—Pero el que lo tiene, lo tiene—interrumpía la conservadora Comadreja.
—Ya se sabe que el que lo tiene, lo tiene; pero ahora vamos al caso de que es preciso que a todos les llegue su día, y que cuantos nacemos iguales gocemos de lo mismo, ¡tan siquiera un par de horas! ¡Siempre unos holgando y otros reventando! Pues no ha de durar hasta la fin de los siglos, que alguna vez se ha de volver la tortilla.
—El que está debajo, mujer, debajito se queda.
—¡Conversación! Mira tú, en París de Francia, el cuento ese de la Comun ... ¡Anda si pusieron lo de arriba para abajo! ¡Anda si se sacudieron! No quedó cosa con cosa... así, así debemos de hacer aquí, si no nos pagan.
—¿Y allá, qué hicieron?
Amparo bajó la voz.
—Prender fuego... a todos los edificios públicos....
Un murmullo de indignación y horror salió de la mayor parte de las bocas.
—Y a las casas de los ricos... y....
—¡Asús!, ¡fuego, mujer!
—Y afusil... y afusil... ar....
—¿Afusilar... a quién, mujer, a quién?
—A... a los prisioneros, y al arzobispo, y a los cur....
—¡Infames!
—¡Tigres!
—¡Calla, calla, que parece que la sangre se me cuajó toda!... ¿Y quién hizo eso? ¡Pues vaya unas barbaridás que cuentas!
—Si yo no las cuento para decir que... que esté bien hecho eso de... de prender fuego y afusilar.... ¡No, caramba!, ¡no me entendéis, no os da la gana de entenderme! Lo que digo es que... hay que tener hígados, y no dejarse sobar ni que le echen a uno el yugo al cuello sin defenderse.... Lo que digo es, que cuando no le dan a uno por bien lo suyo, lo muy suyo, lo que tiene ganado y reganado.... Cuando no se lo dan, si uno no es tonto... lo pide... y si se lo niegan... lo coge.
—Eso, clarito.
—Tienes razón. Nosotras hacemos cigarros, ¿eh?, pues bien regular es que nos abonen lo nuestro.
—No, y apuradamente no es ley de Dios esa desigualdá y esa diferiencia de unos zampar y ayunar otros.
—Lo que es yo, mañana, o me pagan, o no entro al trabajo.
—Ni yo.
—Ni yo.
—Si todas hiciésemos otro tanto... y si además nos viesen bien determinadas a armar el gran cristo....
—¡Mañana... lo que es mañana! ¿Habéis de hacer lo que yo os diga?
—Bueno.
—Pues venir temprano... tempranito.
A la madrugada siguiente los alrededores de la Fábrica, la calle del Sol, la calzada que conduce al mar, se fueron llenando de mujeres que, más silenciosas de lo que suelen mostrarse las hembras reunidas, tenían vuelto el rostro hacia la puerta de entrada del patio principal. Cuando esta se abrió, por unánime impulso se precipitaron dentro, e invadieron el zaguán en tropel, sin hacer caso de los esfuerzos del portero para conservar el orden; pero en vez de subir a los talleres, se estacionaron allí, apretadas, amenazadoras, cerrando el paso a las que, llegando tarde, o ajenas a la conjuración, intentaban atravesar más allá de la portería. Sordos rumores, voces ahogadas, imprecaciones que presto hallaban eco, corrían por el concurso, que se iba animando, y comunicándose ardimiento y firmeza. En primera fila, al extremo del zaguán, estaba Amparo, pálida y con los ojos encendidos, la voz ya algo tomada de perorar, y, sin embargo, llena de energía, incitando y conteniendo a la vez la humana marea.
—Calma—decíales con hondo acento—, calma y serenidá... Tiempo habrá para todo: aguardar.
Pero algunos gritos, los empellones, y dos o tres disputas que se promovieron entre el gentío, iban empujando, mal de su grado, a la Tribuna hacia la vetusta escalera del taller, cuando en este se sintieron pasos que conmovían el piso, y un inspector de labores, con la fisonomía inquieta del que olfatea graves trastornos, apareció en el descanso. Empezaba a preguntar, más bien con el ademán que con la boca: «¿Qué es esto?», a tiempo que Amparo, sacando del bolsillo un pito de barro, arrimolo a los labios y arrancó de él agudo silbido. Diez o doce silbidos más, partiendo de diferentes puntos, corearon aquella romanza de pito, y el inspector se detuvo, sin atreverse a bajar los escalones que faltaban. Dos o tres viejas desvenadoras se adelantaron hacia él, profiriendo chillidos temerosos, y tocándole casi, y se oyó un sordo «¡muera!». Sin embargo, el funcionario se rehízo, y cruzándose de brazos, se adelantó, algo mudada la color, pero resuelto.
—¿Qué sucede?, ¿qué significa este escándalo?—preguntó a Amparo, a quien halló más próxima—. ¿Qué modo es este de entrar en los talleres?
—Es que no entramos hoy—respondió la Tribuna. Y cien voces confirmaron la frase—: No se entra, no se entra.
—No entran... ¿pues qué pasa?
—Que se hacen con nosotras iniquidás, y no aguantamos.
—No, no aguantamos. ¡Mueran las iniquidás! ¡Viva la libertá! ¡Justicia seca!—clamaron desde todas partes. Y dos o tres maestras, cogidas en el remolino, alzaban las manos desesperadamente, haciendo señas al inspector.
—¿Pero qué piden ustedes?
—¿No oyes, hijo? Jos—ti—cia—berreó una desvenadora al oído mismo del empleado.
—Que nos paguen, que nos paguen, y que nos paguen—exclamó enérgicamente Amparo, mientras el rumor de la muchedumbre se hacía tempestuoso.
—Vuelvan ustedes, por de pronto, al orden y a la compostura que....
—No nos da la gana.
—¡Que baile el can—can!
—¡Muera!
Y otra vez la sinfonía de pitos rasgó el aire.
—No pedimos nada que no sea nuestro—explicó Amparo con gran sosiego—. Es imposible que por más tiempo la Fábrica se esté así, sin cobrar un cuarto.... Nuestro dinero, y abur.
—Voy a consultar con mis superiores—respondió el inspector, retirándose entre vociferaciones y risotadas.
Apenas le vieron desaparecer, se calmó la efervescencia un tanto. «Va a consultar» se decían las unas a las otras... «¿nos pagarán?».
—Si nos pagan—declaró la Tribuna, belicosa y resuelta como nunca—, es que nos tienen miedo. ¡Alante! Lo que es hoy, la hacemos, y buena.
—Debimos cogerlo y rustrirlo en aceite—gruñó la voz oscura de la vieja—. ¡Fretirlo como si fuera un pancho... que vea lo que es la necesidá y los trabajitos que uno pasa!
—Orden y unión, ciudadanas...—repetía Amparo con los brazos extendidos.
Trascurridos diez minutos volvió el inspector acompañado de un viejecillo enjuto y seco como un pedazo de yesca, que era el mismo contador en persona. El jefe no juzgaba oportuno por entonces comprometer su dignidad presentándose ante las amotinadas, y por medida de precaución había reunido en la oficina a los empleados y consultaba con ellos, conviniendo en que la sublevación no era tan temible en la Granera como lo sería en otras Fábricas de España, atendido el pacífico carácter del país. No quisiera él estar ahora en Sevilla.
—¿Qué recado nos trae?—gritaron al inspector las sublevadas.