—Los Castro non son copetudos escomilosos —regañó Teodora—. Te proporcionan labor e pitanza, mamarracho ingrato. ¿Por qué te demoraste tanto? Como eu me entere de que has liado alguna tasqueira en la calle, te descrismo.
—¿Qué tasqueira voy a liar en la calle si me mandáis de recados antes de que el gallo cante y, cuando salgo, todavía no hay nadie con quien chocar puños? —protestó Fernando, malhumorado—. Me demoré porque la burra estaba más seca que ojo de tuerto y al lechero le ha costado un triunfo llenar la cántara.
La mano del joven rumbo a la polémica bandeja de torreznos interrumpió su avance al recibir un fuerte cucharetazo.
—¡La nai que os botou, papagachos do demonio! —bramó Teodora—. Basta de roubar o condumio do patrón. Tío e sobrino, ¡fóra de aquí os dous!
Teodora y Bieito llevaban una década faenando en casa de los Castro. Dos años atrás, Fernando, sobrino de Teodora, quedó huérfano y, luego de acogerlo, el matrimonio rogó a Sebastián un empleo para él, pía obra que, desafortunadamente, les causaba múltiples quebraderos de cabeza.
De quince primaveras, díscolo y pendenciero, Fernando era zagal de reyerta diaria. Además, celoso de la acomodada existencia de Alonso, detestaba al muchacho y, enervado por tener que rendirle pleitesía, no perdía ocasión de zaherirle. Alonso intentaba ignorarle y evitar el combate, pero, como solía fracasar en el empeño, ambos se enzarzaban de continuo.
La situación soliviantaba a Margarita y, aunque, en deferencia a Teodora, refrenaba las ganas de despedir a tan correoso mancebo, intuía que tarde o temprano el conflicto traspasaría lo admisible y habría de hacerlo.
Tras echar a Bieito y a Fernando, Teodora reanudó su frenética actividad. Justo entonces llegaron Sebastián y Alonso.
—Excuse la dilación del desayuno, amo —explicó la criada, lanzando una mirada fulminante a Alonso—. Certas… eventualidades me han reclamado máis esforzo del necesario, pero palabra de galega que levo apencando desde o alba.
—Calmaos, Teodora —tranquilizó Sebastián—. No os traigo reconvenciones. Os traigo a mi hijo. ¿Le concedéis un instante? Precisa comentaros algo.
Alonso besó la mejilla de la mujer y esbozó una pícara sonrisa.
—Mi gentil señora, lamento haberos disgustado. ¿Me perdonáis?
—¡Madia leva, golfiño! —contestó Teodora, palmeándole el rostro afectuosamente—. Ben sabes que esa sorrisa de pillabán derrite a esta vieja babiola. Claro que te perdono, neno.
—¡Magnífico! —aplaudió Sebastián mientras saboreaba el letuario—. Agradezco vuestra comprensión, Teodora.
—Alonsiño, apura el desayuno o arribarás á escola despois do tempo —apremió la criada, poniendo en la mesa un cuenco de leche caliente, pan candeal y una escudilla de torreznos.
En ese momento apareció Margarita ya aviada para la jornada.
Vestía una camisa interior de lino blanco, cuello alto y cabezón rematado con randas de Cambray debajo de un corpiño de capichola azul noche con escote redondo y botones traseros flordelisados. Atacadas al corpiño mediante agujetas de cordobán negro, llevaba unas mangas también de capichola, guarnecidas con soguillas color cielo y cuchilladas de bocací que dejaban entrever la camisa interior y, por la boca de las mangas, asomaban puños de un encaje idéntico al del cabezón. Una basquiña de terciopelo índigo cubría la faldilla y una pretinilla de damasco gris le adornaba el talle.
A modo de sobretodo se había puesto una ropa de seda plateada, prenda de manga larga, abierta en la delantera, ajustada arriba y holgada abajo que las féminas utilizaban en el hogar al objeto de proteger el atuendo de salpicaduras domésticas.
