–¿Cómo es posible que ese hombre te gustara? –preguntó él, tan súbita como bruscamente.
–¿Qué quieres decir?
–Que no pareces la clase de mujer a la que se puede engañar con facilidad.
–¿Y quién ha dicho que le resultara fácil?
Él se puso tenso.
–No tuvo que forzarte, Min.
Ella respiró hondo. Katie le había contado muchas cosas sobre su relación con Carlo y sobre los motivos por los que le gustaba, pero no se sintió capaz de asumir el papel de su difunta amiga. No era ella a quien Carlo había seducido. No era ella quien había sufrido un verdadero trauma, así que salió del paso lo mejor que pudo.
–No puedo explicarte en qué consiste su atractivo –replicó, calculando sus palabras–. Pero, consista en lo que consista, lo pierde cuando lo conoces. No es una buena persona.
Dante guardó silencio.
–Es un hombre peligroso –insistió ella, pensando otra vez en Katie.
Las preocupaciones de Minerva se esfumaron cuando llegaron a la entrada de la casa. Le había parecido bonita en la distancia, pero de cerca se lo pareció mucho más. Acostumbrada a la opulencia de la mansión de los King, la sencillez y la elegancia de sus líneas la dejaron sin habla.
Era como su dueño, tan sólida como exquisita.
Era como su cuerpo, duro, sin un solo gramo de grasa, tonificado. Un cuerpo perfecto que cubría con trajes perfectos, hechos a medida.
Al salir del coche, Dante se inclinó sobre el asiento trasero y alcanzó la sillita de Isabella con sus habituales movimientos felinos. Min pensó que hasta la ropa que llevaba parecía formar parte de su ser, como si fuera un planeta gigante que atrapaba todo en su órbita.
–Se te da muy bien –dijo ella.
–Gracias.
Minerva no supo si su agradecimiento era sincero o si se estaba burlando. Con él, nunca se sabía.
Dante le enseñó las habitaciones de la casa y, cuando llegaron al dormitorio de la niña, Min soltó un gemido de admiración. Era una especie de oasis, un lugar cálido y seguro, donde Isabella estaría completamente a salvo.
En ese momento, Min supo que daba igual quién fuera la madre de la niña. Ni siquiera importaba que su padre fuera un hombre tan problemático como Carlo. Eso era del todo irrelevante.
Lo único que importaba era el amor.
Además, Isabella le había dado algo que nunca había tenido: una causa. Y, por muy culpable que se sintiera, por muy difíciles que fueran las circunstancias, no iba a renunciar a ella. Ahora tenía algo por lo que vivir.
A decir verdad, se había ido a Roma porque en casa se sentía perdida. No sabía ni lo que quería estudiar, y pasaba de disciplina en disciplina a una velocidad alarmante. Historia, Arte, Empresariales, lo que fuera. Empezaba una carrera y la abandonaba cuando se daba cuenta de que nunca podría competir con Violet y Maximus.
Pero con Isabella era distinto.
Isabella la llenaba por completo.
Tras dar el biberón a la niña, le cambió los pañales y, aprovechando que se había dormido, la dejó en la cuna y se fue a explorar la casa. Su dormitorio era una preciosidad de paredes blancas y suelos de mármol, con enormes ventanas correderas que daban al mar.
Min las abrió, y se encontró ante un camino que parecía llevar a la playa. Pero, aunque le apetecía caminar por la arena, decidió dejarlo para más tarde y darse un baño, porque lo necesitaba con urgencia.
Entró en el servicio y se encontró ante una bañera enorme y tan blanca como las paredes, que empezó a llenar inmediatamente. Luego, regresó a la habitación y empezó a rebuscar entre su ropa hasta que cayó en la cuenta de que ninguna de aquellas prendas era suya.
Pero, ¿cómo lo iban a ser?
Obviamente, Dante le había encargado un vestuario entero. Y, mientras lo admiraba, se preguntó qué clase de mujer lo habría elegido, porque estaba segura de que él no había tenido nada que ver.
A pesar de ello, coqueteó con la idea de que su flamante marido había estado imaginando su cuerpo y había llegado a la conclusión de que era la mujer adecuada para deambular por su casa con un top minúsculo, unos pantalones anchos y un caftán transparente. O para pasearse con aquellos vestidos de colores brillantes. O para llevar un bikini blanco.
A Minerva nunca le habían gustado los bañadores, y tampoco se sentía cómoda con los bikinis. Cada vez que se los ponía, pensaba en las exuberantes curvas de su hermana y se sentía manifiestamente inferior, porque las suyas eran tan leves que sus senos apenas llenaban el sostén.
Sin embargo, eso no significaba que no pudiera ser sexy. Si se metía en el agua y el bikini se transparentaba, el efecto sería de lo más interesante. Y hasta era posible que llamara la atención de Dante.
La idea la excitó un poco, y se puso tan tensa que volvió inmediatamente al cuarto de baño con el top, los pantalones y el caftán que se había probado. Luego, se los quitó, cerró el grifo de la bañera y se metió en el agua caliente.
Por desgracia, se puso a pensar en todo lo que había sucedido y, cuando llegó al beso, los pezones se le endurecieron al instante.
Irritada, se maldijo para sus adentros. No quería pensar en esas cosas. Era desconcertantemente abrumador. En todo caso, debía estar enfadada con él, porque la había besado con una pasión que nadie esperaba en una boda.
Y entonces, se acordó de lo que había dicho sobre Los robinsones de los mares del sur.
Y su excitación aumentó notablemente, porque las palabras de Dante habían despertado algo profundo en su interior, algo que la había emocionado.
Y, por supuesto, se enfadó un poco más.
Harta de no poder controlar sus propias emociones, salió de la bañera, se envolvió en una toalla y entró en el dormitorio, donde descubrió que Isabella había empezado a llorar. Asustada, buscó su ropa para vestirse rápidamente; pero, antes de que pudiera encontrarla, Dante abrió la puerta y alcanzó a la niña.
–Iba a hacerlo yo –dijo ella.
–Pues hazlo, porque no sé nada de bebés…
Dante le pasó a la niña, y ella se hizo cargo como pudo, porque no llevaba nada salvo la toalla de baño.
–Debería haberme vestido antes de tomarla en brazos –acertó a decir.
Dante la miró con cierta sorpresa, como si no hubiera reparado en ello hasta ese momento.
–Bueno, eso no es problema mío. Encárgate tú.
Él se marchó a toda prisa, y ella se preguntó qué habría sido del hombre encantador que había estado hablando sobre aquella película. ¿A qué venía tanta brusquedad? ¿Estaría enfadado con ella?
Min suspiró y puso el chupete a Isabella para que se tranquilizara. Después, la tumbó en la cama y le dijo:
–Solo me voy a vestir. Enseguida estoy contigo.
Min no quitó ojo a la niña en ningún momento y, tras tranquilizarla del todo, descubrió que no se podía tranquilizar a sí misma. A fin de cuentas, iba a estar con Dante durante un periodo indefinido. Y se preguntó si podría sobrevivir a la experiencia.
No se sentía físicamente en peligro. Esa no era la cuestión. Pero no sabía lo que estaba pasando en su interior y, para empeorar las cosas, tampoco sabía lo que estaba pasando en el interior de su esposo.
Además, los votos que había pronunciado le habían afectado más de lo que imaginaba. Habían cambiado