Vestía la primavera de verdor y hermosura cuanto tocaba, y convidados por la amable estación, los cuatro socios acostumbraban aprovechar las tardes de los días festivos, solazándose en los huertos que abundan en la vega marinedina, dominada por el camino real. Pese a su temperamento calculador y enemigo del escándalo, Baltasar cedía a la vehemente codicia del aromático veguero, hasta el punto de acompañar en público a la muchacha, si bien concretándose a aquel rincón apartado de la ciudad. Hacíalo, sin embargo, con tales restricciones, que Amparo se figuraba que lo comprometía dejándose ver a su lado.
En la vega se cultivaban legumbres y algún maíz; pero la prosa de este género de plantíos la encubría la estación primaveral, adornándolos con una apretada red de floración: la col lucía un velo de oro pálido; la patata estaba salpicada de blancas estrellas; el cebollino parecía llovido de granizo copioso; las flores de coral del haba relucían como bocas incitantes, y en los linderos temblaban las sangrientas amapolas, y abría sus delicadas flores color lila el erizado cardo. Los sembrados de maíz, cuyos cotiledones comenzaban a salir de la tierra, hacían de trecho en trecho cuadrados de raso verdegay. Sobre todo, un rincón había en la vega, donde la naturaleza, empeñada en vencer con su espontaneidad los artificios de la horticultura, logró reunir alrededor de un rústico pozo que suministraba muy fresca agua, dos o tres olmos más anchos que copudos, un grupo gracioso de mimbres, helechos y escolopendras, un rosal silvestre, algo, en fin, que rompía la uniformidad de la hortaliza. Aquel paraje era el favorito de Amparo y Baltasar; sobre todo desde que al lado, en los fresales, cuajados de flor blanca, empezaba a madurar la roja fruta. El día de San José, Baltasar consiguió ya recoger para la muchacha media docena de fresas en una hoja de col. Hasta mediados de abril aumentó la cosecha de fresilla; a principios de mayo comenzaba a disminuir, y escasearon los fresones de pulpa azucarosa, que tan suavemente humedecían la lengua. Un domingo del hermoso mes, hallándose reunida la partie carrée en la huerta a pretexto de fresas, ya a duras penas se rastreaba alguna escondida entre las hojas y gulusmeada de babosas y caracoles.
—Don Enrique—exclamaba Ana dirigiéndose a Borrén—, ¿cuántas ha cogido usted ya? ¿Una y media? A ese paso, dentro de quince días las probaremos. No sirve usted... ni para coger fresas.
—¿Cómo que no? Mire usted una preciosa que pillé ahora mismo.... Le digo a usted, Anita, que sirvo para el caso.
—¿A ver? ¡Eso es lo que usted encuentra! Comida de bicharracos.... ¡Uuuuy!
—¿Qué pasa?—exclamó solícito Borrén.
—¡Un babosón!—chilló ratonilmente Ana, sacudiendo los dedos y disparando el glutinoso animalucho al rostro de Borrén, que se pasó apaciblemente el pañuelo por las mejillas, amenazando a la Comadreja con la mano.
Amparo y Baltasar se hallaban un poco más apartados, y cerca del pozo que sombreaban los árboles. Picaban por turno las pocas fresas que tenía Amparo en el regazo sobre una hoja de berza. Las habían recogido juntos, y al hacerlo sus manos trémulas y ávidas se encontraron entre el follaje.
—¡Eh... dejar algunas!—les gritaba inútilmente Ana.
Amparo comía sin saber qué, por refrescarse la boca, donde notaba sequedad y amargor. Borrén miraba el grupo paternalmente, con ojos lánguidos de carnero a medio morir. La Tribuna pedía cuentas; Baltasar estaba por todo extremo obediente y cortés.
—¿Conque no fue usted a las Flores de María ?
—No, mujer... por quien soy que no fui. ¿No ves?, hoy es domingo; estarán llenas de gentes las Flores, y el paseo brillante, con música y todo; y yo no pienso poner los pies en él.
—Los días de fiesta... ¡vaya que! Sólo faltaba... es el único día que uno tiene libre; ¡y se había usted de ir al paseo! ¿Pero ayer? ¿No entró usted ayer en San Efrén? ¿No cantaba la de García?
