Los niños como objeto
Sólo recientemente las ciencias sociales, entre ellas la antropología, han reconocido la agencia social de los niños, capacidad que les fue negada por ejemplo por la teoría clásica de socialización, inspirada en el funcionalismo. Al plantear la estructura normativa del mundo adulto como variable independiente y concebir la socialización como un proceso didáctico unilateral, dicha teoría construyó a los niños como pasivos receptores de pautas sociales externas (Laerk, 1998). Los estudios sobre socialización han tendido a desconocer que cuidar de los niños no es sólo tarea de sus padres, como claramente evidencian las fuentes etnográficas acerca de la relevante participación infantil en el cuidado de niños menores (Weisner y Gallimore, 1977). Por su parte, los estudios sobre el ciclo doméstico desarrollados en la segunda mitad del siglo XX categorizaron a priori a los niños como miembros económica y afectivamente dependientes (Fortes, citado por Archetti y Stölen, 1975), ignorando que en todo el mundo los niños han sido, y continúan siendo, parte fundamental de las actividades productivas y reproductivas, contribuyendo tanto a su propia subsistencia como a la de sus hogares (Katz, 1996). En esa misma dirección procede la “etología” de la conducta infantil surgida en Estados Unidos a partir de 1970 (vg. Blurton Jones 1975, 1981) –que cuenta con algunas aplicaciones en nuestro país (Mendoza, 1994)– al estudiar su comportamiento como si se observase el comportamiento animal. Se niega así la capacidad de agencia social de los niños, descalificándolos a priori como “informantes” de investigación. Esta perspectiva se manifiesta particularmente en el ámbito de la educación. Como han señalado Graciela Batallán y Raúl Díaz (1990: 43), la escuela, al desvalorizar su vida extraescolar, corre el riesgo de construir niños “infantilizados”, privados de sus “capacidades de elaborar críticamente experiencias y saberes”.
La histórica marginalidad del tema en las ciencias sociales se debe, entre otras razones, a la sostenida exclusión de los niños del estatus de sujetos sociales. Como advirtió Charlotte Hardman (1973: 87) hace más de cuatro décadas “aquellos campos antropológicos interesados por los niños los ven en mayor o menor medida como objetos pasivos, como espectadores indefensos en un ambiente opresivo que afecta y produce cada una de sus conductas”. Al negar su capacidad de agencia social, se inhabilita a los niños como interlocutores de investigación, como ocurría con las mujeres con anterioridad a la crítica de la antropología feminista. Se trata de una “hermenéutica de la sospecha” que desautoriza las narrativas de los niños a través de una doble evaluación, situación compartida históricamente con los “primitivos” y otros grupos signados por su alteridad y subordinación respecto de la “civilización” urbana, occidental, masculina, blanca, adulta, heterosexual y cristiana (Scheper-Hughes y Sargent, 1998). Como sucede habitualmente en el tratamiento público de casos de abuso sexual hacia niños, la pregunta “¿cómo saber con seguridad si un niño (o un indígena o un negro) está diciendo la verdad?” impregna explícita o implícitamente los debates (ídem: 14), arrojando un manto de sospecha que los deslegitima como interlocutores.
Los niños como sujetos sociales
A pesar de los significados hegemónicos centrados en la dependencia, la vulnerabilidad y la pasividad de los niños, sabemos que muchos son activos participantes en las actividades productivas y reproductivas de su grupo doméstico; que entablan vínculos con adultos y entre pares, no siempre en la posición subordinada, y que se mueven cotidianamente con cierta autonomía. Asimismo, lejos de ser “transparentes” y “decir siempre la verdad”, los niños –al igual que los adultos– articulan diversas formas de presentarse a sí mismos según quién sea su interlocutor como estrategia social frente a los diversos contextos en que se desenvuelven cotidianamente; es decir, son activos constructores de la presentación de su ser. Por lo tanto, aunque condicionados como todos por su edad, también los niños son sujetos activos y posicionados. El hecho de ser niños condiciona su realidad cotidiana y su perspectiva acerca de ella, pero no los descalifica como actores sociales, pues actúan e interpretan reflexivamente sus experiencias cotidianas, como la escolaridad, el trabajo, su pertenencia étnica, la trayectoria de vida de sus padres y su propio futuro. Ello no supone negar la incidencia de la edad de los sujetos sobre sus prácticas y representaciones, sino tener en cuenta que la edad no es sólo un hecho “biológico”, sino también un estatus social e históricamente construido. Desnaturalizar la concepción cosificada y esencialista sobre la niñez nos conduce a reconocer la capacidad de agencia de los niños, sin omitir las condiciones sociales, económicas y políticas estructurales que de diversas formas la limitan. A su vez, tomar en cuenta los condicionamientos que circunscriben sus prácticas no equivale a considerarlos objetos pasivos o meros portadores de estructuras (Szulc, 2004a).
