Él asintió.
–Sí, sé que comprendes esas cosas.
–Desde luego que las comprendo. Y tenía que hacer algo, Dante. Tenía que asegurarme de que estaría protegida.
Minerva guardó silencio durante un rato. Pero, de repente, la niña eructó y vomitó sobre la camisa de Dante.
–¡Oh, no! –dijo Min, levantándose de la silla–. Cuánto lo siento.
Minerva alcanzó a la niña, y él se quitó la camisa por encima de la cabeza.
–Se la dejaré a los empleados, para que la lleven a la lavandería.
–¿Los empleados? –preguntó ella, clavando la vista en su fuerte pecho.
–Sí, pero no estaremos cuando vengan, así que no nos verán –explicó Dante–. Es un riesgo necesario. Necesitamos que alguien nos traiga comida y se encargue de la limpieza.
–Sí, supongo que sí –declaró, sin apartar la vista de su pecho.
–Minerva, mis ojos están más arriba…
Ella se ruborizó, y él se llevó una pequeña sorpresa. Por lo visto, se sentía atraída por él y, por lo visto, era incapaz de disimularlo.
–Sé dónde están tus ojos –dijo Min cuando recuperó el habla–. Y también sé que tus camisas están arriba… Lo digo por si quieres ponerte otra.
–No, estoy perfectamente cómodo. ¿Y tú?
Ella carraspeó.
–No, pero no es por ti, sino porque aquí hace calor –mintió–. Creo que voy a dar un paseo por la playa.
Él arqueó una ceja.
–¿En serio?
–Sí.
Dante jamás habría imaginado que una mujer adulta pudiera sentirse tan incómoda ante la visión del pecho de un hombre; pero, por mucho que le agradara su incomodidad, no supo cómo tomárselo. Estaba acostumbrado a las miradas coquetas, a las caricias y a los gemidos, no al miedo.
–Hay tarta –le dijo.
Min ladeó la cabeza.
–¿En la playa?
–No, aquí. Tarta de chocolate. Pero, si no te apetece…
Ella se sentó con Isabella en brazos.
–Acepto tu ofrecimiento.
Dante soltó una carcajada, cruzó la cocina y cortó un pedazo de tarta.
Estaba encantado con el súbito giro de los acontecimientos. La tortilla se había dado la vuelta, y ya no era él quien estaba preocupado por lo que sentía por ella, sino ella por lo que sentía por él. No podía ser más satisfactorio.
Había conseguido un triunfo sensual sobre la hermana pequeña de Maximus, una mujer que, hasta pocos días antes, le parecía una niña. Pero no era una niña. Y, si estaban condenados a quedarse en la isla por tiempo indefinido, aprovecharía sus victorias y aceptaría lo que el destino le ofreciera.
Dante le dio la tarta de chocolate. Y ella tuvo que hacer un esfuerzo para mirarlo a los ojos.
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