—¡Para lo bien que canta, hija! Parece un grillo.
—Pues ella dice que se alaba de que va allí toda la oficialidad por oírla.
—Alabará... ¿qué sé yo? Si no la veo hace mil años.... Esa fresa es mía —exclamó arrebatando una que Amparo llevaba a sus labios. Ella se la dejó robar, confusa, ruborizada y satisfecha.
—¿Y a su casa... tampoco va usted?
—Tampoco... no seas celosa, chica. ¿Por qué hemos de hablar siempre de la de García, y no de ti? ¡De nosotros!—añadió con expresión de contenida vehemencia. Sintió la muchacha como una ola de fuego que la envolvía desde la planta de los pies hasta la raíz del cabello, y después un leve frío que le agolpó la sangre al corazón. Borrén se aproximó a la amante pareja, abriendo las manos llenas de tierra y de fresas despachurradas.
—Ya me duelen los riñones de andar a gatas—dijo—. Podíamos merendar... si a ustedes no les molesta, pollos.
—Por mí...—murmuró Amparo. Ana se acercaba también, trayendo una servilleta anudada, que desató y tendió sobre el brocal del pozo. Reducíase la merienda a unos pastelillos de dulce y una botella de moscatel, regalo de Baltasar. Fueles preciso beber por un mismo vaso, único que había, y Ana, que era asquillosa y aprensiva, prefirió echar tragos por la botella, sin recelo de cortarse con los agudos cristales del roto gollete. Sus carrillos chupados se colorearon, su lengua se desató más que de costumbre; y por vía de diversión empezó a coger tierra a puñados y a esparcirla por la cabeza de Borrén. Después, levantándose, le propuso que «hiciesen el remolino». Borrén no quería, ni a tres tirones; pero la Comadreja le asió de las manos, estribó en las puntas de los pies, muy juntas y arrimadas a las de su pareja, y echando el cuerpo atrás y dejando caer la cabeza hacia la espalda, empezó a girar, con gran lentitud al principio; poco a poco fue acelerando el volteo, hasta imprimirle vertiginosa rapidez. Cuando pasaba se veían un punto sus pómulos encendidos, sus ojos vagos y extraviados, su boca pálida, abierta para respirar mejor, su garganta espasmodizada, rígida; mas no tardaba ni medio segundo en presentarse la asustada faz de Borrén, que se dejaba arrastrar sin que acertase a decir más palabra que «por Dios... por Dios...» con no fingida congoja. De repente se detuvo la peonza humana, con brusco movimiento, y se oyó un grito gutural. Ana se aplanó en el suelo.
Al ir a socorrerla, notó Amparo que ya no estaba sonrosada, sino del color de la cera, y que se le veía el blanco de los ojos. Baltasar subió precipitadamente el cubo del pozo, y casi colmado se lo volcó encima a la mareada Comadreja. Frotáronle mucho los pulsos, las sienes, con el fresco líquido, y al fin la pupila fue bajando al globo de la córnea, mientras el pelo se dilataba con ruidoso suspiro. Dos minutos después estaba Ana en pie; pero quejándose de la cabeza, del corazón, declarando que tenía los huesos rotos, que se moría de frío; todo en voz tan baja y quejumbrosa, que nadie la tendría por la petulante moza de antes del desmayo.
—Mujer, vente a mi casa, te daré ropa seca—dijo Amparo.—No, a la mía, a la mía.... El cuerpo me pide cama.
—Duermes conmigo.
—No, a mi casita—insistió la abatida Comadreja—. Si va conmigo una fiebre, quiero estar en mi cuarto. Ea, adiós.
—Toma mi mantón siquiera—porfió la Tribuna.
—Bueno, venga.... ¡Brr!, estoy hecha una sopa.
Y Ana, saludando con su esqueletada mano, ademán que indicaba un resto de intención festiva que aún retoñaba en ella, tomó el sendero que conducía al camino real. Entonces Baltasar miró a Borrén fijamente con ojos expresivos, más claros y categóricos que palabra alguna. Hay que decir en abono del confidente universal, que titubeó. Sin alardear de moralista,