Desde luego, la respuesta podría ser: “Porque no lo explicaste correctamente”. O, tal vez, “Porque lo que estabas diciendo era tan oscuro y confuso que es mejor seguir con un relato sencillo y simple pero que tenga sentido”. En el caso de que uno de esos relatos sea cierto, escribo este libro para intentar explicar, una vez más, lo que he venido diciendo —esto es, explicar lo que creo que San Pablo dijo. Con todo, hay una respuesta posible más preocupante. Mi amigo —y la mayoría de las personas con quienes voy a entrar aquí en debate, que son personas con las que me gustaría contar como amigas— simplemente no permitió que las cosas principales que he intentado decir se acerquen remotamente a su mente consciente. Él recogió fragmentos dispersos de mi análisis y argumentación, una selección que lo llena de preocupación, sacudió la cabeza y regresó a la historia todopoderosa que ya conoce. (Mientras redactaba esto, aterrizó en mi escritorio el nuevo número de Christian Century. En un artículo, se menciona a un estudiante que le dice a su docente: “Me encantó lo que estaba aprendiendo, pero no pude conservarlo en mi cabeza. Era muy diferente de lo que ya había aprendido, así que mi cerebro volvió a los valores predeterminados”).2 En parte, debido a que ya estoy más que un poco cansado de que eso suceda una y otra vez en sitios de Internet, en las sesiones de preguntas después de las conferencias, en entrevistas para la prensa, y cada vez más en artículos y libros académicos y cuasi o pseudoacadémicos, decidí a darle una oportunidad más a la exposición de estos temas.
En realidad, este libro no es mi “punto final” del asunto. Queda la gran tarea, en la cual he trabajado durante la mayor parte de mi vida, del escribir el libro sobre Pablo, que ahora es el cuarto volumen de una serie de mi autoría sobre los orígenes cristianos.3 Sin embargo, no quiero invertir doscientas páginas en discusiones detalladas con Piper y escritores similares. Hay muchos otros asuntos diferentes que tratar, de tal manera que escribir un libro extenso para concentrarme en las pequeñas y feroces batallas que se libran con furia en los círculos que me dispongo abordar, deformaría el proyecto.
Hay otras dos razones por las que comencé con la historia del amigo que cree que el sol gira alrededor de la tierra. La primera es que, dentro del significado alegórico de la historia, los argumentos que he articulado —los diagramas, las imágenes, los objetos en la mesa de café— representan nuevas lecturas de las escrituras. No se trata de superponer teorías extraídas de otros lugares con las escrituras. Pero la respuesta que se nos ofrece como “la evidencia ante nuestros ojos” o “el significado más obvio” está profundamente condicionada por —y en puntos críticos a apela a— la tradición. Sí, tradición humana
—seres humanos extremadamente buenos, devotos y eruditos. A partir de que leí a Lutero y Calvino por primera vez, especialmente a este último, tomé la decisión de que, más allá de acordar o no con ellos en todo lo que dijeron, su método declarado y puesto en práctica sería también el mío: sumergirme en la Biblia, en el hebreo y el arameo del Antiguo Testamento y en el griego del Nuevo Testamento, inyectarlos en mi torrente sanguíneo por todos los medios posibles, en oración y con la esperanza de enseñar las escrituras a la iglesia y al mundo con un aliento fresco. El mayor homenaje que les podemos dar a los Reformadores es no tratarlos como infalibles —ellos mismos se horrorizarían—, sino proceder como ellos lo hicieron. Metodológicamente hablando, es irónico que John Piper sugiera que, según yo, la iglesia haya estado “apoyándose en el pie equivocado durante mil quinientos años”. No porque yo no lo haya afirmado. Más bien, es que eso es exactamente lo que la gente les dice a sus héroes, a Lutero, a Calvino y al resto. Lutero y Calvino respondieron desde las Escrituras; el Concilio de Trento respondió desde la tradición.4
La segunda razón por la que comencé con la parábola del amigo, la tierra y el sol es más profunda. Reviste gravedad por motivos teológicos y pastorales y está cerca del corazón de lo que está en juego en este debate y muchos otros. El equivalente teológico de suponer que el sol gira alrededor de la tierra es la creencia de que toda la verdad cristiana se trata de mí y de mi salvación. En las últimas semanas, leí docenas de libros y artículos sobre el tema de la justificación. Una y otra vez, los escritores, de una variedad de orígenes, asumen o dan por sentado que la cuestión central de todo es “¿Qué debo hacer para ser salvo?” o (como lo diría Lutero) “¿Cómo puedo encontrar un Dios misericordioso?” o “¿Cómo puedo entrar en una relación correcta con Dios?”.
