–Bueno, ya me contarás qué pasa.
–Sí, ya te contaré.
A Roxanne no le pasó desapercibido el sarcasmo.
–Jovencita, no olvides lo buena que he sido contigo. Has tenido lo mejor de lo mejor: una educación, el coche…
–No voy a darte las gracias porque sospecho que debió de ser el abuelo.
–¡Vete al infierno! –exclamó Roxanne.
Carol estaba nerviosa. Ahora que iban de camino a Beaumont, el pánico parecía haberse apoderado de ella. La familia la odiaría más aún después de que se leyera el testamento.
Su padre sí la había querido, y ahora se daba cuenta de que su madre debía haber tenido celos de ella. Su padre la había mimado de pequeña… ¿hasta el punto de descuidar a su esposa? Roxanne era una de esas personas que siempre tenían que ser el centro de atención.
Carol no sabía si sus padres habían sido felices juntos alguna vez, pero sí recordaba las peleas. Su madre era una mujer muy volátil e insatisfecha, nada le parecía suficiente. Ahora, el pensar en el pasado, le parecía un milagro que sus padres hubieran permanecido casados tanto tiempo.
Llevaban ya cuarenta minutos de viaje en el coche, así que no les quedaba mucho para llegar a su destino. La finca de su abuelo estaba situada en la zona denominada Tierras Altas del estado de Nueva Gales del Sur, a unos mil metros sobre el nivel del mar. Era una región de extraordinaria belleza a menos de setenta kilómetros al sudoeste de Sídney. La región tenía fama por el bello paisaje, y por los parques y jardines de las mansiones en las que antaño la gente adinerada pasaba las vacaciones estivales. El parque nacional, con sus cascadas y cuevas, era un lugar frecuentado por los senderistas.
Posiblemente, el pueblo más bonito de la zona era Bowral, no lejos de la finca de su abuelo. El pueblo contaba con el museo Bradman, cuya entrada se veía adornada con la estatua de sir Donald Bradman. En una ocasión, su padre le sacó una foto sentada a los pies de sir Donald, un gran jugador de críquet. También se acordaba de Tulip Time, un festival que duraba dos semanas durante las cuales se veían miles y miles de tulipanes en flor con sus exquisitos colores.
–Estás muy callada –comentó Damon al cabo de un rato.
Carol volvió la cabeza hacia él. Damon tenía un perfil magnífico: nariz recta y afilada, mandíbula firme y pronunciada, y… qué boca.
Tuvo que apartar los ojos de él. Ese hombre le atraía demasiado. Se preguntó si a Damon le ocurría lo mismo respecto a ella. No, no lo creía, ella debía de ser demasiado joven para su gusto.
Bajó los ojos y se miró las manos.
–Pensaba en el pasado. Suele pasarme. Tengo que admitir que siento como si se me hubiera hecho un nudo en el estómago. Sé que la familia se va a poner en mi contra. El consejo de Amanda al despedirnos ha sido «ten cuidado». Confieso que estoy algo asustada.
–Carol, el testamento es incontestable. Se pongan como se pongan, tu abuelo te ha dejado a ti la mayor parte de su fortuna. Aunque, por supuesto, ni a tu tío ni a tu primo va a faltarles de nada con lo que tu abuelo les ha dejado. Al fin y al cabo, tu abuelo era muy rico.
–¿Y Dallas? ¿Ella no va a heredar nada? –Carol pensó en la atractiva esposa de su tío, una mujer de cabello oscuro, pero nada amable; al menos, con ella. La niña de los ojos de Dallas era Troy, seis años mayor que ella.
–No, nada –le contestó Damon–. Lo que significa que Dallas no se va a divorciar de tu tío.
–Entonces… ¿quién va a dirigir las empresas del abuelo ahora que él ya no está? ¿Quién va a ocupar su puesto? Yo no podría hacerlo, no sabría cómo.