Luego de saludar a los adultos, se dirigió a Alonso y, alzando los brazos, pues el chico casi le sacaba dos cabezas, le atusó los desordenados rizos.
—¿Has presentado disculpas a Teodora?
—Disculpas presentadas, madre. Recién sellamos la paz.
—Unha paz pasaxeira, témome —refunfuñó Teodora—. Mañana a guerra estrombará de novo. El galopín non outorga tregua.
—Esta vez y por la cuenta que le trae, sí otorgará tregua, ¿cierto, Alonso? —sentenció Margarita en tono severo.
—Creedme que ansío disfrutar de una tregua, madre, pero, si la guerra es cosa de dos, la paz también.
—Repórtate o la tendremos, jovencito. No me placen una miaja tus displicencias. Márchate antes de que se me agote la paciencia porque estás rozando el límite de lo tolerable y, al final, saldrás escarmentado. Te quiero en derechura a la escuela; sin desvíos ni altos en el camino, ¿entendido?
—Entendido, madre —contestó Alonso, bebiendo el último sorbo de leche.
—Y no te retrases en el almuerzo —siguió decretando Margarita—. Siempre andas a la caza de grillos y nunca apareces hasta después del amén.
—¡Vaiche boa! —bufó Teodora—. Por fas ou por nefas, el neno llegará a luscofusco, ama. Tarda unha eternidade en facer calquera cousa e se enreda en gaitadas absurdas. Non é posible que chegue a tempo a ningunha parte. É como el galgo de Lucas, que, cando se le cruzaba la liebre, poníase a orinar.
—¿De qué diantres habláis? —rebatió Alonso—. La mayoría de los días este galgo es de los primeros en pisar la escuela.
Luego de arrebujarse en una capa de bayeta impermeable, se caló un bonetillo y agarró el tablero de ajedrez.
—Padre, ¿me ayudaréis a traducir un pasaje de Ovidio? —preguntó a Sebastián, que contemplaba la escena engullendo un torrezno tras otro—. No logro descifrarlo y don Martín me ha pedido un resumen.
—Claro, hijo. Acude a la escribanía al toque de vísperas y lo traduciremos juntos.
—Allí estaré. Agradecido, padre. Marcho ya.
—¿Dónde vas con el dichoso ajedrez? —le detuvo Margarita—. Suéltalo de inmediato.
—Tratad de comprenderle, querida —intercedió Sebastián—. Ese escaque acumula tres generaciones. Perteneció a mi padre; luego, a mí, y ahora, a él. Lo estima y gusta de portarlo.
—Imagino que a nosotros también nos estima y no por ello nos lleva pegados a las costuras todo el santo día.
—No se me antoja pecado capital, Margarita. Incluso le permitirá practicar en la escuela y esta tarde jugaremos unas partidas.
—En la escuela se estudia, esposo; no se practican tarascadas. Y en cuanto a vuestros planes vespertinos, creí que pensabais ayudarle a traducir latín.
—Una observación muy atinada —reculó Sebastián, adoptando un gesto inocente—. Deja aquí el ajedrez, Alonso. Hoy no lo precisarás.
A continuación, se aproximó al chico y lo besó en la mejilla.
—Usaremos el de la escribanía —le susurró al oído, elevando, acto seguido, la voz—. La obligación antes que la devoción, hijo mío. Disfruta la jornada y traslada nuestros saludos al bueno de don Martín.
Reprimiendo una sonrisa, Alonso lanzó el tablero sobre la mesa de tan atropellada forma que casi tiró la fuente de torreznos. Esquivando el sopapo de una Teodora furibunda, dio un rápido abrazo a su madre y escapó.
—¡Ángela María! —suspiró Margarita—. ¡Qué fatiga de zagal! Cualquier parlamento con él me resulta extenuante.
—Juventud, divino tesoro —recitó Sebastián, divertido.
—Teodora, ¿te importaría subir a mi estrado y vigilar el sueño de Diego?
—A balavento, ama —respondió la criada, saliendo en dirección a la escalera.
—Un