Años de juventud del doctor Angélico. Armando Palacio Valdés. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Armando Palacio Valdés
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664157331
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y ocasión para ello. De sus trampas y penurias se disculpaba achacándolo a la política; pero mi padre sabía perfectamente que sólo debían achacarse a su inveterada prodigalidad y no poco le tiene sermoneado para corregirle.

      Por fin llegó la hora del triunfo. Reyes desembarcó en Cádiz con los militares revolucionarios, se batió en Alcolea y entró victorioso con ellos en Madrid. Fué nombrado inmediatamente general de división o mariscal de campo, como entonces se decía, saltando sobre el empleo de brigadier. Erale debido, pues llevaba diez años de coronel y había expuesto repetidas veces su vida en aras de la causa revolucionaria. Un año después fué ascendido a teniente general. A la sazón ocupaba un alto puesto en el Ministerio de la Guerra.

      —Bueno, ahora que ya me conoces (porque reconocerme, aunque digas lo contrario, es imposible), ahora que sabes que estoy dispuesto a no perdonarte la más mínima infracción de tus deberes (salvo las escapadas que harás sin que yo me entere), es necesario que conozcas a mi familia y que te posesiones de esta casa que es, desde hoy, la tuya.

      Salimos del despacho, atravesamos un pasillo profusamente iluminado, y penetramos en una estancia muchísimo más iluminada aún.

      Era un gabinete cuadrado de regulares dimensiones, decorado con un lujo al cual no estaba yo acostumbrado. Las cortinas de raso encarnado sostenidas por galerías doradas; la sillería dorada también y forrada de la misma tela; del techo pendía una artística araña de cristal y en uno de los rincones un gran quinqué sostenido por tallada columna de bronce esparcía también velada claridad. Sobre la chimenea de mármol rojizo había una magnífica escultura de mármol blanco, y sobre dos mesitas chinescas, algunos juguetes de porcelana. Los pies se hundían en la alfombra; una emanación de suavidad extraordinaria llenaba el aire con su perfume. Al través de una puerta se divisaban otros dos salones; el uno azul, el otro gris, iluminados igualmente con preciosas lámparas.

      Todo aquel lujo me produjo un gran deslumbramiento. Allá en nuestra ciudad, mi familia vivía con holgura pero con gran sencillez, y jamás había estado en casa alguna que se le pareciese.

      Una linda joven saltó de la silla donde se hallaba hojeando un libro, y se colgó del cuello del General dándole dos apasionados besos.

      —Aquí os presento a Angelito, cuyo nombre en alas de la fama ha llegado ya a vuestros oídos. Un estudiante modelo, casi un hombre eminente que llegará a serlo por completo si, como espero, cierra los ojos y tapa sus oídos a los encantos de la capital—dijo Reyes mirando al mismo tiempo hacia un rincón del gabinete.

      En aquel rincón descansaba sobre una butaquita roja como el resto del mobiliario, otra joven de deslumbrante hermosura.

      La primera me alargó risueña su mano, que yo estreché tímidamente. Era una mano de niña, suave y regordeta. En efecto, aquella joven no era más que una niña raramente desarrollada. Por su estatura y corpulencia, semejaba una mujer, pero su rostro tenía la frescura y la inocencia de la infancia. Sus ojos negros y vivos, guardaban gran semejanza con los del General; la tez finísima, sonrosada, brillante; la boca deliciosa, los cabellos negros y ondulados cayendo graciosamente sobre la frente, una frente estrecha y tersa de estatua griega.

      —Mi hija Natalia—dijo Reyes besando aquella frente—. Y aquí tienes a la señora de la casa—añadió señalando a la joven que se había levantado de la butaca y venía hacia nosotros.

      Esta me estrechó la mano también, y el General exclamó riendo:

      —Estréchala con respeto que es la de un sabio.

      La bromita del General me iba pareciendo un poco pesada.

      Una sonrisa divina se esparció por el rostro de aquella mujer que más parecía una diosa. Era alta, esbelta, admirablemente torneada; pero nada puede dar idea de su rostro amasado con rosas y leche, donde se unían el amor y la gracia, la dulzura y la altivez. Sus ojos garzos tallados en almendra brillaban debajo de sus cabellos rubios con luz tibia y voluptuosa y su boca sonreía como una rosa que se abre dejando ver dos filas de perlas. Aquella cabeza encantadora estaba sostenida por un cuello de alabastro que se unía a su espalda con una curva de indecible elegancia, y su seno se alzaba fiero y majestuoso bajo la tela sutil de su bata azul.

