Don Severo consideraba un honor disponer de un ayudante con estudios mayores porque, como la profesión no los demandaba, ni él ni casi ningún escribano los tenía. En cambio, la abogacía sí los requería y de ahí que, mientras los escribanos carecían de prestigio social, a los letrados les sobrara. Don Severo denostaba esta marginación, pues, según decía, «en ciencia forense, le pego mil vueltas a ese hatajo de garambainas que salen de la facultad creyéndose Ulpiano».
Frustrado, describió a Sebastián los tres tipos de juristas existentes: los de ferreruelo, los de capa y los garnachas, cada uno legitimado a lucir un atuendo diferente.
Los escribanos, custodios de la fe pública, militaban en el primer grupo. Al no poseer formación universitaria, solo podían vestir ferreruelo, un manteo de longitud parcial y desprovisto de capilla que, siendo como era un complemento sin restricciones de uso cuya utilización menudeaba en el sector masculino, no entrañaba ni singularidad ni una nombradía digna de jactancias. Muy al contrario, denotaba medianía y pertenencia al colectivo general, ese que solía llamarse «del montón», circunstancia que acomplejaba e irritaba al personal fedatario.
Los licenciados en derecho integraban la categoría de los juristas de capa y estaban autorizados a emplear la capa de letrado, un arreo negro, de un largo total y pertrechado con capilla.
Instalados en las cumbres de la ley, los magistrados, fiscales, oidores y alcaldes ostentaban la prerrogativa de calzar la venerable garnacha, un traje talar, negro, holgado y de manga ancha colocado a modo de sobretodo. Aunque el Segundo Felipe comenzó exigiéndola a los máximos representantes de la Justicia, después la exigencia mudó a privilegio y la garnacha se convirtió en una prenda reservada en exclusiva a ellos e indicativa de la erudición suprema.8
A la vera de don Severo, Sebastián aprendió el oficio de escribano. Transcurridos cuatro años de noviciado, acreditó reunir los requisitos demandados a todo aspirante a notario, se examinó ante el Consejo Real y, superada la prueba, fue investido escribano del número.
Había bastantes variedades de escribanos, pero los más habituales eran los escribanos del número y los escribanos reales. La denominación de los primeros procedía del número de profesionales adjudicado a cada población, acotamiento que impedía a un recién ungido abrir una escribanía de manera inmediata y le obligaba a esperar una vacante susceptible de compra o arrendamiento para ejercer bajo su número. Aunque los escribanos reales parecían gozar de mayor libertad, pues podían establecerse en cualquier sitio del Reino, la libertad no resultaba ni tan mayor ni tan libre a causa de un veto muy restrictivo: el sitio elegido debía adolecer de notarías del número.
Una vez inmatriculado, el Consejo Real solicitó a Sebastián que aportase su signo, la rúbrica personal, intransmisible e inmodificable con la que un escribano legalizaba documentos.
Él diseñó un boceto sencillo. Trazó una cruz, dibujó una S a la izquierda, una C a la derecha y, al pie, plasmó un proverbio latino que, en su opinión, compendiaba el oficio: verba volant, scripta manent; ‘las palabras vuelan, lo escrito permanece’.
A falta de plazas disponibles en Tendilla, continuó asistiendo a don Severo hasta que se enamoró de Inés, la única hija de este, y le pidió su mano.
Entusiasmado, don Severo no solo se la concedió, sino que, alegando un imperioso anhelo de descansar, le transfirió la titularidad de su escribanía.
No contento con entregarle a su hija y cederle el negocio, le otorgó, además, otra merced de enorme calado para Sebastián.
Movió influencias, se agenció “testigos” prestos a avalar el pasado católico de los Castro a cambio de una generosa recompensa y confeccionó un árbol genealógico prístino de mácula judía; luego tramitó la limpieza de sangre y autenticó la cédula resultante.
