–No, solo debemos preocuparnos de no consumar el matrimonio.
Él la miró con pena.
–Intentaré refrenarme –se burló.
El comentario de Dante fue tan ofensivo que Min se enfadó, y siguió enfadada mientras lo seguía por todo el lugar. Pero, naturalmente, no podía parecer enfadada. Tenía que aparentar alegría, y eso hizo.
Fue una de las experiencias más extrañas de toda su vida. Se comportó como si estuviera en comunión con él, imitando su lenguaje físico y sus expresiones, para que diera la impresión de que estaban verdaderamente enamorados. Y salió bien. Pero, después de hablar con docenas de invitados, Minerva tenía tanta hambre que su humor era peor que al principio.
–Bueno, ha llegado la hora del espectáculo –dijo él, súbitamente.
–¿El espectáculo?
–Sí. Te he comprado un anillo.
–Oh.
–Pareces sorprendida.
–Claro que lo parezco. Es que lo estoy.
–Pues intenta parecer feliz.
Dante sacó el anillo y se giró hacia los invitados, que los miraron expectantes. Y Minerva no tuvo más remedio que poner la mejor de sus sonrisas.
–Todo ha pasado tan deprisa que había olvidado esta tradición –anunció él–. Minerva y yo hemos hecho muchas cosas poco tradicionales.
La gente rompió a reír, aunque tener hijos sin estar casados era completamente normal en el sur de California.
–Sin embargo, esto tiene fácil arreglo… –continuó.
Dante le puso el anillo sin ponerse de rodillas, pero ella ni siquiera lo notó, porque se había quedado perpleja ante la belleza y el tamaño de la joya, que le hizo sentirse vulgar en comparación.
Al verla, se acordó de algunas de sus amigas del instituto, quienes se reían de ella diciendo que no tenía manos, sino zarpas. Y ahora, en una de esas zarpas, estaba el anillo del gran Dante Fiori.
Min tragó saliva, alzó la cabeza y se encontró ante una mirada tan intensa que casi se quedó sin respiración. Sabía lo que iba a pasar. Estaba a punto de besarla. Y, en lugar de resistirse, le dejó hacer.
No era la primera vez que la besaban. Ya la había besado aquel desconocido de Roma. Pero aquello no tenía nada que ver. No era algo frío y desagradable, sino algo cálido, dulce y profundamente físico que la estremeció por dentro y la empujó a apretarse contra él, pidiendo más.
Cuando Dante rompió el contacto, Min se dio cuenta de que no había sido un beso tan largo como le había parecido, pero eso no impidió que su cuerpo temblara como una hoja. En cambio, él estaba tan impasible como de costumbre. Cualquiera habría dicho que no era un ser humano, sino una roca.
–¿Nos reunimos con los demás, cara mia? –le susurró Dante al oído.
Minerva tuvo que recordarse que su relación era una farsa, que solo estaban allí para que los demás los creyeran enamorados. Pero era tan alto y fuerte que le costó; sobre todo, porque siempre había fantaseado con la idea de despertar su interés.
Cuando era niña, lo seguía a todas partes y lo incordiaba a propósito con la esperanza de arrancarle algún tipo de reacción. Y ya no tenía ninguna duda de que Dante siempre tendría la mano ganadora. Siempre sería él quien le arrancaría reacciones a ella. Siempre tendría el control de la situación.
Era desmoralizador, desalentador y, delante de todas aquellas personas, humillante.
De repente, se sentía acalorada y desprotegida. Y ni siquiera sabía por qué.
–Sonríe –dijo él, nuevamente a su oído.
Minerva se estremeció de nuevo y, mientras sonreía sin poder evitarlo, se dijo que no estaba allí por él, sino por Isabella.
Además, no tenía ninguna posibilidad con Dante Fiori. Estaba tan acostumbrado a dirigir sus negocios como a dirigir mujeres, que caían seducidas por su poder y su atractivo físico. Hasta ella se había dejado hechizar en el pasado.
Sin embargo, eso carecía de importancia. Quizá fuera la persona menos famosa de su familia, la menos poderosa y, desde luego, la que tenía menor éxito profesional; pero era mucho más fuerte de lo que pensaban.
Y esa fuerza la ayudaría a salirse con la suya.
Capítulo 4
ERA EL día de la boda.
Su secretaria le había dicho el viernes que iba a ser el día más feliz de su vida, y Dante había refrenado la risa por dos motivos: porque no quería darle la impresión de que se estaba riendo de ella y porque, por mucho que no compartiera su edulcorada visión del mundo, tampoco quería destrozar sus ilusiones.
Pero, definitivamente, no iba a ser el día más feliz de su vida. Solo era un movimiento calculado, una inversión beneficiosa.
La organización del acto había sido bastante rápida. Minerva se había mantenido en segundo plano, viviendo en casa de sus padres y aparentemente encantada con la idea de dejar el asunto en sus manos, cosa que él agradeció. Quería que todo saliera bien. Nunca había sido un hombre que apreciara los riesgos innecesarios.
Al llegar a la catedral, se encontró entre su futuro suegro y su futuro cuñado, que le incomodaron un poco. Cualquiera habría dicho que no estaban allí para ofrecerle su apoyo, sino para asegurarse de que no saliera corriendo.
Había algo extrañamente familiar y cercano en su actitud. Algo demasiado cálido para el gusto de Dante.
Por supuesto, estaba agradecido a Robert King por todo lo que había hecho por él y, si hubiera creído en la amistad, habría admitido que Maximus King era su mejor amigo. Pero no estaba acostumbrado a que lo trataran como si fuera de la familia. De hecho, no estaba acostumbrado a que lo trataran como si fuera de ninguna familia, porque él no había tenido ninguna.
Su padre no había formado parte de su vida, su madre había fallecido antes de enseñarle el sentido del amor maternal y, si tenía más familiares, no los conocía.
Sin embargo, eso no le molestaba. La vida era así, sencillamente; algo injusto y arbitrario. La gente podía nacer en una familia como los King o en las calles de Roma, como en su caso; podía tener un padre como Robert o uno como el tal Carlo, capaz de amenazar a la madre de Isabella y de pretender llevarse a la niña a su mundo de crímenes y delincuencia.
Eran simples accidentes del destino, y no se podía luchar contra ellos. Solo se podía hacer una cosa: intentar salir adelante con lo que se tenía.
Dante creía firmemente en ello. Había sacado el máximo partido de todo y, cuando surgió la oportunidad de ser más, la aprovechó. Pero eso no significaba que se sintiera completamente a gusto con su situación.
Sí, había imaginado que Maximus sería su padrino si alguna vez se casaba, pero no había imaginado que se casaría con su hermana pequeña.
Justo entonces, el hombre en el que estaba pensando le puso una mano en el hombro y dijo, sonriendo:
–Como hagas daño a mi hermana, te mato.
Dante no subestimó la amenaza de Maximus; en primer lugar, porque era una de las pocas personas capaces de enfrentarse a él, una especie de vikingo de ojos azules y, en segundo, porque habían salido juntos muchas veces, y sabía de su apetito por las mujeres bellas. Si hubiera sabido que se iba a acostar con Min y a dejarla embarazada, le habría pegado un tiro en el acto.
–Te creo –replicó él.
Robert, que estaba junto a ellos, interrumpió súbitamente su conversación.
–Siempre