Hay que entenderlo bien entendido. ¿Qué sentido tendría responder a ese hombre? En primer lugar no entendería nada. Y en segundo, es posible que lo interpretase equivocadamente.
Poncio Pilatos le preguntó a Jesús en el último momento, antes de ser crucificado: «¿Qué es la verdad?», y Jesús permaneció en silencio, no dijo ni una sólo palabra. Habló de la verdad toda su vida, esa misma vida que iba a ser sacrificada al servicio de la verdad… ¿Por qué guarda silencio en el último momento? ¿Por qué no responde? Sabe que la respuesta carece de importancia, que no llegará a su destino. Existen todas las posibilidades de que sea mal interpretada.
Su respuesta es el silencio, y el silencio es más penetrante. Si alguno de sus discípulos se lo hubiera preguntado, Jesús habría respondido, porque un discípulo es alguien que está preparado para comprender, que es receptivo, que prestará atención a todo lo que se le diga, que se alimentará de la respuesta, que la digerirá. El verbo se hará carne en él.
Pero Poncio Pilatos no es un discípulo. No pregunta con actitud humilde y profunda, no está dispuesto a aprender. Sólo pregunta, tal vez por curiosidad, o bromeando, o tratando de convertir a ese hombre en un hazmerreír. Pero Jesús guarda silencio, y el silencio es su respuesta.
Y dijo el Buda:
«Pero permanecí silencioso y no le respondí. La denuncia cesó.»
Ese silencio debe haber sorprendido a aquel hombre. Lo que esperaba era una respuesta. Pero el silencio le resultó incomprensible. Debió quedarse parado. Le está denunciando y el Buda permanece tranquilo, en silencio. Le insulta y el Buda permanece imperturbable. Si se hubiese perturbado, si se hubiese distraído, entonces aquel hombre habría entendido el lenguaje. Sí, conocía ese lenguaje, pero desconocía el lenguaje del silencio, de la gracia, de la paz, del amor, de la compasión.
Debió de sentirse perplejo y abochornado. No podía imaginárselo. Estaba perdido. «La denuncia cesó». ¿Qué sentido tendría continuar? Ese hombre casi parecía una estatua. No respondió, no reaccionó.
«Y entonces le pregunté: “Si le llevas un regalo a tu vecino y éste no lo acepta, ¿significa eso que el regalo te es devuelto?”».
En lugar de responderle, cuando cesa la denuncia, el Buda le pregunta.
«“Si le llevas un regalo a tu vecino y éste no lo acepta, ¿significa eso que el regalo te es devuelto?”. El hombre contestó que sí. Entonces le dije: “Tú ahora me denuncias, pero yo no lo acepto, y por ello debes aceptar ese hecho erróneo sobre tu propia persona. Es como un eco tras un sonido, como una sombra que sigue a un objeto. Nunca escaparás al efecto de tus propios actos nocivos. Por tanto, permanece atento y cesa de hacer el mal”».
Ha demostrado algo sin decirlo. Le ha preguntado a ese hombre: «Si le llevas un regalo a tu vecino –lo llama regalo– y éste no lo acepta, ¿qué harás?». Sí, claro, el hombre debe haber dicho: «Me lo volveré a llevar». Ahora estaba convencido y no podía retroceder. El Buda dijo: «Me has traído un regalo –tal vez de insultos, de denuncia– y yo no lo acepto. Puedes traerlo, eres libre de hacerlo, pero el aceptarlo o no forma parte de mi libertad, es de mi elección».
Esto es muy bello si se comprende. Alguien te insulta. Pero el insulto no tiene todavía sentido hasta que lo aceptes. A menos que lo tomes de inmediato, es insignificante, es sólo ruido, pero no tiene nada que ver contigo. Así que de hecho nadie puede insultarte a menos que lo tomes para ti, a menos que cooperes con él.
Por eso, siempre que te insultaron, que te sentiste insultado, fuiste tú, fue responsabilidad tuya. No digas que alguien te insultó. ¿Por qué aceptaste el insulto? Nadie puede obligarte a aceptarlo. El otro tiene la libertad de insultarte, pero tú tienes la de aceptar o no el insulto. Si lo aceptas, entonces es tu responsabilidad; entonces no digas que te insultaron. Deberías decir: «Acepté el insulto». Limítate a decir: «No era consciente; en la inconsciencia lo acepté y me perturbó».
