Pese a los peligros que entrañaban aquellas rejas asesinas, había quien se arriesgaba a desafiarlas, y no porque tuviera ganas de descrismarse, sino porque, si caminar cerca de los muros resultaba aventurado, alejarse meritaba una seria reflexión.
Trasegar el Madrid crepuscular a techo descubierto era cosa de valientes debido al enojoso «¡agua va!» que se sucedía a partir de las diez. Innumerables galanes que, emperejilados e impolutos, se dirigían a rendir el corazón de su musa abortaban el empeño tras recibir un aluvión únicamente susceptible de rendir el olfato de la musa y, huelga decir, cualquier probabilidad de aproximación a ella.
El perpetuo caudal de orines y excrementos que surcaba la zona central de muchas costanillas tampoco invitaba a ponerse al raso, porque, considerando la angostura de estas travesías, o se viajaba pegado a la pared, o, en vez de recorrer una calle, se terminaba vadeando una ciénaga pestilente.
En definitiva, los noctámbulos madrileños se exponían a quedar sepultados bajo restos de vivo o tierras de muerto. Como los restos de vivo se limitaban a dejar a su víctima oliendo a vivo muy vivo, el percance se remediaba regresando a casa y aviándose de nuevo. Sin embargo, las tierras de muerto eran otro cantar, pues solían caer encima de quien ya no respiraba y eso sí que no tenía remedio.
Amén de la basura que flotaba en el arroyo central, los transeúntes de la calle del Espejo también enfrentaban la apilada en los recovecos que formaban su curvado trazado.
Vidrios rotos, torzales, trapos, cascotes, montañas de grava, ollas destartaladas, papeles arrugados, heces equinas, verduras podridas, bolas de tabaco, cáscaras de fruta, plumas de ave, gatos finados, ratas devorándolos, ratas finadas, gatos devorándolas y un nutrido etcétera convertía el sitio en un auténtico estercolero solo apto para zapatos de siete suelas.
Afortunadamente, tamaño calvario hallaba una tregua en la perpendicular calle de Santa Clara, donde el mundo cambiaba de color y, en particular, de olor.
Allí se erigía el convento de la Visitación de Nuestra Señora, apodado de Santa Clara debido a la comunidad de monjas clarisas que lo habitaba y famoso por las rosquillas cubiertas de merengue solidificado que estas despachaban en sus dos tiendas.14
Como las hermanas horneaban rosquillas muy a menudo, aquellos muros solían despedir un aroma que embriagaba a propios, a extraños y… a barrenderos.
Barrenderos: ‘empleados municipales responsables de la higiene de Madrid’. He ahí la definición oficial, definición harto cuestionada entre la ciudadanía porque, según la mayoría, unir las palabras higiene y Madrid en una misma frase equivalía a identificar cielo e infierno.
Sin embargo, una minoría menos reivindicativa trataba de suavizar semejante contundencia matizando que, aunque algunas calles recordaban a una cochiquera, otras estaban inmaculadas.
Y era cierto. Efectivamente, no todas las calles lucían igual y el motivo estribaba en que los barrenderos solo aseaban aquellas que albergaban tres tipos de lugares: o bien dependencias de autoridades religiosas y civiles, o bien residencias de ilustres dispuestos a desembolsar una comisión que complaciese al bolsillo, o bien talleres de ambrosías que quizá no complacían al bolsillo, pero sí al paladar.
Afiliadas a la tercera modalidad, las clarisas donaban una rosquilla al barrendero de turno cada vez que este pasaba por delante de sus pagos, pleitesía que instaba al mentado a dar hasta cuatro batidas, siempre parando en la tienda y siempre moviendo la mano más que la escoba.
A resultas de tanto esmero, la calle quedaba cual patena en oposición a la perpendicular del Espejo, que, carente de estímulos, no recababa ningún agasajo. Muy al contrario, parecía que adentrarse en ella implicaba franquear el umbral del averno, porque, en cuanto bordeaba la esquina, el barrendero viraba el talón y volvía a enfilar Santa Clara repitiendo pasada y rosquilla.
