Este dilema puramente estructural, que podrías enfrentar sea que estés discutiendo sobre Aristóteles o Jane Austen, tiene una ventaja teológica cuando los libros con los que tratamos forman parte del Texto Sagrado. Por supuesto, la investigación histórica sobre el Nuevo Testamento está abierta a todos, sean judíos o cristianos, ateos o agnósticos. Pero el debate actual sobre Pablo y la justificación se está dando entre personas que, en su mayoría, declaran su lealtad a la escritura en general y, quizás, a Pablo en particular, como el lugar y el medio a través del cual el Dios viviente ha hablado —y aún habla— con una autoridad capaz de transformar la vida. Esto debería significar, aunque no siempre es así, que la exégesis —la atención puesta en el flujo real del texto, las preguntas que plantea y las respuestas que aporta, incluso sobre sí mismo— debe seguir siendo el principio y el fin del proceso. Llena todos los espacios con toda la sistematización que quieras; todos lo hacemos. No tiene nada de malo y hay mucho que decir al respecto, especialmente cuando implica una cuidadosa comparación de diferentes tratamientos de temas similares en diferentes contextos. Pero comienza con la exégesis, y recuerda que el final, el horizonte que visualizas, no es un sistema que luce bien ordenado entre tapas duras en un estante al que alguien pueda ir para buscar las “respuestas correctas”, sino más bien el sermón, la lectura pastoral compartida, la palabra bíblica para un Sínodo o para otra reunión formal de la iglesia, o la vida de testimonio del amor de Dios; todo aquello a través de lo cual se construye y se estimula a la iglesia para la misión, se desafía al creyente, se transforma y se nutre la fe, y se enfrenta al incrédulo con la noticia impactante, pero alegre, de que el Jesús crucificado y resucitado es el Señor del mundo. Eso es dejar que las escrituras sean escrituras.
La Biblia, en otras palabras, no existe para darles autoridad a las diferentes respuestas de las preguntas que plantea —ni siquiera cubre con manto de autoridad las respuestas a las preguntas que surgieron en tiempos especialmente turbulentos, como los siglos XVI y XVII. Eso no quiere decir que uno no pueda deducir de las escrituras las posteriores respuestas apropiadas a tales preguntas, sino que tienes que tener cuidado y reconocer que eso es, en efecto, lo que estás haciendo. Un escritor ya mayor, en un volumen muy citado en la discusión actual, declara que Pablo usó la terminología del Antiguo Testamento (específicamente, la frase “la justicia de Dios”) “no simplemente porque los falsos maestros buscaran usar el Antiguo Testamento contra él, sino porque el Antiguo Testamento proporciona la revelación de dónde debe entenderse la salvación en Cristo” (Edmund Clowney en Carson: 1992, 44). Una tormenta en un vaso de agua. Sabemos, al parecer, de antemano, que “la salvación en Cristo” es el tema a tratar. Por alguna razón, Pablo usa el lenguaje del Antiguo Testamento para abordarlo. Pues bien, esto no fue solo por razones polémicas, sino porque las escrituras le daban la autoridad de la revelación. a Clowney nunca se le ocurrió, aparentemente, que Pablo podría haber querido discutir la justicia de Dios, como muchos otros judíos del siglo I lo hicieron, en y por su propio bien; y nunca se le ocurrió que la estructura de la carta a los Romanos, y la de muchos temas en ella, declara que eso es precisamente lo que él estaba haciendo. Después de todo, Romanos es un texto que trata principalmente acerca de Dios. Junto a, tal vez, Génesis e Isaías, Romanos es la sección más obviamente heliocéntrica de toda la Biblia. Nosotros giramos alrededor del sol, no al revés.
Si vamos a prestarle una atención primaria a las escrituras en sí, es de importancia vital que le reparemos en el flujo real de las epístolas, en su contexto (al grado en que podamos discernirlo), y en los argumentos específicos que se articulan en cualquier momento. Debemos preguntar, con cada epístola, cada sección principal, cada subsección, cada párrafo, cada oración y cada palabra: básicamente, ¿de qué está hablando Pablo? ¿Qué está diciendo sobre el tema? ¿Qué relación (si la hay) tiene esta discusión con las preguntas que queremos hacer? Si estas últimas hacen demasiado ruido en nuestra cabeza, podríamos llegar a suponer que Pablo las está respondiendo cuando en realidad no lo está haciendo —o quizás las responda, pero solo como parte de una discusión más amplia que es importante para él, pero no (¡para nuestra propia desventaja!) para nosotros.
