Buena parte de la crítica dedicada a la obra de Varela ha relacionado su poesía con las artes visuales.3 Ella misma se ha referido en diferentes ocasiones a la importancia que la pintura ha ejercido en su vida. En una entrevista concedida a Modesta Suárez, declara lo siguiente: “Siempre he comparado al poema con un cuadro en el sentido que creo que hay texturas en la palabra” (2007, 125). La función del crítico, en alguna medida, tendría que enfocarse en determinar la naturaleza de esas texturas, de los pliegues que otorgan al poema su singularidad. También podría ser productivo dar con una categoría, con una imagen vinculada a las artes visuales a través de la cual se pueda esbozar una poética, o a la que se pueda vincular simbólica o alegóricamente este proyecto escriturario. Está claro que al hacer esto último se corre el riesgo de clausurar con la lectura crítica la obra en cuestión; por esto, el símbolo escogido tendría que asegurar de alguna forma la posibilidad de una constante regeneración, debe escapar del agotamiento. La cámara oscura es un artilugio cuya mecánica replica alegóricamente el quehacer poético vareliano, la constitución misma del poema. En este primer capítulo, observaremos detenidamente cómo trabaja la alegoría que proponemos. Hemos escogido esta imagen ya que funciona como una categoría explicativa; la poeta nunca se refiere a ella directamente o la sugiere. Ésta nos ha permitido acercarnos al universo poético vareliano: a ciertos procesos creativos, así como a ciertas convicciones vitales transmitidas a través de la voz poética.
La cámara oscura nos lleva a pensar en la fotografía analógica. Para que la imagen latente se grave en la película fotográfica, es necesario que ésta se exponga a la luz o, con más exactitud, a los objetos iluminados. El fotómetro (o, de no contar con él, el ojo del fotógrafo) debe medir la luz para poder conocer cuál es la velocidad de obturación apropiada. El resto del tiempo, la película debe encontrarse protegida de la luz, resguardada en la oscuridad de la cámara. A partir de esta imagen, relativa a la técnica fotográfica, se puede hacer una analogía con el proceso de la enunciación poética: el yo poético vareliano, en su ironía y desgarramiento, habla desde la oscuridad y deja que la luz se cuele entre los intersticios de la palabra. Así, el poema, como la cámara oscura, captura el instante efímero, aquello que ya no será más fuera del ámbito poético: “Lo que miraba no existe más” (CV, 85).4 El resultado final (foto o enunciado poético) se da en tanto hay una exposición a la luz, pero ha perdurado en el proceso de su creación o elaboración, solamente gracias al hecho de que, con celo, ha sido resguardado en la oscuridad. En el caso de la fotografía, nos referimos a hechos físicos relacionados con la luz y su ausencia; en el caso de la poesía vareliana, distinguir luz de sombra u oscuridad es imposible. El claroscuro del enunciado vareliano es irreducible a su lado luminoso o su lado oscuro exclusivamente. En los poemas de su segundo libro, Luz de día,5 las imágenes que dan cuenta de una luminosidad que puede surgir sólo de las tinieblas son imágenes que tienen su referente en objetos o seres del mundo. Así, por ejemplo, en “Máscara de algún dios” escribe:
y somos una forma que cambia con la luz
hasta ser sólo luz, sólo sombra. (CV, 101)
Esos referentes objetivos permiten un primer acercamiento a la condición paradójica, profundamente humana, sobre la cual Varela insistirá en sus posteriores libros. Así, en la reticencia del poema “Reja” de Canto Villano, el claroscuro ya no se remite a un objeto o ser del mundo, determinado y reconocible, sino que sugiere un estado del ser:
cuál es la luz
cuál la sombra. (CV, 145)
También puede hacerse una analogía entre el objeto de la foto y el objeto poético ya que sobre este último puede haber más o menos luz. Puede tratarse de objetos iluminados, como en “Epitafio”:
Brilla el césped.
Cae una hoja
y es como la señal esperada
para que vuelvas de la muerte
y cruces con resplandor
y silencio de estrella
mi memoria. (CV, 90)
En estas líneas, en las que se señala el resplandor del sujeto poético, se contrapone el hecho de que éste debe regresar de las tinieblas de la muerte. Sólo desde la oscuridad de la muerte, cuyo parelelo alegórico sería la oscuridad de la cámara oscura, el sujeto poético puede volver con su resplandor de estrella, que, a su vez, nos remite, en el plano alegórico al objeto iluminado y fotografiado. También puede referirse a objetos opacos, atravesados por un atisbo de luz: “abre las piernas, si puedes, y que la luz penetre tu vientre y seas una lámpara silbando en el túnel desierto” (CV, 77). El excedente de sentido, en palabras de Ricoeur, en este fragmento de “Calle Catorce”, nos remite a pensar en la unión física entre la “luz” del miembro masculino y la opacidad del vientre femenino. La unicidad inquebrantable se confirma en la última imagen en la que la voz poética se dirige al sujeto poético y le dice que será “una lámpara silbando en el túnel desierto”; esto es, el sujeto será la luz del otro y su propia oscuridad. Quien ha sido penetrado se aúna con quien penetra y el acto de unión genera el claroscuro.
1.1 EPIFANÍAS QUE SURGEN DE LAS TINIEBLAS
La expresión epifanía viene del griego y, en su sentido cristiano, evoca el milagro de la manifestación de Jesucristo y, más ampliamente, el de una revelación divina. Sin embargo, el sentido que exploramos en este ensayo sobre la poética vareliana se acerca más bien a la connotación que le adjudica Joyce a inicios del XX y que Galván reconoce como un fenómeno “conectado a la capacidad instintiva del poeta para descubrir la verdad y la belleza bajo las apariencias engañosas de la realidad; es el proceso de la revelación de lo espiritual en algo real, común y corriente, trivial, cotidiano” (24). En Varela, se da una nueva vuelta a la tuerca y, en el ejercicio epifánico, más que la revelación de lo espiritual en lo real, se da el reconocimiento del cuerpo como el único lugar en donde es posible la experiencia del ser humano, constituyéndose así en el locus donde infierno y paraíso ocurren indistintamente. Para ilustrar esta imagen, nos referimos casi exclusivamente al poema “Ejercicios materiales” —del libro homónimo—, ya que éste condensa la idea que es leitmotiv en el conjunto: el hombre caído, el hombre expulsado del paraíso, el hombre atravesado por el pecado es quien, desde las tinieblas, puede vivir la iluminación que emana de lo material, de lo humano mismo, y que puede preservar sólo en tanto no renuncie a la oscuridad:
Revelación. Soy tu hija, tu agónica niña, flamante y negra como una aguja que atraviesa un collar de ojos recién abiertos. Todos míos, todos ciegos, todos creados en un abrir y cerrar de ojos. (CV, 184)
La epifanía a la que nos remite la poesía de Varela se refiere, en la mayoría de los casos, a un reencontrarse con el único atisbo de esencia que se propone del ser humano, lo hemos mencionado, el de su condición paradójica.
Este poema, que consta de doce partes en donde los versos de arte menor alternan indistintamente con los de arte mayor, dialoga con los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. Mientras en estos últimos, la intención es lograr la purificación del alma para alcanzar la salvación, gracias a ciertas acciones organizadas a lo largo de cuatro semanas y previendo la disciplina del ejecutor; los ejercicios varelianos, desde el título, plantean, no una purificación del espíritu, sino un reconocimiento del cuerpo y de la caída del hombre como los únicos portadores de sentido en la vida. En los materiales, no se apela ya a una disciplina en la ejecución de los ejercicios, sino a una coherencia entre la concepción del