Asiento de los tres alicientes que activaban el celo profesional de los barrenderos, la plazuela de Santiago, donde desembocaba la calle de Santa Clara, también brillaba esplendorosa.
De un lado, acogía a las parroquias de Santiago y de San Juan, cuyos vicarios amenazaban con excomulgar a los que escatimasen bríos en los predios de Dios; de otro, a las mansiones del marqués de la Laguna, el duque de Benavente, el conde de Lemos y la saga de los Herrera, los cuales apoquinaban las comisiones precisas; y, aunque de refilón, al convento de Santa Clara, pues este se encontraba adosado a la iglesia de Santiago.15
Alonso atravesó la plazuela y, como, pese a las polémicas con Teodora y los regaños de Margarita, aún le sobraba tiempo, decidió desviarse en dirección a la parroquia de San Nicolás. Le fascinaba aquel templo, el más añejo de Madrid después de Santa María la Mayor y, a juzgar por su torreón de estilo mudéjar, posiblemente una antigua mezquita morisca.16
Luego regresó sobre sus pasos y se internó en la calle Santiago, donde el cotidiano recital publicitario de los comerciantes ya estaba en pleno apogeo.
—Cuadros, sargas, pinturas, compren inversiones seguras —anunció el dueño de uno de los múltiples bazares de arte de la zona.
—Agua fina del Abroñigal, no probaréis nada igual —gritó el aguador.
—Aguardiente y letuario, empezad el día con el vigor del corsario —clamó el propietario de un bodegón de puntapié, negocio ambulante consistente en un cajón de cochambroso aspecto que expendía comestibles muy poco comestibles.
—Miel de la Alcarria, la manchega, por dos reales, ambrosía palaciega —cantó el apicultor.
—Leche de burra recién ordeñada, lleno la frasquilla de una sentada —vociferó el lechero, tirando de las riendas de una susodicha de tan desabrido gesto que cualquiera se acercaba a exprimirle las ubres.
—Pestiños, suplicaciones y buñuelos, alivian todos los duelos —pregonó Faustino, el barquillero.
—Vinos de la tierra, quien los elige nunca yerra —divulgó un tabernero que solía instalar una mesa junto a su local para aprovechar la animación callejera de las mañanas… aunque, si en cada reclamo le pegaba un tiento al género, acabaría la jornada sin género, sin cuartos y con una torrija de consideración.
—Castañas, castañas, mitigan el frío de las pestañas —se desgañitaba una achacosa mujer que, vistiendo los guantes descabezados típicos de estas comadres, removía las invernales viandas sobre una lumbre portátil y colmaba el ambiente de su cálido perfume.
Alonso saludó al vendedor de arte, avisó de corchetes en las proximidades al bodegonero, vaticinó parcos beneficios al tabernero beodo, acarició al borrico del aguador, lo intentó con la burra del lechero desistiendo a la primera coz, pidió al apicultor que le describiese los campos manchegos de don Quijote, regaló una flor a la castañera y embaucó a Faustino, el barquillero, de quien siempre lograba uno de esos buñuelos que aliviaban todos los duelos.
Llegó a la plazuela de Herradores, donde se ubicaban los herradores, los silleteros, los esportilleros, los criados desempleados a la caza de patrón y los patrones empleadores a la caza de criado.
Huelga decir que tanto colectivo junto generaba tal turba que el recinto era un guirigay constante y además recurrente, pues, día tras día, acontecía de manera inalterada e inalterable.
Mientras los herradores acudían al alba, desatrancaban sus talleres e iniciaban la faena, el resto también acudía al alba, pero, en lugar de iniciar la faena, iniciaban una partida de naipes que paliase una miaja el suplicio de ganarse los garbanzos. Sin embargo, lejos de paliarlo, muchos lo veían recrudecido cuando perdían todos los haberes, incluidos los pendientes de devengar durante la jornada todavía virgen.
Y así halló Alonso la plaza: sumida en la rutina habitual.
Unos estaban abriendo el taller y otros, un abanico de cartas. Cinco jamelgos a la espera de calzado relinchaban;