Es innegable el avance hacia la reconceptualización de los niños como sujetos sociales que –aunque condicionados como todos por las relaciones asimétricas en que viven– despliegan estrategias e interpretaciones diversas en y sobre el entorno social. Según Chris Jenks (1996: 7), todos los enfoques actuales de la niñez están “claramente comprometidos con la perspectiva de que la niñez no es un fenómeno natural y que no puede ser comprendido apropiadamente como tal. La transformación social de niño a adulto no deriva directamente del crecimiento físico”. Sin embargo, resta mucho por hacer en cuanto a la operacionalización de esa visibilización, que implica reconocerlos asimismo como interlocutores válidos en la investigación etnográfica.
2. Apuntes metodológicos
Mi punto de partida entonces ha sido una preocupación no sólo por la construcción teórica de una aproximación antropológica a la niñez basada en su reconocimiento como sujetos sociales, sino también por la operacionalización de ese reconocimiento, que implica desafíos estratégicos –ligados al acceso al campo– a la vez que metodológicos (Szulc, 2001).
En el desarrollo de mi abordaje etnográfico de la niñez, algunas aproximaciones previas resultaron inspiradoras no tanto por sus aciertos como por sus debilidades. Ese es el caso de la ya citada “etología” de la conducta infantil, enfoque desde el cual el comportamiento se estudia mediante el uso exclusivo de técnicas de observación directa, negando el papel de las interpretaciones que los actores tienen acerca de sus comportamientos y acciones (Szulc, 2004a, 2007). Por un lado, deseché para mi investigación tal estudio de las conductas de los niños “como si no pudieran hablar” (Blurton Jones, 1981) también por basarse en una concepción objetivista del conocimiento que niega la agencia y la capacidad reflexiva de estos sujetos, a la vez que instaura una relación profundamente asimétrica entre “observador” y “observado”, sin considerar sus implicancias (Szulc, 2007).
Por otro lado, he procurado evitar otro tipo de abordaje que sí reconoce las perspectivas infantiles pero partiendo de una supuesta transparencia o ingenuidad infantil, a partir de la cual –a través de procedimientos formales, como es el caso del “ensayo temático” aplicado por Mary Ellen Goodman (1957)– se pretende un acceso no mediado a las perspectivas de los niños (Szulc, 2007).
He utilizado, en cambio, un abordaje etnográfico, capaz de dar cuenta del nivel de las prácticas cotidianas y de cómo los sujetos resignifican continuamente su mundo. Considerando a los niños como sujetos sociales activos, posicionados y reflexivos, he realizado observaciones con y sin participación en los diversos ámbitos en que interactúan cotidianamente, he implementado diversas modalidades de entrevista y elaborado historias de vida de algunos niños mapuche, tanto en zonas rurales como urbanas.
La estadía en el lugar –sumada a la corresidencia– me permitió compartir con los actores sociales espacios de interacción cotidiana diversos –como sus hogares, la escuela, el comedor, la posta de salud, la sede de la organización– y no tan cotidiana, como el espacio en que se desarrollan los rituales comunitarios y las actividades formativas mapuche de carácter extraordinario, como los “campamentos” (Szulc, 2007). Por un lado, estas instancias se revelaron como fundamentales para “captar el punto de vista del nativo”, es decir, acceder a la perspectiva de los niños, “comprender su visión de su mundo” (Malinowski, 1986 [1922]: 41). Por otro lado, participar de la cotidianidad de los niños me permitió registrar las prácticas de los actores, no sólo las