La niñez en transformación
El carácter histórico de la niñez implica que las experiencias y las representaciones sociales acerca de la primera etapa de vida han estado y estarán sujetas al cambio histórico, transformándose ante nuestros ojos.
Los cambios recientes, particularmente la transformación de los niños de clase media y alta en un nicho de consumo altamente rentable, el incremento de su injerencia en ciertas decisiones familiares y la adopción por parte de los adultos de consumos y conductas considerados infantiles, han llevado a algunos investigadores del campo de la comunicación a plantear que nos encontramos ante una inminente desaparición de la niñez (Postman, 1994 [1982]). Es cierto que la niñez se está transformando, “los chicos de ahora...”, etc. Sin embargo, tales transformaciones no equivalen a una desaparición de la niñez, pues no existe una única niñez. Dicho abordaje parte del paradójico supuesto de una niñez construida históricamente pero inmutable, singular y unívoca, en lugar de plural, diversa y cambiante; lo cual constituye un vicio recurrente de las llamadas “sociedades centrales”, reacias a reconocer su propia contingencia (Szulc, 2004a).6
La niñez en la Argentina, no obstante, mantiene vigencia y ha ganado creciente visibilidad (Carli, 2006) como categoría social, como campo de intervención y como experiencia, aunque constituida diversa y desigualmente.
La niñez como fenómeno social y relacional
La heterogeneidad de experiencias y representaciones en torno a “ser niño” en diversos marcos históricos y socioculturales evidencia que la niñez no es un fenómeno individual sino social. Como tal, no puede aislarse de otras variables como clase, género y etnicidad. Tampoco podemos indagar acerca de los niños sin tener en cuenta a los adultos y las instituciones que condicionan evidentemente su cotidianidad y sus perspectivas. Esto parecen olvidar algunas investigaciones recientes, centradas en el concepto de “culturas infantiles”. Este concepto –que replica de algún modo el interés despertado a partir de los años 70 en las culturas juveniles, ganando día a día mayor aceptación, particularmente en el mundo anglosajón– deriva de la idea de que los niños habitan un mundo con significados sociales distintivos (Caputo, 1995), y constituyen una “ontología” por derecho propio (Jenks, 1996). Charlotte Hardman (1973) ha sido una de sus precursoras, al defender la existencia de una dimensión exclusiva del niño a pesar de las superposiciones con el mundo adulto, para la cual propuso crear un campo teórico específico.
A pesar de valorar que se visibilice la agencia social de los niños y su capacidad de producción cultural, advierto en ese tipo de trabajos un problemático uso de la noción de cultura, que tal vez inadvertidamente replica el componente aislacionista de la noción clásica, ligada al colonialismo, que apunta a delimitar unidades discretas, internamente coherentes, cerradas y aisladas unas de otras (Wright, 1998). En esos términos, la idea de una cultura infantil constituye una nueva esencialización que oscurece el carácter relacional de la dimensión sociocultural, y en particular la inserción de las prácticas y las representaciones infantiles en relaciones de poder intergeneracionales, reproduciendo la noción de sentido común por la cual –en palabras de Philippe Ariès (1962: 38)– “tendemos a separar el mundo de los niños del de los adultos”.
Por este mismo motivo han sido criticados los “estudios de la mujer” a los cuales en la década del 70 se reducían los estudios de género (De la Cruz, 2002), por autoras como Joan Scott (1996: 271), quienes rechazaron “la utilidad interpretativa de la idea de las esferas separadas”, afirmando que “el estudio de las mujeres por separado perpetúa la ficción de que una esfera, la experiencia de un sexo, tiene poco o nada que ver con la otra”.
