—‘La nobleza no reside en el apellido, sino en nuestros actos’. Procede de Los Oficios, de Marco Tulio Cicerón, y es el lema de mi estirpe.
—Creí que el lema de vuestra estirpe aludía a las bondades de la constancia.
—Gutta cavat lapidem, non vi sed saepe cadendo, de Publio Ovidio. ‘La gota horada la piedra merced a la constancia, no a la fuerza’. Ciertamente así reza el lema actual, pero, cuando mi padre muera y yo asuma el patriarcado de mi linaje, lo derogaré e instauraré el del relicario. Y lo haré en homenaje a vos.
—¿En homenaje a mí?
—Sí, Margarita. Sois la prueba fehaciente de la verdad que encierran esas letras, pues, aunque vuestro apellido adolezca de nobleza aristócrata, vuestros actos atesoran otra clase de nobleza mucho más auténtica: la del corazón. Tal es mi criterio y, en el ánimo de honrarlo y honraros, utilizaré las palabras de Cicerón para lograr que mis blasones, nobles de apellido, se inclinen ante vos, dama de noble corazón.
—Suena bello —susurró Margarita, conmovida.
—Hoy mi abolengo me somete y me obliga a renunciar a vos, pero mañana yo lo someteré a él y lo obligaré a enarbolar vuestro recuerdo estampándolo en su escudo de armas.
—Mi recuerdo en vuestro escudo y vuestro recuerdo en mi relicario. Parecerá que seguimos juntos. Acepto la prenda de amor y os la agradezco. Lástima no poder abrir el relicario. Imagino que habréis perdido la llave. Según el tamaño de la cerradura, la supongo minúscula y de fácil extravío.
—No la he extraviado —aclaró el muchacho, mostrándole una llave de dimensiones casi imperceptibles—. Hela aquí.
—Dádmela, pues.
—En lugar de daros yo la llave, ¿me permitís vos el relicario? He planeado un ritual simbólico.
Cuando, expectante, Margarita obedeció y le devolvió la joya, el joven la abrió. Una de las paredes internas era de plata como el exterior, pero la otra exhibía el emblema de su estirpe: dos ánforas doradas sobre fondo azur que enhebraban agua en un suelo de estrellas.
Sacó una navaja, se cortó un rizo y lo metió dentro. A continuación, cogió un mechón de Margarita y le lanzó una mirada interrogante. Al obtener licencia, también lo cortó, lo unió al suyo y cerró el colgante.
—Vos conservaréis el relicario y yo, la llave —explicó—. Si, andando el tiempo, se tercia la ocasión, entregádselo a nuestro hijo y decidle que me busque. En cuanto me lo enseñe, pondré mis títulos y mi hacienda a su disposición.
—No hagáis promesas baldías, os lo ruego. Nunca confiaréis el futuro de vuestro linaje a un bastardo.
—Ese niño no será un bastardo, Margarita. Será mi primogénito y palabra de honor que, de cruzarle Dios en mi camino, lo convertiré en mi sucesor.
—Toda la conversación habéis hablado de un niño y quizá nazca una niña.
—Nacerá varón. Lo sé. Y también sé que, tarde o temprano, el destino lo traerá a mí. Un día conoceré a un zagal que me resultará especial. Lucirá una caricia de luna en el brazo y un relicario en el pecho. Ignoro cuándo y cómo ocurrirá, pero tengo la certeza de que ocurrirá. Esperaré ese momento con impaciencia e ilusión y, mientras tanto, mi venerada Margarita, guardaré esta llave en el cajón de las segundas oportunidades.
—¿Habéis revelado a alguien más vuestra situación? —inquirió Sebastián tras escuchar el relato.
—A nadie —contestó Margarita—. Ni siquiera a mis padres. Cuatro meses ha que engendré y todavía no me he atrevido a participárselo. Afortunadamente, mi abdomen permanece raso.
—Terminará curvándose.
