Su tono era tenso, como para desalentar cualquier conversación futura. Ella no podía culparlo. Era un príncipe.
Un príncipe de luto.
Tenía un yate.
Y pronto estaría menos libre para navegar.
Ella, como mucho, sería un miembro de su tripulación.
«Pero aun así, podría ayudarlo», pensó.
¿Y cómo se suponía que iba a hacer eso?
«Encontraré un modo», decidió.
–Y cuando estemos a bordo, tú no harás preguntas –declaró él.
Samia echó la cabeza atrás, sorprendida, y entonces recordó que había sido acosado por la prensa y debía de estar harto de preguntas. Después de la muerte de su hermano, la opinión de la prensa había estado muy en contra de que el Príncipe Pirata subiera al trono del príncipe Pietro, que jamás había hecho nada que no fuera correcto. Hasta ella tenía que admitir que se necesitaría algo especial para restaurar su reputación. ¿Podría ayudarlo con eso? Casi con certeza, no. Cualquier influencia que ella pudiera haber tenido con los medios de comunicación, la había perdido el día que había aceptado casarse con el propietario del periódico en el que escribía ella. Este había usado todas las amenazas imaginables para que ella cambiara sus palabras por las de él, y después del suicidio de su madre, cuando Samia pensaba que ya no podía haber nada peor, la amenaza de arruinarle la vida a su padre había demostrado que se equivocaba. Ella habría hecho lo que fuera con tal de ahorrarle más dolor a su padre, y lo hizo.
–Tendrás que quitarte esas botas cuando estemos a bordo –comentó Luca.
–Claro que sí –respondió ella.
Lo habría besado por darle algo tan simple en lo que pensar. Había dejado de pasear y estaba lo bastante cerca para tocarlo. Sus manos casi se rozaban y a Samia le cosquilleaba la suya, y también el muslo más próximo al de él. Luca era tan abrumadoramente viril, que el cuerpo de ella no podía ignorarlo. El poder que exudaba era muy distinto al del ex de Samia, pero este había sido un matón, mientras que Luca daba opciones. El sexo con su ex había sido violento y rápido, lo que había hecho que Samia odiara hacerlo, mientras que Luca, a pesar de su virilidad incontrolada, le provocaba el anhelo de ser acariciada con habilidad y ternura.
Pensó con nerviosismo que quizá todavía hubiera esperanza para ella, pues Luca había notado su interés y la miraba con intensidad. «No te hagas ilusiones», se dijo, recordándose que se disponía a entrar en un mundo desconocido con un hombre que era prácticamente un extraño.
–Al fin –anunció él, cuando una lancha negra brillante se colocó al lado del muelle.
A Samia nunca la había atraído tanto correr un riesgo. Estaba ilusionada. ¿Y por qué no? Una nómada sin dinero, sin trabajo, sin casa, y con un pasado lúgubre que amenazaba con tragársela, iba de camino al yate de un multimillonario.
Mientras Luca ayudaba a sus hombres con las sogas, ella aprovechó la oportunidad para investigar un poco en su teléfono móvil. Lo que descubrió del príncipe Luca Fortebracci solo sirvió para que quisiera saber más. El Príncipe Pirata tenía bastante historia. En lo relativo a las mujeres, parecía ser un amante generoso, pero nunca había tenido una relación duradera. Empresario casi por accidente, había iniciado un negocio global en su dormitorio cuando era adolescente. Independientemente de lo que dijera la prensa, o de lo que pensara él, en Madlena lo consideraban un héroe nacional. ¿Por qué, entonces, lo ponía tan tenso ir allí? A pesar de su riqueza y de su éxito, parecía una persona solitaria, aparte de la adorada abuela de la que hablaba a menudo en la prensa.
–¿Lista? –preguntó él.
Samia pensó que iba a dejar su mundo para entrar en el del príncipe, y tenía que estar preparada para lo que pudiera surgir.