No me malinterpreten. No le den rienda suelta a las reacciones irritantes o temerosas. La salvación es muy importante. ¡Por supuesto que lo es! Conocer a Dios por uno mismo, en lugar de simplemente saber o pensar acerca de él, está en el corazón de la vida cristiana. Descubrir que Dios es lleno de gracia y no un burócrata distante o un tirano peligroso es la buena noticia que constantemente nos sorprende y reanima. Pero no somos el centro del universo. Dios no está dando vueltas a nuestro alrededor. Somos nosotros los que giramos a su alrededor. Puede parecer, desde nuestro punto de vista, como si “yo y mi salvación” es el todo y el fin mismo de la fe cristiana. Tristemente, mucha gente —¡muchos cristianos devotos!— aún predica y vive de esa manera. Y no es un problema exclusivo de las iglesias de la Reforma. Es un asunto que se remonta a la alta Edad Media, en la iglesia occidental, que infecta y afecta tanto a católicos como a protestantes, a liberales y conservadores, a iglesias tradicionales e iglesias populares por igual. Sin embargo, una lectura completa de las escrituras narra una historia diferente.
Dios hizo a los seres humanos con un propósito: no simplemente para que vivieran para ellos mismos o para que estuvieran en relación con él, sino también para que, a través de ellos, como portadores de su imagen, él pudiera traer su orden sabio, alegre y fructífero al mundo. Las escenas finales de la escritura, en el libro de Apocalipsis, no retratan a los seres humanos de camino al cielo para estar en una relación cercana e íntima con Dios, sino que ilustran al cielo viniendo a la tierra. La relación íntima con Dios que se promete y celebra en esa gran escena de la Nueva Jerusalén se hace presente, en otro acto de creatividad sanadora, en el torrente del río del agua de vida que fluye de la ciudad y en el árbol de la vida que brota con hojas que son para la sanidad de las naciones.
Lo que está en juego en este debate no es simplemente la sintonización fina de las teorías sobre lo que sucede precisamente en la “justificación”. Eso se convierte rápidamente en, como señaló ácidamente un crítico del libro de Piper, una especie de duelo evangélico, un intercambio de versículos en el que frases de Pablo, raíces griegas, referencias arcanas a fuentes antiguas y modernas, y, a veces —por desgracia— palabras desagradables vuelan por la habitación. Mucha gente va a presenciar el espectáculo con disgusto, como vecinos que escuchan una desagradable pelea familiar. Sí, va a haber algunos forcejeos entre versículos en este libro. Eso es inevitable, dado el tema y la importancia central de la Biblia misma. Pero el punto real es —creo yo— que la salvación de los seres humanos, aunque, por supuesto, extremadamente importante para la especie, es parte de un propósito mayor. Dios nos está rescatando del naufragio del mundo, no para que podamos sentarnos y poner los pies sobre la mesa mientras disfrutamos de su compañía, sino para que podamos ser parte de su plan para rehacer el mundo. Orbitamos alrededor de Dios y sus propósitos. Dios no gira alrededor de nosotros al servicio de nuestros propósitos. Si la tradición de la Reforma hubiera tratado los evangelios con la misma importancia que les adjudicó a las epístolas, es posible que ese error nunca se hubiera dado. Pero fue lo que pasó y tenemos que lidiar con eso. La tierra, y nosotros con ella, orbita alrededor del sol de Dios y de sus propósitos cósmicos.
Tal vez, irónicamente, esta declaración pueda ser considerada como la aplicación radical de la justificación por la fe. “Nada traigo para ti —canta el poeta—, mas tu cruz es mi sostén”. Por supuesto: dejamos de enfocarnos en nosotros mismos