—Me consta y me aterra. Estoy desesperada, Sebastián. Aunque me avergüenza admitirlo, os confieso que incluso he sopesado la posibilidad de aceptaros, agilizar las nupcias, fingir una preñez inmediata y pretextar un parto prematuro.
—Muchas mujeres obran así.
—Yo no soy una de esas mujeres —se defendió Margarita, abochornada—. Os juro que desestimé la idea al punto.
—Tranquila. Os creo. En verdad no os concibo en semejantes contubernios. Pero centrémonos en lo importante. ¿Aún lo amáis?
—Lo he amado con locura y un sentimiento tan profundo no desaparece de repente. Sin embargo, también os digo que el sentimiento se está marchitando y me figuro que acabará expirando, porque no existe camino de retorno. Cuando él marchó, mi corazón abandonó el puerto de su regazo y ahora ya surca mares de olvido.
—¿Y se plantearía vuestro corazón zanjar esa singladura y echar el ancla en el puerto de mi regazo?
—Las circunstancias no me permiten plantearme algo así, Sebastián. Muy al contrario, me he afanado en reprimir el afecto que os profeso, pues lo percibo tendente a progresar y visar esa progresión me causaría cuitas que, en estos momentos, me siento incapaz de soportar. De ahí mis reticencias a vuestro cortejo. Desde el principio advertí que podía enamorarme de vos, pero ¿para qué enamorarme de quien me despreciaría en cuanto descubriera mi ignominia?
—Entonces, ¿podríais enamoraros de mí? Si no lo reprimierais, ¿creéis que vuestro afecto progresaría hasta convertirse en amor?
—Ni un instante lo dudéis. Se me antoja cuestión de tiempo, pero lamentablemente tiempo es lo que nos falta, porque, mientras vos me cortejáis y yo convierto afecto en amor, la semilla de otro crece en mí.
Pensando que a veces la vida resultaba harto extraña, Sebastián suspiró.
Convencido de que la muerte de Inés había esterilizado su corazón y de que nunca más volvería a intervenir en una partida de amor, ya se había resignado a la soledad cuando, de pronto, la Providencia le resucitaba el corazón y le proponía una nueva partida.
Cierto que la partidita de marras se las traía, pues exigía arrestos y, sobre todo, una apuesta fuerte. Sin embargo, ni se consideraba un cobarde ni le desagradaban las apuestas fuertes. De hecho, se consideraba un corajudo y, además, las apuestas fuertes le seducían. Por eso, en lugar de rehusar el desafío, resolvió sentarse a la mesa y jugar. Tiraría de arrestos, apostaría fuerte, nada menos que la felicidad, y que la suerte… o la Providencia… arbitrase si ganaba o perdía.
—Si de veras reputáis cuestión de tiempo que vuestro afecto se convierta en amor y me pertenezca en exclusiva, os concedo ese tiempo —anunció en tono firme.
—¿Os referís a…? —balbuceó Margarita, atónita.
—Me refiero a que no desisto de mi pretensión. Deseo desposaros y darle mi apellido a vuestra criatura.
—¿Os habéis desnortado? ¿Por qué cometeríais tamaño desatino?
—Porque os amo de verdad y el amor verdadero nunca se rinde. Errasteis entregando la virtud a quien no la merecía, pero, pudiendo embaucarme, os habéis sincerado. Ese proceder indica valentía y honestidad, cualidades que, a mi entender, purgan vuestra mácula.
—Cualquiera se apartaría de esta mujer honesta, valiente… y embarazada de otro.
—Yo no soy cualquiera, mi señora. Soy un hombre que todo lo tuvo y todo lo perdió. La adversidad me dejó el corazón en carne viva y eso duele mucho. El sufrimiento extremo enseña a relativizar y yo he aprendido la lección. En consecuencia, reitero mi oferta de matrimonio.
—¿Y qué mañana podéis esperar arrogándoos una paternidad ficticia?
—Nada espero ya del mañana, Margarita. En algún recodo de este zigzagueante transitar mío, repleto de innumerables sonrisas y demasiadas lágrimas, reparé en el doble significado del vocablo presente. Significa ‘hoy’