De nuevo, la prudencia le recomendó prudencia. Tenía que abrir los ojos y levantarse. Y tenía que hacerlo a escape, antes de que fuera demasiado tarde. Pero sus piernas no obedecieron la orden. Ni sus piernas ni su lucidez. Ni siquiera su voluntad obedeció la orden. Muy al contrario, la invitó a olvidar la prudencia e internarse en aquel dulce abismo. Y ella, incapaz de resistirse, aceptó.
Así, libre ya de los corchetes de la cordura, se acurrucó en el amoroso regazo de la ingravidez, se relajó y se durmió.
Entregada la última remesa de ropa limpia en la Inclusa, Saturnina se dirigía a su casa.
Era lavandera y gallega, un binomio muy habitual en Madrid porque la mayoría de las inmigrantes norteñas terminaban en los lavaderos del Manzanares frotando sueños rotos en dura piedra de realidad. Sin embargo, aunque frotaban y frotaban esperando que un día el sueño se enderezase y trocase en algo similar a lo que fabularon cuando emprendieron viaje a la Corte, el sueño resultaba cada vez más flácido y la piedra de realidad, cada vez más dura.
Lloviera, ventease, helara o quemase el sol, antes del alba Saturnina tomaba taja y canasto, recolectaba la indumentaria sucia de su clientela, marchaba a la Puente Segoviana e iniciaba el descenso al río. Luego de cavar un hoyo en los areneros hasta fabricar una pileta, embutía las rodillas, acoplaba la taja y doblaba el lomo. Así saludaba la jornada y, a menudo, así la despedía.
Y, como ella, muchas más comadres que ya desde la amanecida atestaban el lugar. Unas faenaban en exclusiva para un convento o una familia y otras faenaban para quien querían y si querían, circunstancia harto privilegiada a ojos de Saturnina, que, perteneciente a esta modalidad, solía decir que «un instante de libre albedrío vale más que una vida de servil laborío».
Sin embargo, la circunstancia no era ni tan privilegiada ni tan susceptible de libertades. En realidad, aquel oficio de sacrificada brega e ínfimo jornal dejaba parco margen a las preferencias y, en no entendiendo el hambre de autonomías que no tintineaban, Saturnina faenaba para quien la contratase y, quisiera o no, lo hacía a diario.
Encima, lavaba ajuares que abortaban quimeras de «libre albedrío» y se acercaban demasiado al «servil laborío». El hospital de los Desamparados, el de Antón Martín, el de la Latina, el General y la Inclusa constituían su parroquia, lugares que no proporcionaban la sencilla colada de una familia o una comunidad religiosa, sino sábanas sangrientas, camisolas infestadas de miasmas, paños impregnados de fluidos contagiosos e incluso mortajas mortuorias.
Blanquear semejante festival de pringue le exigía tal vigor en la fricción y tal cantidad de tiempo arrodillada, encorvada y calada que ya no recordaba ni el aspecto de sus manos ni el de sus rodillas, tan ulceradas las tenía.
Pero el peculiar «libre albedrío» de Saturnina no solo afectaba a manos y rodillas; también afectaba a las piernas, porque, cuando no penaba en el río restregando arrobas de ropa, penaba en las cuestas de Madrid acarreándolas tras acopiarlas sucias o rumbo a devolverlas limpias.
Aunque los achaques le dificultaban los paseos, ni se le ocurría recurrir a los esportilleros, zagales que, a cambio de medio real, cargaban mercancías en una cesta de mimbre y las llevaban donde les ordenasen.
Aquellos mozos la habrían asistido gustosos, pero Saturnina no se fiaba, pues, al parecer, lo depositado en las esportillas nunca llegaba íntegro a puerto. Además, le costaba mucho ganar cuatro miserables monedas y no cedería ni una a esos tunantes estiradedos. Por si fuera poco, era un gremio de enclenques y lo mismo, después de pagarles, todavía le tocaba a ella remolcar esportilla y esportillero.
Esa noche regresaba al hogar pensando en la olla de berzas y abadejo que cenaría. Cierto que el menú adolecía de fuste, pero la soldada permitía lo que permitía y no solía permitir nada diferente; sobre todo, en la época fría. El sol, si es que asomaba, apenas calentaba y la ropa, si es que no se congelaba, tardaba en secar, avatares ambos que mermaban el número de piezas despachadas. Y, como a menos piezas, menos cuartos, de octubre a marzo, el jornal adelgazaba a idéntica velocidad que ella.
