos ir a José. Dejemos venir a Jesús: hasta nosotros. En el desarrollo de Jesús como hombre, hay algo de la fuerza de José, como por supuesto hay algo de lo atractivo de María, su madre. Es la herencia transmitida desde Abrahán. Pero, en cuanto a Jesús, Él sale y sabe a dónde va y a dónde nos lleva: Yo voy al Padre.
Quizás durante esos últimos días, nuestro hermano Christophe, presintiendo lo que venía, elevaba sus manos diciendo esta oración fruto de sus entrañas:
Un par de años antes, en marzo de 1994, me encontré con Christian en el monasterio de Timadeuc. Le dije: “La Orden no tiene necesidad de mártires, sino de monjes”. Me escuchó y guardó silencio. Luego me miró y dijo: “No hay oposición...” Hoy día le doy toda la razón: monjes y mártires. La Orden, la Iglesia, el mundo tenemos necesidad de testigos fieles que hablen con palabras de sangre desde la fuente insondable del primer amor. Tenemos necesidad de seguidores de Jesús listos a seguirlo hasta el fin y prontos a abrazar la cruz del perdón que libera y salva. Dios nos ha regalado todo esto en la persona de nuestros hermanos.
Nuestros siete mártires hablan hoy muy especialmente a la Iglesia que está en Argelia y a otras Iglesias locales que sufren por ser fieles al Evangelio:
El Primero y el Último,
Aquel que estuvo muerto pero que ha vuelto a la vida,
dice –junto con ellos–:
“Conozco tus pruebas y tu pobreza, pero eres rico
–en testigos fieles y veraces–.
Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida”.
(Apoc 2, 8-11)
Esa pequeña Iglesia argelina, que optó por la debilidad compartida como lenguaje del Dios encarnado, tiene un misterio que revelar y comunicar al conjunto de la Iglesia universal.
Quien tenga oídos oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias: “Muerte, ¿dónde está tu victoria? ¡La vida ha vencido