–Nadie espera que lo hagas –respondió Damon con voz suave–. Pero, antes o después, tendrás que asumir la responsabilidad como miembro de la junta directiva. Lew Hoffman, la mano derecha de tu abuelo, será quien se encargue de ocupar el lugar de él. Es un hombre perfectamente capacitado para ello y todo el mundo le respecta. Con el tiempo, la junta directiva votará para elegir presidente y director ejecutivo. Yo supongo que Hoffman seguirá en su puesto; al menos, durante un tiempo.
–¿Y qué crees que opinará el tío Maurice al respecto?
–Supongo que se sentirá aliviado –contestó Damon en tono burlón.
En el mundo de los negocios era sabido que Maurice Chancellor no era un genio.
Por fin llegaron a Beaumont, la finca del difunto Selwyn Chancellor.
–Esta finca la compró mi bisabuelo a finales de la década de los cuarenta del siglo pasado –declaró Carol.
–Sí, lo sabía.
–Bueno, claro, debes saberlo todo respecto a mi familia. Mi bisabuelo restauró la mansión victoriana, que estaba muy abandonada debido a la pérdida, por parte de los dueños, de sus dos hijos, que habían muerto en las dos guerras mundiales.
–Sí, la familia Wickham, que también perdió su fortuna –añadió Damon.
–Qué pena. En fin, al menos mi bisabuelo salvó la casa.
–Al parecer, en su día se dijo que tu bisabuelo pagó a Wickham más del dinero que le había pedido.
–Me alegro de que así fuera. ¿Y… a ti quién te ha contado eso?
Damon le dedicó una mirada llena de humor.
–Es algo que se ha comentado, Carol; al menos, en el mundo de la abogacía –¡Cielos, cómo le gustaba mirarla! No podía negarlo. De haber sido algo mayor, de no haber sido la nieta de Selwyn Chancellor y tampoco su cliente, se habría lanzado a conquistarla.
Carol llevaba un bonito vestido de tirantes en un estampado de flores rosas y blancas, muy femenino, y sandalias blancas. Ella entera representaba el mundo de las flores. Se había recogido el pelo en un moño, que dejaba a la vista sus delicados rasgos y la esbeltez de su cuello.
–La verdad es que no lo sabía –estaba diciendo Carol–. Pero es normal, hay muchas cosas que no sé. Mi bisabuelo contrató al mejor arquitecto de la época para que se encargara de la restauración de la casa y para que construyera dos más.
Él asintió.
–Lo que confirió al edificio original un aspecto más regio.
–Pero yo conseguía no perderme –declaró Carol con orgullo, viéndose a sí misma de pequeña–. Según me han contado, en tiempos de mi bisabuelo y en los primeros tiempos de que mi abuelo fuera el dueño, era una casa muy alegre. Pero la alegría pareció disiparse poco a poco. A pesar de ser pequeña, me daba cuenta de que mi abuela, que era muy tierna, tenía problemas. Ahora, con el tiempo, he llegado a la conclusión de que mi abuela era una mujer extremadamente tímida. Quizá incluso fuera algo autista. El autismo es algo que me interesa y me preocupa; y ahora que puedo, quiero hacer algo por ayudar a gente autista, quizá a través de alguna organización.
A Damon le pareció admirable.
–Como esposa de un hombre tan importante como tu abuelo, eso debió ser un problema –observó él.
Carol lanzó un suspiro.
–Mi abuela siempre vivió en Beaumont. No iba a la ciudad a menos que fuera imprescindible o que mi abuelo insistiera en que le acompañara. El golpe de gracia fue la muerte de mi padre. Después de esto, mi abuela evitó a todo el mundo, incluida yo. Finalmente, decidió acabar con su vida.
–En todas las familias hay tragedias, Carol –declaró él con los ojos fijos en la carretera–. Pero tú lo superarás. Tú tienes un brillante futuro. Vas a estudiar y vas a licenciarte con buenas notas. Ya lo verás, lo sé de buena tinta. Es decir, si te esfuerzas, claro. Y debes hacerlo porque vas a necesitar saber de leyes, Carol. No olvides que vas a ocupar una posición de poder.
Se encontraron delante de unas