Él se volvió hacia la puerta.
–Siento haberte retenido –comentó ella.
–No lo has hecho o no estaría aquí –respondió él con franqueza.
En la caja roja de su despacho había un informe completo sobre ella que le había enviado su equipo y estaba deseando leerlo y conocerla un poco más.
–¿Dónde están tus aposentos? –preguntó ella, antes de que él saliera.
–Un poco más allá. Si necesitas algo…
–No –contestó ella. De pronto sentía la boca seca–. ¿Seguro que me voy a quedar aquí? –preguntó. Miró a su alrededor. ¿Primero la ropa y después la suite? ¿Por qué no iba a llevar el sencillo uniforme negro de los miembros de la tripulación y dormir donde ellos?–. Si me dices dónde duerme la tripulación, seguro que descubro cómo llegar.
–Quédate aquí –insistió él–. Pietro diseñó esta zona para que se usara. Si la ocupas, me harás un favor, puesto que ahora mismo no hay más espacio en la zona de la tripulación.
–En ese caso, gracias.
–Y también me harás un favor si usas la ropa.
«Muchos favores», pensó ella. ¿No habría un precio que pagar al final?
–Date una ducha y relájate mientras puedas –le recomendó él–. Esta es tu última oportunidad de volver a la orilla –añadió. Se detuvo un momento con la mano en el picaporte y apretó los labios–. No, ya es demasiado tarde.
Samia oyó el ruido inconfundible del motor del barco y no pudo evitar una sensación de pánico.
–No sabía que íbamos a zarpar ya –comentó.
–¿Tienes dudas? Espero que no.
–No.
–Todavía puedo llevarte a la orilla en una de las lanchas.
–Eso no será necesario, pero gracias –respondió ella.
Había tomado una decisión y seguiría adelante. Pero ¿qué era lo que había decidido exactamente? ¿Aceptar un trabajo no especificado y vivir en una suite digna de una princesa situada cerca de la de un príncipe? ¿Tan ingenua era? ¿No sería aquel un plan del Príncipe Pirata para lograr otra conquista más?
Se recordó que no tenía que hacer nada que no quisiera. Si de algo estaba segura era de que Luca no forzaría ni maltrataría a una mujer.
–¿O sea que estás contenta de seguir a bordo? –preguntó él.
–Sí. Pero insisto en hacer algo útil. ¿O de qué otro modo voy a pagar mi pasaje?
Luca frunció los labios.
–Seguro que encontraremos algo que puedas hacer –abrió la puerta–. De momento te dejo que te duches y así tendré ocasión de decidir qué voy a hacer contigo.
Samia tuvo la impresión de que su destino estaba ya decidido, pero, en lugar de oír campanadas de alarma, que habría sido lo normal, no pudo evitar pensar con ilusión en lo que podía depararle el futuro.
Capítulo 6
SAMIA no podía creer que se estuviera bañando en una bañera gigante en un cuarto de baño de mármol rosa veteado, envuelta en burbujas con los colores del arco iris. Aquello era increíble, nuevo y fabuloso. Y haría bien en no acostumbrarse a ello.
Por alguna razón, eso le recordó a su madre. Su padre había perdido su dinero en el juego y su madre, una belleza famosa en su día, no había estado preparada para lidiar con la realidad de la vida cotidiana. Samia se había adaptado bien, porque era joven y no estaba tan acostumbrada al lujo como sus padres. Ella tenía solo siete años cuando había empezado a ver grietas en la fachada de su riqueza. La despensa vacía y agujeros en las suelas de los zapatos caros de su padre, por ejemplo. Su madre, al principio, hacía lo que podía, interpretando escenas de otro tiempo e intentando introducir a su hija en un mundo de lujo con el que ya solo podía soñar.
«¡Cómo le habría gustado esto!», pensó Samia, pasando los dedos entre las burbujas. Apretó los labios con fuerza al recordar la última nota de su madre, donde pedía perdón y decía que su hija estaría mejor sin ella. Y Samia lamentaba que no hubieran podido hablarlo.
