Años de juventud del doctor Angélico. Armando Palacio Valdés. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Armando Palacio Valdés
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664157331
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conocido en la capital de mi provincia, hasta con los catedráticos que allí gozaban de mayor reputación, y me parecían todos unos pigmeos al lado de éstos. Creí haber entrado en un mundo mucho más alto y espiritual y comenzar a vivir en medio de una raza superior.

       BREVE NOTICIA DE MIS COMPAÑEROS DE HOSPEDAJE

       Índice

      Como puede concebirse, me hallaba en un error. Los estudiantes con que luego tropecé en la Universidad, eran, en general, tan vulgares y aun más que los jóvenes de mi tierra. Pasarón y Moro constituían una brillante excepción.

      El primero gozaba de una fama inmensa, no sólo en la Facultad de Letras, sino en todas las demás. Era el primer estudiante de la Universidad Central, y se decía que jamás había habido en ella un fenómeno de erudición semejante. Algunos le comparaban al célebre Pico de la Mirandola, aquel joven portentoso del siglo XV que en novecientas tesis por él sostenidas brillantemente agotó todas las cosas cognoscibles de omni re scibili. Y con esto ninguna pedantería. Pasarón exhibía su ciencia sin arrogancia, con perfecta naturalidad, como si abriese cualquier libro bien repleto de doctrina. Pertenecía a una familia bien acomodada de Galicia, y estudiaba a la sazón el doctorado de Letras, con ánimo sin duda de hacerse catedrático.

      La reputación de Moro era mucho menor. No transcendía de la Facultad de Derecho. Se le consideraba aquí como un joven inteligente, aunque poco estudioso, y se le concedía mucha facilidad de palabra. Su carácter, bastante desigual, y sus frases incisivas, no le hacían simpático. Pasarón no tenía enemigo alguno; pero Moro contaba muchos. En la misma casa donde nos alojábamos, observé pronto que aquél era admirado y venerado como un portento; mientras que a éste se le regateaban los méritos. Hablando con toda franqueza, yo pienso que lo mismo los primos Mezquita que Albornoz le odiaban secretamente. Aunque le mostrasen consideración, se advertía que era por terror. La misma Doña Encarnación hablaba de él con un poco de desdén y reía de buen grado cuando alguno de los huéspedes se burlaba de sus famosas melenas.

      En el leve desdén de nuestra huéspeda entraba por mucho, sin duda, el origen humilde de Moro; porque las mujeres hacen siempre gran caso de tal extremo. Moro era hijo de un pobre zapatero de Alcalá de Henares. Tenía dos tíos ebanistas en la misma población, los cuales habían adquirido cierto desahogo con su oficio y poseían allí el mejor almacén de muebles. Estos dos tíos, solteros, entusiasmados con la precocidad de Sixto, pues en la escuela, cuando contaba sólo ocho o diez años, ya pronunciaba discursos y causaba admiración por la facilidad de su ingenio, se encargaron de subvenir a su educación. Primero le enviaron a un colegio muy barato que existía en el Mediodía de Francia. Allí permaneció tres años, y aprendió el francés y a vivir sin comer. Según nos aseguraba, había padecido tanta hambre, que nunca más en su vida pudo quedar saciado. Se hizo luego bachiller, y emprendió en Madrid la carrera de Jurisprudencia, que estaba terminando con singular aprovechamiento. Sus tíos habían depositado en él tales esperanzas, que al mismo Sixto hacían reír.

      En cuanto a los primos Mezquita, eran dos seres insignificantes; tímidos y tolerantes para todo el mundo menos para ellos mismos. Es decir, que aceptaban cuanto se les decía y no entablaban jamás disputa con nadie; pero entre sí eran dos fieros contendientes. Uno de ellos se llamaba Bruno; el otro, Manuel. Apenas Bruno sentaba cualquier proposición, ya fuese del orden físico o del espiritual, Manuel se erguía desdeñoso y comenzaba a rebatirla punto por punto. Igualmente cuando Manuel se aventuraba a hacer la más inocente y sencilla afirmación, Bruno saltaba encima de ella como un tigre, y la desgarraba, y la trituraba entre sus dientes. Las disputas que comenzaban en la mesa se proseguían en su cuarto, pues los dos ocupaban uno mismo, y allí se eternizaban.

