En los cuatro meses transcurridos desde entonces, la situación se había calmado hasta el punto de que todos aceptaban la existencia de la pequeña con naturalidad. El único que tenía reparos era el propio Dante, quien se enfurecía cuando veía a Min con su hija. No le parecía bien que aquel ser indomable hubiera renunciado a su libertad. Desde su punto de vista, seguía siendo una niña; aunque tuviera veintiún años y fuera madre.
Madre.
Si hubiera podido, habría machacado al tipo que la había dejado embarazada, un extranjero del que ni siquiera sabían el nombre.
No lo podía evitar. Sentía debilidad por Minerva desde su infancia, cuando corría de un lado a otro como una exhalación que solía terminar en caídas de las que salía ilesa. Pero a veces no tenía tanta suerte. A sus dieciséis o diecisiete años, un chico que le gustaba la humilló durante un baile, y la intervención posterior de Robert, que se enfadó con el joven, solo sirvió para que se sintiera aún más avergonzada.
Al ver lo que sucedía, Dante se ofreció a bailar con ella y le dio un consejo:
–No dejes que te vean llorando.
Se lo dijo de corazón. Tal vez, de un modo excesivamente grave. Pero el truco funcionó, y Min dejó de llorar.
¿Por qué le importaba tanto Minerva King? Ni Dante lo sabía ni tenía la costumbre de interrogarse sobre sus propios motivos. Era un hombre de acción, que se limitaba a actuar cuando las circunstancias lo exigían. Y quizá fuera ese el problema: que ahora no exigían nada y, en consecuencia, no había nada que hacer.
Cansado de dar vueltas al asunto, se concentró en la pantalla del televisor. Si todo iba según lo previsto, vería la presentación de Violet y, cuando terminara, hablaría con Robert para intentar convencerle otra vez de que unieran fuerzas; en parte, porque pensaba que era lo mejor para sus dos empresas y, en parte, porque había contribuido al éxito de King Industries y le interesaba tanto como si fuera suya.
Por supuesto, Robert se resistía a que los King compartieran el control con él, pero ni Maximus ni Violet estaban interesados en mantener la fábrica. A fin de cuentas, los dos tenían sus propios negocios y, aunque la segunda usara la empresa de su padre para el proceso de fabricación, desarrollaba sus productos por su cuenta y contaba con su propia red de distribución y progreso.
Solo había otra persona que se podía interponer en su camino: Minerva, naturalmente. Sin embargo, estaba convencido de que no se opondría a la fusión. Y lo estaba porque no creía que aquella niña charlatana y juguetona tuviera ambiciones en ese campo, por mucho que hubiera crecido.
¿Quién le habría dicho que su seguridad saltaría por los aires unos segundos después, cuando Min apareció en la pantalla para sorpresa de todos?
–Sé que no están aquí para escuchar habladurías sobre mi familia, sino para asistir al lanzamiento de los nuevos productos de mi hermana –empezó la joven–. Pero, como su nueva gama se llama Rumores, me ha parecido que sería una ocasión excelente para aclarar las cosas sobre los rumores que he provocado.
Dante se quedó boquiabierto. La Minerva que hablaba no era su ratoncillo de pelo castaño, sino una mujer preciosa que tenía un bebé entre sus brazos.
–Se ha especulado mucho sobre el padre de mi hija, Isabella. Y, aunque estoy acostumbrada a ser el único miembro de mi familia que nunca sale en las noticias, he decidido poner fin al secreto –continuó Min, clavando sus brillantes ojos verdes en la cámara–. ¿Quieren saber quién es? Pues bien, el padre de mi hija es Dante Fiori.
Robert, Elizabeth y Maximus se giraron hacia él al mismo tiempo, perdiendo todo interés en la televisión.
Y no lo miraron precisamente con afecto.
Lo había hecho. Muerta de miedo, pero lo había hecho. Y Violet había estado encantada de permitírselo, porque a su hermana le gustaba tanto el espectáculo que no hizo ninguna pregunta sobre su sorprendente anuncio hasta que terminó la gala y se subieron a la limusina.
–¿Dante es el padre? –dijo.
–Sí –respondió ella, cada vez más asustada con su mentira.
–¿Dante se acostó contigo?
Min no supo a qué se debía la perplejidad de Violet. Quizá, a que Dante no se acostaba nunca con mujeres como ella; quizá, a que le molestaba que Dante la hubiera tocado o quizá, sencillamente, a que estaba un poco celosa. A fin de cuentas, Violet era la belleza de la familia, y Minerva nunca había llamado la atención; por lo menos, hasta que volvió del extranjero con un bebé, lo cual había desatado todo tipo de rumores.
Min no necesitaba ser muy lista para saber que su vida se podía complicar en cualquier momento. Cualquier idiota podía hacerle una foto con Isabella y vendérsela a la prensa, que la publicaría en todo el mundo. Y, si Carlo la veía, ataría cabos. Pero no tomó ninguna decisión hasta que recibió un SMS donde la amenazaban.
Isabella estaba en peligro. Ella estaba en peligro.
Min estaba convencida de que la sobredosis de Katie no había sido un accidente. Su difunta amiga había pasado sus últimos días entre la angustia y el terror. Sabía que Carlo era un hombre con muchos recursos, y sabía que las había descubierto.
Sin embargo, se habían sentido bastante seguras durante una temporada. Katie no era famosa y, aunque Min fuera una King, nadie la habría reconocido fuera de los Estados Unidos. Pero Carlo había conseguido localizarla y, al localizarla a ella, también localizó a Katie y a la propia Isabella.
Tenía que hacer algo. Katie había muerto y, si no encontraba una solución, Carlo le quitaría a la niña.
Fue entonces cuando se le ocurrió la idea. Solo tenía que decir que la niña era suya y de Dante. La gente se lo creería y, cuando la noticia llegara a la prensa, Carlo no sospecharía nada, porque solo la había visto un par de veces cuando estaban en Roma, y no le había prestado ninguna atención.
Por desgracia, el SMS demostraba que se había equivocado al respecto.
–A papá le va a dar un infarto –afirmó Violet.
–¿Tú crees?
Min no podía creer que su padre se lo tomara a la tremenda. Robert King era el no va más del aplomo, como había demostrado cuando se presentó de repente con un bebé. Naturalmente, ella le preguntó si le molestaba, y él contestó que no tenía ningún motivo para estar enfadado, porque era una mujer adulta con dinero de sobra para cuidar de Isabella y una mansión gigantesca a su disposición.
No, la reacción que le preocupaba a Min no era la de su padre, sino de Dante. Y cruzó los dedos para que el viejo amigo de su familia estuviera en Fráncfort, Milán o su despacho de Nueva York; en cualquier sitio menos en la casa de los King.
Pero no tuvo tanta suerte. Cuando la limusina llegó finalmente a su destino, las esperanzas de Minerva saltaron por los aires.
Dante estaba allí.
Tan alto, imponente y devastadoramente atractivo como de costumbre. Tan fuerte y seguro como la noche en que la sacó a bailar después de que su amigo Bradley le confesara que solo había salido con ella para poder entrar en la mansión de los King y contárselo después a sus amigos del instituto.
Había sido una de las experiencias más humillantes de Min. Y también la mejor de todas, porque la traición de Bradley la puso en brazos de Dante Fiori, un hombre que le habría gustado a cualquier mujer.
Desde entonces, se sentía tan atraída por él como si fuera un imán. Cada vez que lo veía, se estremecía por dentro. Y, por mucho que le disgustara, no lograba resistirse al deseo.
–Parece enfadado –dijo Violet en voz baja.
–Bueno, ya se