Se dió la señal de partida, y me despedí de Natalia que era la única que se quedaba en casa. Me apretó la mano con aquella su franqueza efusiva que la hacía tan amable.
En la calle, el General volvió a abrazarme y a ofrecerse con el mismo afecto y cordialidad: me hizo prometerle que vendría a comer con ellos todos los sábados. Guadalupe me alargó su mano que yo estreché temblando de emoción. Montaron en el coche. Grimaldi me hizo una profunda reverencia y montó en el suyo, que era elegantísimo y arrastrado por dos magníficos caballos extranjeros.
Cuando partieron, permanecí unos instantes inmóvil. Luego principié a caminar cabizbajo hacia mi casa en un estado de extraña y dulce turbación.
IV
CORRO PELIGRO DE CAER EN RIDÍCULO Y AÚN PRESUMO QUE HE CAÍDO
Los sábados comía, pues, en casa de Reyes. Después me llevaban consigo al teatro, unas veces al Real, otras al Español o a la Zarzuela; porque en los principales de Madrid tenía la familia del General un turno de platea. En estas ocasiones yo echaba el resto en la ornamentación de mi persona. Me había encargado un traje de frac y unas botas de charol, compré el sombrero de copa más reluciente que pude hallar en la capital y celebré largas conferencias con la planchadora que me había recomendado Doña Encarnación acerca de la pechera y los puños de mi camisa, conjurándole por lo que más amase en este mundo a que pusiera en ellos los recursos de su arte, el alma y la vida.
No bastaba esto. Era necesario además que el peluquero del entresuelo me frotase la cabellera con aguas perfumadas, me la peinase y me la rizase con tenacillas, que me diese brillantina y un toque de cosmético al bigote. Mi cabeza era un puro rizo y debía semejar bastante a la de un negrito de Angola; pero yo estaba satisfecho de ella y me parecía una verdadera obra de arte.
El que lea estos renglones habrá ya adivinado para quién se preparaban estas armas mortíferas. Sin embargo, tal vez se haya pasado de suspicaz, porque yo mismo no estaba bien seguro de lo que pretendía y si me dijesen en aquellos días que aspiraba a seducir a la bella señora del general Reyes me hubiera ruborizado y rechazaría la especie con indignación. Lo único de que estaba cierto era de que aspiraba a mostrarme ante ella con todas las ventajas físicas con que a Dios plugo favorecerme.
Debo confesar, aunque me duela el hacerlo, que mis proyectiles caían en la plaza, pero no estallaban. Yo no podía atribuír este resultado a defecto de fabricación, porque estaba perfectamente seguro de mi planchadora, de mi zapatero, de mi sastre y de mi peluquero. Tal vez la Providencia, velando por la seguridad de aquella preciosa mujer, evitase milagrosamente su explosión.
En casa de Reyes me recibía todo el mundo con cordialidad. El General se alegraba mucho de verme y reía y tosía hasta reventar contándome repetidas veces los graciosos episodios de sus días de pesca en compañía de mi padre. Natalia me acogía con su habitual franqueza un poco ruda pero siempre cariñosa. Y en cuanto a Guadalupe, me trataba siempre como una verdadera madre.
Pues bien, esto era precisamente lo que yo no podía sufrir. Aquel tono maternal que conmigo usaba en vez de infundir gratitud en mi corazón lo llenaba de despecho. Porque hablemos claro, ¿qué motivos existían para ello? Aunque contase diez o doce años más de edad que yo, por ley natural no podía ser mi madre. Además, mi barba precoz alejaba de la mente de cualquiera este ridículo supuesto y pensaba que merecía alguna mayor consideración. Guadalupe se obstinaba en hacer caso omiso de ella. Yo me desesperaba.
Un catarro feliz vino a esclarecer un poco este tenebroso asunto. Un día me sentí indispuesto, tuve un poco de fiebre y me vi obligado a quedarme en la cama. Doña Encarnación temió una pulmonía y llamó al médico. Si no mereció el nombre de pulmonía, algo logró parecérsele y pasé algunos días molesto y abatido. El sábado, no pudiendo ir a comer a casa del General, rogué a Moro que le enviase una tarjeta en mi nombre haciéndole saber la causa.