      Pepito Albornoz era un muchacho inteligente y aun pudiera añadirse ingenioso. De vez en cuando tenía ocurrencias felices; pero era tan excesivo y vidrioso su amor propio, que paralizaba su ingenio y le hacía aparecer a menudo como un tonto. Cualquier palabra irónica le desconcertaba, le dejaba incapaz de responder. Fácil es colegir que Moro, al tanto de esta flaqueza, no le escaseaba las burlas y le tenía martirizado y frito.

      Se le ocurría al pobre chico cualquier observación graciosa respecto a lo que Moro estaba hablando. Este levantaba la cabeza sorprendido:

      —Parece que los pájaros tiran a las escopetas. Ten la bondad de repetir ese chiste, Pepito, para que Doña Encarnación lo envíe a tus papás con las notas de clase.

      —Sin embargo, Moro, debes convenir en que la salida de Albornoz ha sido oportuna—apuntó uno de los Mezquita.

      —Sí; confieso que en medio de su dulce charla infantil tiene alguna vez ocurrencias felices. Pero no hay que celebrárselas demasiado. Todos los pedagogos están conformes en aconsejar que no se excite el amor propio de aquellos seres que tienen necesidad más tarde de luchar con las agresiones de la sociedad. El de Pepito, ya sabéis que está harto excitado.

      Con esto Albornoz se ruborizó fuertemente. Nosotros le miramos y se ruborizó todavía más.

      Quedé, pues, instalado en aquella casa muy a mi gusto. Obtuve de los huéspedes tan favorable acogida que, a pesar de mi corta edad, que logré ocultar algún tiempo, pronto me tuteé con todos ellos. La superioridad intelectual de Pasarón y de Moro me causaba admiración.

      Estimulado por ella creció el fuego de la sabiduría que me devoraba. Estaba resuelto a instruírme y a libar toda la miel científica que la Universidad Central destilaba en aquella época.

      Pero con gran sorpresa mía esta miel se hallaba siempre en vías de fabricación en las cátedras, sin que jamás nos la sirviesen aderezada y apta para nuestra alimentación. Quiero decir, que en todas las clases de la Universidad, lo mismo en la Facultad de Ciencias que en la de Letras o la de Derecho, los profesores en aquella época, que siguió a nuestra gran Revolución, no explicaban la asignatura que les estaba encomendada, sino la introducción a esta asignatura. De tal modo, que pasábamos todos los meses del curso en el zaguán de la ciencia haciendo sonar la campanilla sin lograr jamás franquear la puerta.

      Ignoro a qué obedecía esta conducta. Tal vez juzgasen nuestros profesores que convenía tenernos en el portal, temerosos de que la escalera nos hiciese daño.

      Yo me creía con pecho bastante fuerte para subirla. Compré libros y leí por ellos con ahinco. Y no sólo en casa, sino en la Biblioteca Nacional, pasaba largas horas entregado con furor al estudio. Pasarón me ayudó muchísimo a orientarme en mis trabajos. Porque este joven maravilloso no sólo había profundizado en la Historia, en la Literatura y en la Filosofía, sino que tenía, asimismo, conocimientos muy vastos en las Ciencias Físicas y Naturales. Particularmente era asombrosa su erudición bibliográfica. Cuando yo necesitaba conocer con alguna mayor extensión cualquier materia, él me señalaba al instante el libro en que la hallaría expuesta con mayor lucidez.

      No obstante, al cabo quise entender que su ayuda era más externa que espiritual. Me señalaba los libros, me hablaba de los autores con una riqueza de datos sorprendentes, hacía algunas observaciones críticas de importancia; pero no entraba de lleno en el fondo de los asuntos ni procuraba esclarecerlos. Si he de confesar la verdad, me parecía que le interesaban de un modo secundario.

      La filosofía de la Naturaleza, los grandes sistemas metafísicos, la investigación atrevida de las causas esenciales, las ideas que agitaban constantemente mi espíritu y lo tenían anhelante, observé que no le preocupaban. Cuando yo trataba de lanzar nuestra conversación a las alturas y estudiar los hechos capitales de la existencia y decidir de la mayor o menor veracidad de las ideas, en vez de apoyarme o contradecirme solía decir: «—Esa idea que acabas de emitir es hegeliana, o ese concepto de la fuerza cartesiano, o esa opinión se acerca mucho al conceptualismo de Abelardo.» Pero investigar si lo que yo afirmaba era o no cierto, jamás.

      Repugnaba la discusión como no fuese sobre la mayor o menor autenticidad de un dato o de una fecha. En fin, era evidente que le interesaba mucho más