—¿Y las manos para qué están? ¿Las tienes de adorno?
—¿Y Masoch? —continúa la periodista—. ¿Cómo le influyó en ese momento?
—¿Masoch?… Ni lo más mínimo.
—Solo la perjudicó —dice Shasha.
A Shasha la llaman Shasha desde que nació Miki. Mejor dicho: desde que su hermana Miki aprendió a decir sus primeras palabras.
Durante mucho tiempo, a Miki le costó pronunciar palabras que contuvieran la letra ese: «sol», «subordinación», «estructuralismo».
Fue por eso, para ayudar a Miki, que toda la familia adoptó el error y empezó a llamar «Shasha» a Sasha.
Y ni siquiera cuando Miki aprendió a pronunciar sin problemas «estandarización suspendida» volvieron a llamarla de otro modo.
Y nadie ya se dirige a ella en ninguna situación por su nombre auténtico: Alexandra.
Hay entre Shasha y Miki seis años de diferencia.
Unas veces se notan, otras veces no.
Todo depende de la actitud que adopte Miki en ese momento concreto.
Solo en una cosa se percibe una jerarquía entre ellas y el derecho anacrónico de Shasha como primogénita: Shasha tutea a Abuela Amigorena, mientras que Miki, por alguna razón desconocida, la llama de usted. A Miki ni se le ocurre que las cosas podrían ser de otro modo.
—¿Y de qué querías tú huir yéndote a Malta? —pregunta Abuela Amigorena durante la publicidad, al tiempo que toma de la mano a Mamá Nora.
—No me acuerdo —responde Mamá Nora.
—¿De mí?
—No, de ti no.
—Entonces, ¿de qué?
—Pues… de la vida. De la vida en el más amplio sentido de la palabra.
—Pero si yo soy tu vida —dice Abuela Amigorena.
—En parte.
—¿Solo «en parte»?
Ahora ya podemos decir que Abuela Amigorena se ha mosqueado. Lentamente suelta la mano de Mamá Nora y comienza a arrancar el esmalte de la mesita del café y los cigarrillos con la uña.
—En su mayor parte —concede Mamá Nora.
—¿Querías huir y morir allí? —pregunta Abuela Amigorena, y se asusta de sus propias palabras.
—No, morir en Malta era lo último que quería.
—¿Qué era lo primero?
—Conocer las costumbres amorosas del litoral mediterráneo —tercia Shasha—. Y no tenerte a ti fumando a su lado todo el santo día.
Su familia solo quiere una cosa de Mamá Nora: lo que se desea y se espera de todas las madres.
Responsabilidad.
Mamá Nora lo sabe. Aun así, se pasa las horas viendo el canal Travel y dejando caer algunas perlas…
Mamá Nora dirá, por ejemplo, que le gustaría irse a vivir muy lejos. Aunque fuera a… Mauritania.
—A las islas Mauricio, querrás decir —dice Shasha, sospechando la equivocación de Mamá Nora.
Nadie con dos dedos de frente quiere ver a su madre enterrada en la arena de África el resto de su vida.
—A las Mauricio… también.
Algunas veces, Abuela Amigorena siente que no tiene más remedio que ponerse a perorar sin previo aviso sobre su larga lista de desgracias y proyectos. Los proyectos de Abuela Amigorena son aún más aterradores que sus desgracias. Pero solo así es posible contener por un momento el caudal de los sueños de Mamá Nora.
Miki dice que a Mamá Nora se le pasó la oportunidad de viajar hace tiempo.
—Ya no está en la edad.
Esencialmente la vida en familia consiste en esto, en una convivencia constante con los mismos sujetos. Una convivencia casi siempre insoportable. Pero si a alguien se le pasa por la cabeza intentar cambiar una sola pieza de esa convivencia, entonces el caos degenerará en batalla campal.
—¿Cree en Dios? —pregunta la periodista.
—No —responde Mamá Nora.
—¿Fuma? —pregunta la periodista.
—No —responde Mamá Nora.
En una de las dos respuestas, Mamá Nora deforma la realidad. A la pregunta «¿Fuma?», debería haber respondido: «Ya no».
A Abuela Amigorena no le gusta ninguna de las dos respuestas.
Porque la propia Abuela Amigorena fuma, y en su infancia fue protestante.
Qué se imaginará ella que significa esa palabra.
—¿Por qué querías huir a Malta? —pregunta Miki.
—En aquel momento la prensa me agobiaba con un asunto bastante desagradable. Y yo solo tenía ganas de viajar a alguna parte…
—Un asunto… ¿amoroso? —elucubra Miki.
—Qué amor ni qué niño muerto… —masculla la abuela.
—¿No era algo tórrido? —insiste Miki.
—No.
—Entonces, ¿qué era?
—Autoanálisis —revela Abuela Amigorena.
—¿Autoanálisis?
—Autoanálisis. Más claro, el agua.
—¿Y qué se analizaba?
—Dos escritoras y dos escritores se analizaban a sí mismos —responde Abuela Amigorena.
—¿Y? —pregunta Miki.
—Pues que, de tanto analizarse, los periódicos acabaron escribiendo del tema.
—Sobre… su obra…
—¡¿Pero qué obra?!
—¡No lo sé, dígamelo usted!
—¡Que te digo que qué obra ni qué narices! ¿No te lo he explicado ya? ¡Dos escritoras y dos escritores analizaron sus líos, sus amoríos, en público!
—¡No te digo! ¿Y quiénes eran esos dos? —pregunta Miki.
—Uno, el padre de Shasha —responde al fin Mamá Nora apartando un poco la mirada—. El otro, el tuyo.
—¿Y esa otra? La escritora… —pregunta Miki.
—Ah… Una loca… —dice Abuela Amigorena.
—No era escritora —aclara Mamá Nora.
—Entonces, ¿qué era? —pregunta Abuela Amigorena.
—Poeta…
—¡Más a mi favor!
—¿Y usted, abuela? También usted… —comienza Miki.
—¿También qué?
—¿También usted… participó en el follón aquel?
—No, a mí el follón me traía sin cuidado.
—A ti el follón te traía sin cuidado pero… —empieza Mamá Nora.
—A ver qué te vas a inventar ahora… —le advierte Abuela Amigorena.
—… aun así llenaste una caja de zapatos con recortes de periódico…
—Anda