Cerró los ojos y suspiró. Las cosas casi nunca eran lo que parecían. Luca, por ejemplo, era un hombre poderoso, una fuerza de la naturaleza y, sin embargo, curiosamente, no se sentía amenazada por él. Más bien al contrario. La hacía sentirse segura. Lo cual, a su vez, hacía que ella quisiera ayudarlo a recuperarse de la muerte de su hermano. A veces alguien de fuera veía las cosas con más claridad. Y ella estaba segura de que lo que necesitaba el pueblo de Madlena era un príncipe fuerte que los guiara hacia un futuro brillante y prometedor. Si Luca seguía anclado en el pasado, no ayudaría a nadie.
«Y esa es una lección que también tienes que aprender tú», concluyó. Mirando atrás, era evidente que su marido se había casado con ella por dos razones: su columna y un terreno que su padre poseía en Escocia, y donde a veces soñaba con montar una granja. Su ex lo quería para hacer un campo de golf. Y al principio se había mostrado muy amable, pagando las deudas de su padre y comprándole ropa a su madre. Solo más tarde, en una de sus borracheras, había admitido que ella era un medio para conseguir sus objetivos y, si no le permitía cambiar su columna, lo pagaría su padre. Ella se había negado y él había acusado a su padre de fraude. En la cuenta de su progenitor habían aparecido unos fondos misteriosos. Cuando su madre había descubierto que el dinero que había disfrutado gastando era una trampa para incriminar a su marido, se había hundido. Y el padre de Samia, desconcertado, apenas había podido defenderse en su juicio.
No, ella no era una princesa precisamente. Y no conseguía ver cómo encajaba en los planes de Luca.
En aquel momento le rugió el estómago. A pesar de la hamburguesa que había comido, tenía hambre. No podía esperar hasta la cena. ¿Habría alguna posibilidad de encontrar algo de picar en la cocina del Black Diamond?
Solo había un modo de descubrirlo.
Decidida a no perder el ánimo, entró en el vestidor a buscar algo que ponerse antes de salir en busca de la cocina. Pero cuando abrió el primer cajón y encontró un tesoro de artículos de maquillaje, olvidó las prisas.
Después de ese descubrimiento, revisó todos los armarios y cajones. Bolsos, chales, bisutería, trajes de baño… Tomó un bikini de color turquesa y decidió que la persona que lo había encargado era de su talla. En los armarios encontró ropa y vestidos de noche de una calidad que ella jamás podría pagarse. Pasó los dedos por las lujosas telas, maravillada de que hubieran desechado tantas prendas hermosas. Se miró al espejo y se echó a reír. Seguía envuelta en una toalla con el pelo suelto y enredado.
–No soy digna –murmuró. Pero sí podía ponerse un vestido de verano de tirantes.
En la parte de atrás del armario había encontrado una caja llena a rebosar de vestidos así. Eligió el más sencillo: uno azul brillante con tirantes que se ataban en los hombros. El color encajaba con su humor optimista y el vestido mostraba lo suficiente sin revelar demasiado.
Se cepilló el pelo hasta dejarlo reluciente y se puso brillo de labios y rímel. ¿Por qué no? Era la primera vez en bastante tiempo que se sentía femenina y tenía acceso a esas cosas. En contrapartida, tenía que ir descalza porque no encontró sandalias que resultaran cómodas o que fueran apropiadas para caminar por la cubierta de un yate en movimiento.
Tomó su libreta de notas y salió de la suite.
Un miembro de la tripulación, vestido de negro, le indicó cómo llegar a la cocina. Esta, con muebles blancos y de acero, estaba inmaculada. En la pared había un hombre apoyado, charlando con un chef vestido también de blanco. Un hombre grande. El Príncipe Pirata, con aspecto tan peligroso como sugería