      —Si no es un sabio todavía, lo será, ciertamente, con el tiempo.

      —Y si intenta desviarse del camino recto, le pondremos orejeras como a los caballos de tiro para que mire siempre hacia adelante.

      —No haga usted caso de este rudo soldadote que no piensa más que en tirar la Ordenanza a la cabeza a todo el mundo. Usted seguirá siendo el estudiante modelo de que hace tiempo teníamos noticia sin necesidad de que nadie le señale el camino.

      —¡Usted! ¡usted!... ¿Qué significa ese usted? Angelito viene confiado a nosotros, y tú eres desde hoy en Madrid, su única madre.

      ¿Quién dejará de imaginarse el grato cosquilleo que sintió mi pecho al encontrarme con tan gentil mamá? Su voz entró en mis oídos como una música suave. Mis ojos debieron expresar tanta admiración, que su tez delicada se tiñó de carmín.

      —Bien, pues desde ahora no dudes que aquí estás en tu casa y que todos tendremos un placer en que nos trates y consideres como tu familia.

      Hablaba mi buena mamá bastante bien el español, aunque que con cierto dejo portugués, alargando un poco los labios, lo cual hacía su discurso suave y mimoso.

      —Ven a tomar una copita de Jerez—me dijo entonces Natalia tuteándome ya también con la mayor franqueza.

      Y cogiéndome de la mano me arrastró fuera del gabinete.

      —¡Eso es! Has tenido una idea feliz—exclamó el General—. Dale un buen latigazo de Jerez y di a Juan que ponga un cubierto más en la mesa porque este buen mozo se queda hoy a comer con nosotros.

      Natalia me llevó al través de los dos salones, azul y gris, hasta otra gran pieza donde dos magníficos aparadores de roble tallado se hallaban adosados a la pared cubierta de tapices que representaban escenas campestres. En el medio, debajo de una lámpara donde el gas brillaba amortiguado por la pantalla verde, estaba ya la mesa puesta. Un centro de plata adornado de flores perfumaba la estancia. Natalia se dirigió al criado que, con corbata y guantes blancos, estaba allí esperando.

      —Sirve una copa de Jerez a este señor.

      ¿Por qué a esta niña encantadora se le ocurrió tan repentinamente darme una copa de Jerez? He aquí un problema que no se presentó entonces a mi espíritu. La bebí como si fuese algo que estuviese en el orden de la creación, y di las gracias.

      Volvimos al gabinete, nos sentamos todos, y el General tornó a hacerme preguntas acerca de mi familia y de los conocidos que había dejado en el pueblo. Inútil me parece decir que sintiéndome escuchado por tan gentil auditorio, procuré dar a mis discursos la forma más ingeniosa y amena de que era capaz mi cerebro.

      El General me hizo narrar las impresiones de viaje. No pude menos de confesar que algunas distaron de ser agradables. En cierta estación subió a nuestro coche un caballero que se condujo conmigo del modo más grosero que cualquiera puede imaginarse. Sacó violentamente mi maleta de la rejilla y me la arrojó sobre las rodillas. Decía que tenía derecho a un sitio para la suya. ¿Por qué no sacó la de cualquiera otro viajero? Porque yo era un muchacho y no podía hacerle frente. ¿No les parece una cobardía? Después se echó a roncar y puso los pies sobre mí con unas botazas sucias que daban asco.

      —¿Por qué no le rompiste la cabeza a ese indecente?—exclamó Natalia con una impetuosidad que nos hizo sonreír—. ¡Sí! ¿Por qué no le dejaste caer una maleta sobre la cara cuando estaba durmiendo?

      El General soltó una carcajada.

      —¡Niña, eso es ya demasiado fuerte! ¿No comprendes que una maleta por poco que pesase le dejaría chato para toda la vida?

      —¡Qué lástima! Yo le hubiera dejado sin narices.

      El General, sin dejar de reír, acarició el rostro de su hija,