La comisión aún no se decide, como si se dijera: no solo es que no queramos confiarle al padre Castiglione los árboles que hay detrás de los caballos, sino tampoco los que hay delante.
Le piden que pinte solo un boceto de la perspectiva. Luego Leng Mei o algún otro pintará el paisaje con todos los árboles y sus «huesos».
Los chinos llaman «huesos» al contorno de las cosas, animales y personas.
Al contrario que los europeos, los chinos valoran más el contorno que el espacio.
Lo único que valoran más que el contorno es el vacío.
La comisión imperial de expertos en arte no necesita ningún tipo de perspectiva italiana.
Les basta con que descienda una neblina china.
De las montañas.
O con que se eleve del lago y cubra todos los errores de espacio del paisaje.
La perspectiva le importa al emperador.
Aunque no está claro por cuánto tiempo.
Además, sobre sus deseos de perspectiva el emperador solo informa a través de la comisión.
La comisión también dice al padre Castiglione: los árboles y los montes del paisajeno tienen que parecerse a los árboles y los montes de verdad que uno ve por ahí;
de qué le sirve al emperador la imagen de un árbol o de un monte concreto;
el árbol o el monte ha de contener todos los árboles
o montes que se hayan visto jamás;
pintar un árbol concreto es un trabajo artesanal;
si a algo ha de parecerse el paisaje es, en todo caso, a las obras de los antiguos maestros paisajísticos chinos.
La comisión recita la lista entera de exigencias en un aburrido unísono.
Castiglione comprende: los chinos quieren que el árbol no se parezca a un árbol.
Piensa: no hay nada más indigno e insignificante que pintar caballos, excepto pintar naturalezas muertas.
Un melón atravesado por un cuchillo junto a unas langostas.
Y limones.
Con su cáscara.
En espiral.
Lo mejor que se puede hacer con esas naturalezas muertas no es pintarlas, sino comerlas. Que las pinten los holandeses.
Castiglione escucha a la comisión con la cabeza un poco adelantada.
Castiglione hace esfuerzos para que no le venza la cabeza.
Ni hacia la izquierda, ni hacia la derecha.
Se esfuerza por mantener la vista baja y no mirar a la comisión a los ojos.
Solo en oblicuo.
Los miembros de la comisión hablan entre sí.
Castiglione se esfuerza por no torcer el gesto.
Ni arrugar la nariz.
Y conservar la calma interior.
Y no mostrar desánimo.
Pero poner buena cara sería mucho pedir, no acaba de salirle del todo.
Castiglione tiene ganas de bostezar, pero se esfuerza.
Por no bostezar.
Ni morderse el labio.
Recorre su taller dos veces de un lado a otro.
Comedido.
Con dignidad y solidez.
Castiglione lo hace todo siguiendo a rajatabla los preceptos de Ignacio de Loyola.
Dicen que antes de formular estas normas de comportamiento, Ignacio de Loyola reflexionó mucho.
Lloró, incluso.
Y en siete ocasiones dirigió sus oraciones a...
Si se juntan los bocetos de los caballos en uno, resulta evidente: en todos falta el anfitrión, dice la comisión.
Cien caballos y seis pastores en el cuadro, y todos son invitados.
Castiglione propone a la comisión que elija un caballo, y él lo pintará más grande que los demás.
Los chinos se ríen.
Castiglione pregunta si la comisión desea que pinte al emperador.
Los chinos no se ríen.
Castiglione nunca ha visto pasar de la risa al silencio a tal velocidad.
El silencio lo rompe el presidente de la comisión, Sima Zhao.
Se coloca el saquito de seda azul que le cuelga del cinturón. Está bordado con montes triangulares dorados y ríos caudalosos.
Sima Zhao es más alto que la mayoría de los chinos y va más engalanado que los otros miembros de la comisión.
Se lo distingue de lejos por el gorro de leopardo.
Si no conocieras su historia ni lo hubieras oído hablar, pensarías: es demasiado arrogante, demasiado orgulloso, y lo tienen en demasiada consideración.
Y acaso te equivocarías.
Sima Zhao es un eunuco.
El único eunuco de la comisión.
Los otros miembros de la comisión de expertos en arte son mandarines de mayor rango1.
Sima Zhao se distingue de otros eunucos no solo porque no apesta a orines, sino también por su singular inteligencia.
La mayoría de los eunucos que Castiglione ha conocido en la Ciudad Prohibida no sirve más que para abrir puertas, vestir a las mujeres del emperador con sus prendas de seda e hinchar los carrillos sobre el escenario.
O para hacer de mujer.
Leng Mei, alumno de Castiglione —puede que, por deseo de la comisión, se le confíe el paisaje detrás de los caballos—, le contó al padre Castiglione —y es sorprendente cómo una historia oída por casualidad puede cambiar la opinión que se tiene de una persona, e incluso despertar respeto y amor—; en fin, que Leng Mei, alumno del padre Castiglione, le contó: Sima Zhao se convirtió en eunuco no por propia voluntad ni por la de su familia, sino por decisión del anciano cuarto emperador.
Y no procede de las capas más bajas de la sociedad, como es el caso de los otros eunucos, sino de las más altas.
Su padre fue, en opinión del anciano cuarto emperador, un general desobediente y peligroso.
El emperador ordenó que detuvieran al influyente general y que le cortaran los genitales a su décimo hijo.
Ninguna tragedia.
Después resultó que el emperador pudo haberse equivocado.
Respecto a la deslealtad del general.
Se fio de las intrigas.
Cuando se descubrió la verdad, el anciano cuarto emperador ordenó traer al joven a la Ciudad Prohibida.
Allí creció e hizo carrera.
Es uno de los pocos eunucos que tienen permitido vestir un traje azul oscuro: bordado con ríos y montes triangulares.
Además, puede dirigirle la palabra en persona al emperador.
Los otros miembros de la comisión de expertos en arte, los mandarines, no pueden permitirse semejantes confianzas.
Sima Zhao ocupa un puesto en verdad excepcional en palacio. Aun dejando aparte el hecho de que la dinastía Qing valora a los eunucos de un modo totalmente distinto a como lo hacía la dinastía anterior.
A como lo hacía la Ming, dice en voz muy baja Leng Mei.
¿Qué