Dice el Buda: «Acepta sólo lo que necesites. Acepta únicamente alimentos». ¿Para qué aceptar veneno? Alguien trae una taza llena de veneno y quiere regalártela. Y tú le dices: «Muchas gracias, pero no lo necesito. Si alguna vez quiero suicidarme se lo pediré, pero ahora mismo quiero vivir». No hay necesidad; sólo porque alguien te traiga veneno no es necesario que te lo bebas. Puedes decir: «Gracias». Eso es lo que hizo el Buda.
Y sigue diciendo: «Pero como no lo acepto, ¿qué harás con él? Deberás llevártelo otra vez. Lo siento por ti. Deberás tomártelo tú, caerá sobre ti… como un eco tras un sonido, como una sombra que sigue a un objeto. Te seguirá para siempre. Tu insulto será como una espina en tu ser. Te perseguirá. A mí no me has hecho nada, te lo has hecho a ti mismo».
El Buda siente compasión por este pobre hombre que ha cometido un acto erróneo contra sí mismo, y dice: «Por tanto, permanece atento y cesa de hacer el mal. Haz sólo aquello que quieras que te siga. Haz sólo aquello que te seguirá y con lo que te sientas feliz. Canta una canción, para que aparezca el eco y te llene de más canciones».
Solía ir de acampada a Matheran, una estación de montaña cerca de Pune. En la primera fui a visitar un lugar donde había eco. Me acompañaron unos cuantos amigos. Uno empezó a ladrar como un perro y todo el valle repitió el eco como si ladrasen muchos perros. Le dije: «Aprende la lección, porque así es toda la vida: la vida es una zona de eco. Si ladras como un perro, todo el valle resonará a perro y ese sonido te perseguirá. ¿Por qué no cantas una canción?».
Comprendió la cuestión y cantó una canción y todo el valle cantó.
Depende de ti. Todo lo que les hagas a los demás te lo estás haciendo a ti, porque las cosas retornan de todas partes, ampliadas mil veces. Si colmas de flores a los demás, las flores te colmarán a ti. Si llenas de espinas el camino ajeno, acabará siendo el tuyo.
No podemos hacerle nada a nadie sin hacérnoslo a nosotros mismos. Podemos hacerle algo a alguien sólo si va a aceptarlo, y no siempre es así. Tal vez sea un buda, o un Jesús, y permanezca sentado en silencio. Entonces el acto recae sobre nuestro propio ser.
Dice el Buda: «Por tanto, permanece atento –debe haberlo dicho con una gran compasión– y cesa de hacer el mal», porque sufrirás de forma innecesaria.
Permite que repita una cosa para que puedas recordarla. Cuentas con tres capas: el niño, el padre, el adulto, y tú no eres ninguna de ellas. No eres el niño, ni el padre, ni el adulto. Eres algo más allá, eres algo eterno, eres algo muy alejado de todas esas zonas conflictivas.
No elijas. Sólo sé consciente y actúa desde esa consciencia. Entonces serás espontáneo como un niño, pero sin ser infantil. Y recuerda la diferencia entre ser niño y ser infantil. Son dos cosas distintas.
Si actúas a partir de la consciencia, serás como un niño pero no serás infantil, y cumplirás todos los mandamientos sin cumplirlos. Si actúas a partir de esa consciencia, todo lo que hagas será razonable. Y ser razonable es ser auténticamente racional.
Y recuerda, la sensatez es distinta de la racionalidad. La sensatez es una cosa pero que muy distinta, porque la sensatez acepta la irracionalidad como parte de la vida. La razón es monótona, la racionalidad también. La sensatez acepta la polaridad de las cosas. Un hombre razonable es tanto un hombre sensible como razonador.
Así que si actúas a partir del hondón de tu ser, estarás tremendamente contento; contento porque todas las capas estarán satisfechas. Tu niño estará satisfecho porque serás espontáneo. Tu padre no se enfadará ni se sentirá culpable porque de manera natural harás todo lo que está bien, pero no como disciplina externa, sino como una conciencia interna.
Cumplirás los diez mandamientos de Moisés sin ni siquiera saber qué dicen; pero los acatarás de manera natural. Ahí es donde los consiguió Moisés, no en la montaña, sino en la cumbre interior. Seguirás a Lao Tzu y a Jesús, y tal vez sin ni siquiera haber oído hablar nunca de ellos. Ahí es donde consiguieron su puerilidad, ahí es donde