En la mañana del domingo me encontraba bastante aliviado: la fiebre había desaparecido por completo; tenía mi cabeza despejada y departía placenteramente con mi amigo Moro cuando apareció de improviso Doña Encarnación anunciándome, no sin cierta emoción, que dos señoras pedían permiso para verme.
No dudé un instante que fuesen Guadalupe y Natalia, porque no trataba otras en Madrid. La noticia me produjo una increíble agitación, mezcla de temor, de alegría y de vergüenza. ¡En qué desventajosa situación iba a contemplarme la hermosa señora del General! ¡Sin corbata, sin pechera almidonada, con el pelo lacio, sin cosmético, ojeroso y desmadejado! Sixto Moro quiso retirarse, pero yo le rogué que no lo hiciese, tanto por buscar apoyo contra la vergüenza que me embargaba como por el secreto orgullo de mostrarle mi amistad con personas tan principales.
Venían de misa y entraron ambas con mantilla en la cabeza, el devocionario en la mano y el rosario de oro y nácar arrollado a la muñeca. No necesito añadir que Guadalupe en esta forma ataviada parecía más hermosa que nunca. Yo siempre la encontraba mejor. Ambas se mostraron conmigo afectuosísimas, me hicieron infinitas preguntas, me dieron infinitos consejos higiénicos y encargaron muy especialmente a Doña Encarnación «que de ningún modo permitiese que me acatarrase de nuevo». Después se sentaron y charlaron animadamente de diversas cosas, casi todas ellas relacionadas con el arte dramático que ha sido en Madrid, y sigue siéndolo, la tabla de salvación de todas las visitas.
Les presenté a Sixto Moro; pero contra lo que yo esperaba éste apenas pronunció una palabra. Se mostró tan reservado y tímido que hizo aumentar aún mi embarazo. No pude menos de imaginar que se hallaba estupefacto, fascinado como yo por la belleza de la señora de Reyes. Comprendí sus impresiones, pero me disgustó aquella actitud, porque me había hecho lenguas en casa del General de su ingenio y elocuencia. Ambas le dirigían con disimulo escrutadoras miradas donde yo creía leer cierta sorpresa mezclada de ironía. Guadalupe se alzó al cabo de la silla y, acercándose a mí, dijo:
—Nuestra charla, si se prolonga, puede hacerte daño. Nos vamos.
Al mismo tiempo comenzó a arreglar con sus preciosas manos el embozo de la cama, y al hacerlo puso una de ellas casualmente sobre mis labios.
¿Casualmente? Yo era fatuo como lo son en esta edad casi todos los hombres, pero no lo bastante para pensar otra cosa. Así que me abstuve de hacer lo que contando diez años más y siendo menos fatuo hubiera hecho seguramente.
¡Qué delicioso desengaño! Aquella linda mano se sintió molesta, irritada por mi deplorable equivocación y me apretó con impacientes sacudidas los labios reclamando la ofrenda que le era debida. Yo deposité en ella un beso tan leve que a la hora presente aun no estoy seguro de que mereciese este nombre. Sin embargo, ella se dió por satisfecha: retiróse dulcemente y dió otros tres o cuatro toquecitos alegres a las sábanas mostrando su contento.
—No deje usted de darle por la noche, antes de dormir, una tacita de tila con una cucharada de azahar. Es un remedio inofensivo que en nada contraría las prescripciones del médico. A mí me prueba muy bien en todos los catarros.
Doña Encarnación prometió ejecutar fielmente este y otros encargos que le hicieron. Cuando al cabo se marcharon dejando embalsamada la estancia con un suave perfume de violeta yo no sabía dónde estaba, había perdido por completo la noción del mundo exterior y erraba por las regiones más altas de los espacios cerúleos.
La voz de Moro me sacó de mi estupor hipnótico.
—¡Qué hermosa! ¡qué hermosa! ¡Es una aparición celeste!
—¿Verdad que sí?—exclamé impetuosamente fuera de mi sentido.
—He