«No anticipes acontecimientos», le advirtió su vocecita interior. «Con un poco de suerte, conseguirás un empleo en el Black Diamond, donde Luca será tu jefe y estará tan por encima de ti, que quizá no vuelvas a verlo. Esta es tu oportunidad de escapar de la sombra de tu ex y de planear el resto de tu vida. Y eso es todo lo que es».
Y, con suerte, de descubrir algo más sobre Luca, aunque solo fuera para satisfacer su curiosidad. Y además, todo lo que no fuera una simple relación de trabajo conllevaría muchas complicaciones.
«¿Y no has tenido ya bastante de hombres poderosos?», pensó.
Cuando se volvió a echar un último vistazo a la orilla, vio cosas tranquilizadoras. Niños jugando, familias tomando bebidas… Y ella iba a dejar todo eso atrás.
–Si cambias de idea cuando estés a bordo, pondré un bote a tu disposición –dijo él.
¿Le leía el pensamiento? Seguramente su ansiedad resultaba evidente.
–Tendrás WiFi –le dijo él, cuando aseguraban ya una rampa entre el muelle y la lancha–. Si te quedas sin cobertura, tenemos teléfonos por satélite. ¿Quieres llamar ahora a tus padres y decirles adónde vas?
–Mi madre está muerta –ella se llevó una mano a la boca–. Perdona. Pensarás que soy una desconsiderada por contestar así.
–¿Por qué voy a pensar eso? Siento mucho tu pérdida –contestó él, con el ceño fruncido.
–Y yo la tuya –musitó ella.
El rostro de Luca volvía a ser inexpresivo. Los dos habían vivido una tragedia y los dos se esforzaban por mostrar cierta semblanza de normalidad en vidas que de pronto tenían muy poco sentido. La prensa había contado muy poco de la muerte del príncipe Pietro, más allá de describirla como «un accidente raro», lo cual bastaba para suscitar la curiosidad de cualquier periodista de investigación, incluso de una que ya no ejercía.
–¿Cómo murió tu madre?
La sorpresa de la pregunta la devolvió al presente con un sobresalto, y decidió ser igual de directa.
–Se quitó la vida –dijo.
Por no afrontar la vergüenza de ver a su esposo ante un juez. La sensación de culpabilidad que invadió a Samia le era ya familiar. ¿Podía haber hecho más por salvar a su madre? Y en ese momento se le ocurrió otra idea. ¿Luchaba Luca con un demonio parecido?
–Los dos tenemos motivos para sufrir –observó él con voz tensa.
–Y para seguir adelante –contestó ella.
Todos los días renovaba su determinación de volver al trabajo que amaba. Su caída había sido espectacular. Un día alababan su columna por su valiente información sobre elementos criminales, y al día siguiente, su columna había cambiado de un modo inexplicable. Ya no mostraba los dos puntos de vista de un argumento, sino solo uno, el de su ex, y sus lectores la habían abandonado en masa. Cuando ella había amenazado con hacer público lo que ocurría, él le había prometido que no volvería a trabajar nunca, y después del divorcio, había jurado perseguirla hasta los confines de la Tierra. Por eso había salido de Londres solo con lo puesto y con las viejas botas de senderismo de su madre, para que la ayudaran a no despegar los pies del suelo. Si quería tener una oportunidad de recuperarse, necesitaba alejarse del mal.
–¡Agárrate! ¡Siéntate! –le dijo Luca cuando entraron en la lancha.
Aunque ella no supiera muchas cosas de él, seguía siendo una presencia reconfortante. El navegante mantuvo el límite de velocidad hasta que dejaron atrás a la policía del puerto y entonces aceleró y la proa se elevó en el aire.
Chocaron con una ola. Samia gritó y cayó sobre Luca, quien la sujetó con firmeza. El contacto con él resultaba eléctrico. Su cuerpo era cálido y fuerte como una roca. Sus manos estaban encallecidas por la navegación, pero eso era otro punto a su favor. Estaba harta de que la tocaran manos que no habían trabajado