Aislar teóricamente determinado grupo humano, negando su vinculación con otros grupos, es un error, más evidente y forzado aún en el caso de los niños. Al enfocar entonces la agencia de los niños, esta investigación dará cuenta de la inserción de las prácticas y las representaciones infantiles en relaciones de poder intergeneracionales pues, al hablar de niñez, hablamos de relaciones entre niños y adultos, entre niños e instituciones o entre pares (Szulc, 2004a). Por ello, en lugar de “exotizar” a los niños, en esta obra se indaga la pluralidad de instituciones (James, 2007) y discursos sociales que condicionan el espacio social de la niñez mapuche.
Tal espacio social, en el caso que nos ocupa, se constituye de manera particular, de acuerdo con el entorno específicamente indígena y particularmente mapuche en que se desarrolla. La niñez mapuche se constituye, entonces, en el marco de condiciones de vida y concepciones culturales particulares, que responden, por un lado, al propio acervo sociocultural mapuche, el cual incluiremos en nuestro análisis en los capítulos 3, 5 y 7.
Por otro lado, dicho acervo no puede ser abordado sin atender al modo en que ha sido y es atravesado por procesos de construcción del Estado-nación (Abrams, 1988; Alonso, 1994). La construcción de la nación, en tanto comunidad imaginada como inherentemente limitada y soberana (Anderson 1993), ha supuesto procesos de comunalización y primordialización que conllevan fuertes apelaciones al sentido de pertenencia de los sujetos (Brow 1990). Junto con interpelaciones homogeneizantes, tanto a nivel nacional como provincial, se han propugnado formas de incorporación de esta población y construcciones de aboriginalidad diversas, entendiendo “aboriginalidad” como proceso y marco de alterización de poblaciones cuya etnicidad queda mayormente ligada a su autoctonía (Beckett, 1988; Briones, 1995, 2004b). En el marco de estos complejos procesos, junto con la nación se van recortando distintos tipos de “otros internos”, grupos excluidos de los atributos definidos como nacionales (Briones, 1995), a la vez que incorporados en términos subordinados política y económicamente. Utilizaremos entonces el concepto de “economía política de la diversidad” para referirnos al modo en que los procesos de explotación económica, incorporación política e ideológica de la fuerza de trabajo dependen de la marcación de diversas alteridades, étnicas, raciales, regionales, culturales, religiosas, etarias, de género, etc. (Briones, 2001).
Veremos en los capítulos que siguen cómo se ofrecen a los niños construcciones no sólo diversas sino abiertamente contradictorias de lo mapuche en tanto aboriginalidad particular. Intervienen en ello tanto dicha población como agencias no mapuche (Beckett 1988), como el Estado y las diversas iglesias, que disputan en torno a sus sentidos de pertenencia. Por ello, no circunscribimos nuestro análisis a las interpelaciones familiares y escolares, buscando así evitar otra de las habituales limitaciones en el modo en que se ha abordado la niñez.
La niñez en disputa
Otra de las características constitutivas de la niñez frecuentemente omitidas es su carácter conflictivo, el cual resulta clave para la compresión de las realidades que experimentan los niños indígenas. La niñez es un producto sociohistórico, resultado de procesos dinámicos y conflictivos, en los cuales diferentes actores y saberes se disputan la definición de qué es “la” niñez, qué comportamientos o características se consideran propios de este grupo y cuáles son las prácticas legítimas por parte de diferentes adultos.
Partiendo entonces de la concepción gramsciana acerca de “lo hegemónico” (Gramsci, 1970), enfoco el campo de la niñez como un ámbito heterogéneo, en el cual conviven y compiten aspectos contradictorios, existiendo intersticios de diversidad, conflicto y cambio tanto en las prácticas como en las representaciones sociales.
En la presente obra consideraré entonces los procesos de construcción de hegemonía, entendida no como una cosmovisión cerrada y sistemática, impuesta monolíticamente por una clase dominante, sino como un cuerpo de prácticas y significados continuamente renovado, recreado, defendido, resistido, desafiado y modificado (Williams, 1997); pues, como ha señalado Michel de Certeau (1998: 38), “los conocimientos y los simbolismos impuestos son objeto de manipulaciones por parte de los practicantes que no son sus fabricantes”.
Mi