Una ilustración: después de la muerte de Diana, princesa de Gales, a fines del verano de 1997, muchos en Inglaterra estaban en un estado de conmoción que llegó a su punto culminante con su dramático funeral el sábado siguiente. Millones de personas en todo el país no pudieron pensar en otra cosa en toda la semana. El día después del funeral, los predicadores nos enfrentamos con una decisión: Puesto que todos están pensando en Diana, ¿predicas sobre ella discerniendo, si es que puedes, algún mensaje, así sea tangencial, del calendario de lecturas correspondientes a ese día (para los que seguimos esa tradición litúrgica), y tratar de esa manera de ayudarles a los feligreses a lidiar tanto con el dolor genuino como con (como sugirieron algunos cínicos) la histeria colectiva generada por los medios? ¿O haces tu mejor esfuerzo para cambiar el tema y movilizar a la gente (como solemos decir) con una simple prédica, con o sin el leccionario, sobre algo completamente diferente?
Yo opté por la primera ruta. Lo recuerdo bien. De hecho, mis colegas por entonces insistieron en que, como líder del equipo, era mi responsabilidad recoger el estado de ánimo del momento y abordarlo con una palabra fresca de Dios. Pero sé de una iglesia donde el predicador tomó la otra decisión y predicó un sermón completo sobre María, la madre de Jesús. Una de las miembros de aquel lugar me contó que después del servicio se topó con una joven que lloraba, tanto de desconcierto como de dolor: “No entendí lo que el pastor quiso decir —dijo la muchacha—. ¿Me ayudas a captar la idea?”. Ella había creído, a lo largo del sermón, que el predicador hablaba indirectamente de la princesa Diana e intentó decodificar, a partir de un discurso totalmente diferente, un mensaje que pudiera ayudarla en su dolor.
La historia de la lectura de Pablo está llena de errores similares —no siempre es tan obvio, pero sigue siendo un error: textos que se embuten con el fin de responder preguntas ajenas al apóstol, pasajes completos en la búsqueda de la palabra o frase clave que se ajuste a la idea preconcebida. El problema no se reduce puramente al mal uso de textos, un pecadillo hermenéutico menor por el cual tu profesora de Biblia te daría una mala nota o te rebajaría la calificación. Si intentas obtener una respuesta a partir de una pregunta personal cuando el texto mismo habla de otra cosa, corres el riesgo no solo de escuchar nada más que el eco de tu propia voz antes que la palabra de Dios, sino también de perder el punto clave que el texto estaba ansioso por decirte y que has descartado en tu incesante búsqueda de tu propio significado. Así, por ejemplo, el intento por leer un texto como 1 Corintios 1: 30 (“[Dios] es la fuente de la vida de ustedes en Cristo Jesús, quien se convirtió para nosotros en sabiduría de Dios, y justicia y santificación y redención”) en términos de un ordo salutis (el orden de los eventos en el proceso hacia la salvación) no solo es improbable que tenga mucho sentido en sí mismo, sino que es muy posible que diluya la idea que Pablo está comunicando, que es la forma en que el estatus del creyente en Cristo anula todo el orgullo social y las convenciones de la cultura circundante. Este es tan solo un ejemplo bastante inútil. Es como si un crítico musical, al estudiar la obertura de La flauta mágica, la ópera de Mozart, escribiera un artículo sobre el desarrollo del trombón moderno, que es utilizado allí para tal efecto maravilloso, como si la razón por la que Mozart escribió fuera simplemente mostrar el instrumento en lugar de presentar toda la ópera.
En particular, es de importancia vital (dentro de cualquier teología cristiana; y, en verdad, dentro de una buena práctica hermenéutica en cualquier corpus textual) permitir que un texto ilumine otro. La mayoría de los predicadores bíblicos estarían de acuerdo en esto. (De vez en cuando, los eruditos nos insisten, natural y correctamente, en que escuchemos el mensaje distintivo de cada carta para asegurarnos de no estar simplemente aplanando las cosas; pero, incluso si concluimos que hay tensión o, tal vez, desarrollo entre dos epístolas, aún debemos hacer todo lo posible para escucharlas sinfónicamente). No obstante, y no es lo menos importante, esto significa que debemos escuchar no solo Romanos y Gálatas, sino también las dos cartas a los corintios y las dos a Tesalónica, y también a Filipenses; y, no menos importante, a Efesios y Colosenses.
Aquí nos encontramos con una ironía interesante. Para buena parte de la investigación protestante de los últimos cien años o más, Efesios ha sido considerada