La imagen de la Torre Eiffel dominaba el paisaje urbano de esa ciudad de ensueño. Necesitaba esa oportunidad para airear la mente antes de volver a ese jet claustrofóbico.
Había pasado la noche en vela, recordando cómo había cantado la canción ante miles de personas. Malcolm había usado ese pedacito de su historia para jugar con sus emociones. Él siempre había estado muy motivado. Nada se había interpuesto en su camino jamás, pero nunca le había creído cruel… hasta ese momento. La brisa le agitó el cabello. Se agarró del pasa–manos de metal del barco.
–¿Por qué me ignoras? –dijo una voz masculina a sus espaldas.
Era él.
Celia se volvió lentamente y le hizo frente. El pasado y el presente se fundieron en un instante; vaqueros desgastados, zapatos de firma y una chaqueta. Llevaba también gafas de sol y una gorra de béisbol. Seguramente querría esconder su identidad, pero ella le hubiera reconocido en cualquier sitio.
Todos los demás estaban al otro lado del bote. La habían dejado sola. Sola, con Malcolm.
Celia parpadeó rápidamente. La luz del sol incidía sobre su espalda, recortando su imponente silueta.
–Creía que seguías en el hotel, durmiendo.
–Subí al barco antes que todos vosotros. No quería que la prensa me encontrara –capturó un mechón de pelo que flotaba en el aire y se lo sujetó detrás de la oreja–. Volviendo a mi pregunta… ¿Por qué me evitaste anoche, después del concierto?
–¿Evitarte? –Celia se apartó un poco–. ¿Por qué iba a hacer eso? No estamos en el instituto.
–No has vuelto a hablar conmigo desde anoche, después del concierto –Malcolm frunció el ceño y metió las manos en los bolsillos de los vaqueros–. ¿Estás enfadada porque te besé en el avión?
–¿Debería enfadarme porque me has besado sin pedirme permiso? ¿O debería enfadarme por todas esas fotos que han salido en los tabloides y en las revistas? Oh, y no olvidemos los programas de cotilleos de la tele. Estamos… Y cito textualmente… “De moda en París”.
–Entonces es por eso que no quieres hablar conmigo –se tocó la sien, justo por debajo de la gorra de béisbol.
–En realidad, eso ya lo tengo superado. Pero la forma en que te burlaste de mí… tocando una canción que escribiste para nosotros cuando estábamos en el instituto –Celia sintió que la rabia bullía en su interior–. ¿No dijiste que no era más que una canción de amor adolescente? Bueno, lo cierto es que no me sentó nada bien.
–Maldita sea, Celia –le metió un dedo por uno de los ojales del cinturón y tiró de ella–. No era mi intención.
–Bueno, ¿cuál era tu intención entonces? –le preguntó Celia. No era capaz de leer su rostro con esas gafas de sol que llevaba.
Apoyó las palmas de las manos sobre su pecho para no aterrizar contra él, cuerpo contra cuerpo.
–Maldita sea, solo quería rendirle homenaje a aquello que compartimos cuando éramos adolescentes. No era mi intención glorificarlo, pero tampoco pretendía burlarme –le dijo con sinceridad–. Sí que compartimos algo especial. Y creo que podemos volver a compartirlo de nuevo.
Celia sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Le resultaba casi imposible hablar. El sonido del agua alrededor del barco competía con el de la sangre que corría por sus venas. Los dedos se le calentaban sobre su chaqueta.
–Me parece que no trasmitiste muy bien el mensaje sobre el escenario, Malcolm.
–Bueno, déjame recompensarte por ello –Malcolm apoyó la frente contra la de ella.
El poder de su mirada, azul e intensa, le abrumaba.
–No tienes que hacer nada. Me estás protegiendo de un acosador. En todo caso, soy yo quien te debe algo –Celia le cerró más la chaqueta–. Pero eso es todo lo que te debo.
Malcolm la rodeó con el brazo.
–No quiero que te sientas en deuda conmigo.
Estaban tan cerca. Podía besarla en cualquier momento. Estaban tan cerca de la felicidad. Celia sentía un extraño cosquilleo en los labios y cada vez le costaba más recordar por qué era mala idea lo que estaba ocurriendo. El rugido del agua se hacía cada vez más estridente. Ya no sabía si lo que oía era agua, o sangre que corría por sus venas.
–Maldita sea, la prensa –le dijo Malcolm.
Se echó a un lado y se puso las gafas de sol.
Los paparazzi corrían por la orilla, cámara en mano.
–…Douglas…
–Bésala…
Celia corrió junto a él, rumbo a la cabina del capitán.
–Pensaba que querías que nos besáramos delante de la cámara.
–He cambiado de idea –dijo él, abriendo la puerta–. Hacerte feliz se ha convertido en una prioridad de repente.
La hizo entrar en la cabina. El capitán les miró un instante, sorprendido. Malcolm le hizo señas para que siguiera adelante. Elliot Starc tampoco le había instruido en el arte de hacer navegar un barco…
Celia sintió ganas de reír. Los nervios le estaban jugando una mala pasada.
–¿Qué hacemos ahora?
Malcolm miró el bolso que llevaba colgado del brazo.
–Podrías contestar a la llamada.
Celia bajó la vista. El móvil le sonaba.
–No lo había oído.
Logró pescar el terminal a duras penas. Lo sacó y vio que era el número de su padre.
–Hola, papá. ¿Qué necesitas?
–Solo quería saber cómo estaba mi niña. Solo quería asegurarme de que estabas bien. Yo, eh… He visto los periódicos esta mañana.
Celia hizo una mueca. Esquivó la mirada de Malcolm.
–Estoy bien. Las fotos fueron… preparadas… Solo queremos que todo el mundo sepa que estoy bien protegida aquí, con la gente de Malcolm.
–¿Preparadas? –repitió su padre con escepticismo–. Nunca pensé que te gustara tanto el teatro. Vaya. Lo hicisteis muy bien los dos.
Celia sintió que se le encogía el corazón con cada palabra que articulaba su padre.
–No sé qué más decirte.
–Bueno, llevo todo el día evitando llamadas.
–¿De la prensa?
–Mi número no está en la guía. Lo sabes. Las llamadas son de tus amigos del colegio, incluso de ese director del colegio con el que saliste un par de veces.
–No salí con él –miró a Malcolm un instante.
Las consecuencias de lo que había hecho cayeron sobre ella como un jarro de agua fría. Estar con Malcolm le había cambiado la vida por completo de una forma que jamás podría cambiar. Su existencia ordenada y metódica se estaba rompiendo en mil pedazos. Estaba perdiendo el control, pero por una vez, no parecía tan malo.
–Nos sentábamos juntos en los eventos a los que asistíamos por trabajo.
–¿Quién conducía?
–Déjalo ya, papá –dijo Celia, pero se arrepintió enseguida. Empezó a caminar con impaciencia por la cabina–. Te quiero y te agradezco la preocupación, pero soy adulta ya.