En algunos casos, esta omisión puede tener otro carácter, eventualmente presentado como una forma alternativa de intervención. Por ejemplo, en el contexto local, han tomado volumen formas de trabajo con víctimas que se limitan a prescribir la realización de mandalas u otras prácticas parecidas, así como también la promoción de ciertos espacios de alegría inducida, donde las víctimas deben escenificar un libreto ajeno, de cierta manera humillante y revictimizante.
En este sentido, quizás el ejemplo más claro tenga que ver con la aplicación de un método terapéutico en algunos puestos de salud de la ciudad de Cali, indicado como de origen hawaiano y llamado hoporopono. En este modelo, el o la paciente debe, entre otras exigencias, pedir perdón a sí mismo y a terceros. Resulta obvio considerar lo absurdo de prescribir este tipo de conductas a alguien que sufrió un hecho o proceso victimizante.
No se coloca aquí en cuestión, en todos los casos, la técnica o la forma de la intervención en sí, sino la manera vertical y prescriptiva en que se la impone, sin considerar si las mismas responden a aspectos culturales y al deseo de las personas o grupos a los cuales se dirige. En este sentido, estas prácticas, presentadas como alternativas, encuentran puntos de contacto con las tradicionales, basadas en el diagnóstico y la medicación psiquiátrica: en ambos casos, la dimensión del sujeto, en sus aspectos políticos y culturales y en su capacidad de expresión y acción, se ve coartada (Bravo, 2016). Quizás la particularidad que distinga a las primeras de las tradicionales se base en una posible banalización de este tipo de acciones, que parecen requerir solo de una cierta empatía afectiva con las víctimas, circunscriptas, entonces, a una especie de metafísica del afecto, siendo este sentimiento la única condición que las amerita y que define también su tono y límites políticos.
En estas dos perspectivas, más allá de lo que en el propio espacio de la intervención se produzca, este ejercicio eventual de memoria no se extiende más allá del mismo, sin posibilidad de interpelar a un otro social ni aportar a un proceso de construcción de memoria colectiva. También, en ambos casos, la angustia vehiculizada en el discurso de las víctimas se evita, anteponiendo alguna de las técnicas mencionadas.
Martín-Baró (1984) se opuso a este tipo de reduccionismos y banalizaciones, al considerar que el trauma, más allá de su dimensión intrapsíquica, mantiene una relación dialéctica con el contexto histórico social, por lo que tendría un carácter psicosocial. Este carácter psicosocial del trauma se vincula también con la definición de memoria en la cual se inscribe. En este sentido, la noción de memoria subterránea de Pollak (2006) sería aquella que permitiría entender la forma en que ese hecho traumático, entendido en su dimensión subjetiva, pero también en su relación con las condiciones políticas que lo produjeron, puede proyectarse socialmente de manera que produzca efectos en la memoria colectiva.
Esto significa tornar esas memorias hegemónicas en el sentido gramsciano del término hegemonía (Gramsci, 1975), que la entiende como más allá del plano económico y político, para incluir también formas de pensamiento, maneras de entender el mundo y ciertos fenómenos en particular. Una memoria subterránea, al tornarse colectiva, podría transformarse por esto en hegemónica.
Esta memoria hegemónica (o ejemplar, en la manera en que antes se la definió) sería capaz de contribuir a procesos de verdad y justicia y a la no repetición de los hechos victimizantes. Sobre esta cuestión de la no repetición, cabe también una consideración, vinculada en parte a la consigna «Nunca más», que denomina buena parte de estas demandas: este «Nunca más», en tanto se inscriba como no repetición de un hecho anterior, corre el riesgo de contribuir con una memoria literal, que no considere la relación de esos acontecimientos con determinadas políticas y situaciones sociales. Por otro lado, cuando esa exigencia habilita a una reflexión sobre los factores estructurales determinantes del hecho histórico en cuestión, su potencial político se amplía, al adquirir un poder cuestionador de las condiciones estructurales que posibilitan esos procesos.
Reparación, memoria e historia
El tema de la reparación involucra una serie de dimensiones (legales, económicas, culturales, políticas, subjetivas) que no pueden ser comprendidas en una perspectiva única o política totalmente abarcativa. Esta imposibilidad se debe, principalmente, al hecho lógico de que el daño producido no puede repararse integralmente, por ejemplo, en los casos de asesinatos, desaparición forzada o desplazamientos.
Frente a este límite, las maneras de entender la reparación y la jerarquía que se les otorga a determinadas maneras de producirla varían de acuerdo al contexto cultural y social y a las condiciones individuales de quien sufrió ese daño. Por ejemplo, la perspectiva legal, que tomó particular volumen y legitimidad a partir de los juicios de Núremberg a los criminales nazis, permitió que la escena judicial se tornase un espacio de visibilización de los crímenes cometidos, que terminó excediendo el propio propósito jurídico de verdad y castigo, para proyectarse en una dimensión política donde la voz de las víctimas tomó un legitimidad y potencia particulares, de eventual potencial reparatorio (Arendt, 2002).
También por este motivo, el testimonio pudo irrumpir en el contexto jurídico, sin que necesariamente esté vinculado a la clásica noción jurídica de la prueba (como hecho verificable, comprobable). De esta forma, la propia condición de víctima y los hechos en los que la victimización se produjo legitiman ese espacio y forma de expresión. Así, sujetos y poblaciones que fueron objeto de prácticas brutales encuentran en esos espacios jurídicos formas de expresión y legitimidad.
Por otro lado, estos mismos escenarios judiciales, cuando reducen los relatos a un simple hecho legal, a una relación entre perpetrador y víctima, calificable y definible solo desde el tipo jurídico que encuadra dicho acto y proyectable a la pena como medida puramente legal, pueden perjudicar la inscripción de dichos procesos en un contexto más amplio y recortar la dimensión política de los mismos. Para evitar este riesgo, es necesario que el relato de los hechos rescate el carácter colectivo de la agresión sufrida y el marco político que la posibilitó.
Por esto, la identidad de víctima que estos espacios institucionales promueven debe estar sujeta a discusión. Cuando esa condición se reduce a una identidad individual, a partir de la cual el sujeto se presenta frente a diversas instancias institucionales, sean dirigidas a otorgar beneficios económicos, reconocer derechos o habilitarse para iniciar procesos terapéuticos, la misma puede tener un efecto revictimizante y alienante que congela a la persona en esta única manera de representarse socialmente, de ser la única forma de enunciación que la representa y legitima. Por este motivo, muchas organizaciones de derechos humanos, por ejemplo, prefieren utilizar el término victimizados(as) antes que víctimas, para destacar el efecto de una acción externa que no los(as) define en su totalidad.
Por otra parte, y también con relación al tipo de exigencias y expectativas que las víctimas generan en ciertos espacios institucionales y contextos políticos, es necesario mencionar aquí la cuestión del perdón, como una especie de imperativo social que intenta imponerse en determinadas situaciones. El perdón es un derecho individual, que cada persona puede adoptar de manera total o parcial, pero que no puede imponerse a manera de cierre de una etapa. Para un término vecino, el de reconciliación, cabe la misma consideración.
Ambas