Sebastián quedó emocionado. Aunque él había nacido en Cristo y a Cristo pertenecía su credo, las raíces conversas de los Castro le baldaban el acceso a un sinfín de prerrogativas exclusivas de los cristianos viejos y vedadas a los cristianos nuevos, incluidos sus descendientes. El certificado de limpieza de sangre eliminaba ese lastre y le procuraba un mundo repleto de oportunidades con el que jamás se había atrevido a soñar.
Y así, como esposo de Inés, escribano del número en Tendilla y titular de un muy útil certificado de limpieza de sangre, comenzó una nueva andadura.
Su genuina honestidad le granjeó amistades y muchos contactos importantes, entre los que destacaba el de Ramón Cortés, miembro de uno de los clanes más conspicuos de la comarca. Tiempo después, don Ramón logró una regiduría en el Concejo de Madrid y, al despedirse de Sebastián, lo conminó a buscarle si alguna vez le necesitaba.
Al poco, Inés concibió, jubiloso acontecer que colmó el ánfora de la felicidad. Sin embargo, la felicidad, dama de alma nómada y reacia a empadronarse en ningún lugar, no quiso echar raíces allí y, transcurridos nueve meses de apacible gestación, abandonó el ánfora dejando tras de sí un parto complicado que ni la madre ni el niño superaron.
Sebastián y don Severo naufragaron en el mar de la pena, pero, mientras Sebastián consiguió subirse al velero de la juventud y mantenerse a flote, don Severo, perdido ya el velero de la juventud e incapaz de encontrar el de la esperanza, se hundió y, al final, se ahogó.
Sebastián resistió este segundo óbito gracias al trabajo, en el que se volcó, y a sus padres, en cuyo regazo se refugió. Desafortunadamente, aquel amado regazo también se desvaneció cuando una cruenta epidemia de peste masacró la región y trasladó a sus padres al mismo mundo de los recuerdos que recién acogía a don Severo y a Inés.
Roto de dolor, roto el mañana y viendo que, pese a su afán por achicar lágrimas en el velero de la juventud, incluso este zozobraba, Sebastián pensó que, o se alejaba de tan pertinaz noche, o la pertinaz noche acabaría engulléndolo. Vendió entonces la escribanía, cogió portante y marchó a Madrid.
Gracias a su amigo Ramón Cortés, ahora regidor del Concejo madrileño, adquirió a magnífico precio una escribanía del número desocupada tras el deceso del titular. Se hallaba en la calle de San Salvador y junto a la parroquia de igual nombre, una ubicación perfecta para cualquier notario, pues justo enfrente estaba la plaza de San Salvador, sede del Concejo, y, muy cerca, la de Santa Cruz, asiento de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte.9
En otoño de 1606 conoció a Margarita Carvajal, hija de un platero, soltera y sin compromiso.
Prendado de ella, empezó a galantearla y, aunque la actitud de la muchacha le confundía porque ni le aceptaba ni le rechazaba, no cejó en su empeño y continuó visitándola a diario.
Apenas un mes después, comprendió que no se trataba de un capricho efímero y, decidido a dar el paso definitivo, una azafranada tarde de octubre le propuso matrimonio.
—¿Casarnos? —exclamó Margarita, perpleja—. ¡Qué disparate! No hace ni seis semanas que me frecuentáis.
—Me sobran cinco para saber que os amaré hasta mi último aliento. Si me correspondéis, ¿por qué esperar?
—Lo lamento, Sebastián, pero debo declinar.
—¿Debéis? No hablamos de deber, mi señora; hablamos de querer. Aunque, al principio, os mostrasteis equívoca, luego… bueno… me ilusioné pensando que mi persona os interesaba.
—Y me interesa —replicó Margarita, afligida—. Es mi persona la que no os interesa a vos. De ahí el motivo de mi ambigüedad inicial y también el de mi negativa a aceptaros como esposo.
Os garantizo que, de estar al corriente de mis circunstancias, revocaríais vuestra gentil propuesta nupcial.
—Probad a exponer esas circunstancias y veremos si me retracto o me ratifico.
Margarita asumió el reto y, encendida de vergüenza, le confió sus misterios.
Meses