En esos meses solo comía unas gachas en el desayuno y dos cebollas en el almuerzo, paupérrimas colaciones que, en lugar de saciarle la gazuza, se la exaltaban convirtiendo las humildes berzas nocturnas en un auténtico gaudeamus palaciego.
Mientras engañaba la gusa masticando un mendrugo de pan que recién rescataba del suelo, se sacudió la saya de picote a real y, cuando escuchó la anémica melodía metálica que emergió del bolsillo, soltó un exabrupto. Trajinando desde la aurora hasta desriñonarse y lo entalegado no le alcanzaba ni para sumar una ración de ajos a las cebollas del almuerzo.
Maldiciendo su infausta suerte y también el temporal de nieve, que no amainaba, se ciñó la pañoleta a la cabeza, se embozó en el manto de felpa, se ajustó las polainas de lana y, preocupada pero impotente, inspeccionó sus abarcas, típico calzado de los montañeses consistente en una suela de cuero sin curtir atada al tobillo. Le preocupaban porque estaban tan desgastadas que casi no existía suela entre pie y tierra y se sentía impotente porque no podía redimirlas del tajo. Si la carestía de sus arcas vetaba unos miserables ajos en el almuerzo, mucho menos posibilitaba una renovación de avíos.
Resignada a la idea de terminar asendereando Madrid con huellas desnudas, dejó atrás la plazuela del Conde de Barajas y, al cruzar Puerta Cerrada, se fijó en un bulto que había cerca de la fuente de Diana.
Barruntándose un finado, se aprestó a hacer lo normal en aquellos casos: cachearlo y cosechar lo que a la diestra del Señor ya no necesitaría. De primeras, el tufo que desprendía le torció el gesto; después aparcó los remilgos y sonrió ilusionada. Quizá acabase el día agenciándose un pellizco que licenciase alguna ambrosía. ¡El alma vendería al diablo a cambio de un tierno capón de leche y un morapio postinero de esos que cataban los principales!
Salivando buen yantar, arrimó el torzal al caído y, cuando vio a una descamisada de vientre hinchado, y no precisamente merced a recios condumios, inhibió la sonrisa y rumió un frustrado adiós a sus delirios gastronómicos.
No se perdió en lamentos, sin embargo. Luego de tantear el cuello de la chica y verificar que aún respiraba, la envolvió en el manto, se la colocó en los hombros y, tirando el torzal para liberar una mano, retomó camino. Lo había transitado tantas veces que ni luz requería.
—¡Carallo! ¡Sí que apesta la rapaza! ¡E cómo pesa! Non o entendo. ¡Si ten menos chicha que un peido! Apuesto la saya a que é un neno. Las galopinas non arriban grosas. ¡Hombres! ¡Todavía non nacieron e xa están dando guerra! ¡La nai que me botou! ¿Por qué don Deus non me agasalla con un morto adiñeirado? Pola contra, me pon diante unha preñada pestífera, sin ouros e a la que encima he de cargar a ombreiros. ¿Acaso non bregué suficiente hoy? Ademais vou ter que brindarle a miña cena. E mañana máis traballo, máis hambre e máis frío. ¡Virxe de O Corpiño! ¡Qué tufeira! Ya podía este inverno malfadado entrabarme las napias e non los huesos.
Y así, rezongando todo el trayecto, cruzó la plaza de la Cebada y enfiló la calle Toledo, diócesis oficial de forasteros, rufianes, curdas y prostitución donde se sucedía tal cantidad de reyertas que siempre había alguaciles rondando.
Como no deseaba toparse con ninguno ni reportar sobre la moza, Saturnina aligeró la carrera, impasible al hedor que, procedente del matadero, infestaba la avenida. Amén de estar acostumbrada al característico aroma de la zona, el fardo que fletaba no olía mucho mejor.
Próxima a la puerta de Toledo, en la calle Arganzuela, se detuvo a la altura de una casucha ruinosa.
El adobe de la estructura agonizaba, decenas de agujeros rellenos de paja poblaban el tejado y varios tablones reforzaban el vano de dos ventanucos, o eso ambicionaban, porque reforzar, lo que se dice reforzar, solo reforzaban el desolador aspecto de la construcción.
La cancela tampoco parecía en óptimas condiciones, pues, carcomida y desvencijada, ni siquiera encajaba en el marco. Al plantarse ante ella, Saturnina se subió las faldas y le arreó tal coz que