—Espere usted, Anita, que la acompaño—murmuraba—. Espere usted... puede ocurrírsele a usted algo.
Encogiose de hombros Ana, y acortó el paso para dejar que se uniese Borrén. Emparejaron y caminaron en silencio por la carretera; Ana con los labios apretados y algo escalofriada y temblorosa, a pesar de ir muy arropada en el mantón. Al llegar a la entrada de la ciudad, la cigarrera se volvió y midió a Borrén con despreciativa ojeada de pies a cabeza.
—¿Se le ocurre a usted alguna cosa?—preguntó él medio desvanecido aún, con ronquera que rayaba en afonía.
—Nada—respondió ella bruscamente. Y después, fijando en los de Borrén sus ojuelos verdes—: Don Enrique—añadió—, ¿sabe usted lo que venía pensando?
—Diga usted....
—Que es usted una alhaja.
—¿Por qué me dice usted eso, bella Anita?—pronunció ya afablemente Borrén, que al verse entre gentes y en calles transitadas había recobrado su aplomo.
—Porque... que uno se marche cuando enferma.... ¡Pero usted! ¡Pero qué hombres!—articuló con ira—. ¡Si aunque se acabase la casta... no se perdía tanto así! Vaya, abur... que estoy medio trastornada y me da poco gusto ver gente.
—Iré con usted por si....
—¿Usted?—murmuró ella entre irónica y desdeñosa—. ¿Para qué? Abur, abur; ¡que si lo ven con una muchacha de mi clase! Abur.
Y la Comadreja se escurrió por una callejuela, dejando a Borrén sin saber lo que le pasaba.
Cuando Baltasar y la oradora se quedaron solos, la tarde caía, no apacible y glacial como aquella de febrero, sino cálida, perezosa en despedirse del sol; nubes grises, pesados cirros se amontonaban en el cielo; el mar, picado y verdoso, mugía a lo lejos, y una franja de topacio orlaba el horizonte por la parte del Poniente. Amparo tuvo un instante de temor.
—Me voy a mi casa—dijo levantándose.
—¡Amparo... ahora no!—pronunció con suplicantes inflexiones en la voz Baltasar—. No te marches, que estamos en el paraíso.
La Tribuna, paralizada, miró en derredor. Mezquino era el paraíso en verdad. Un cuadro de coles, otro de cebollas, el fresal polvoroso, hollado por los pies de todo el mundo; los olmos bajos y achaparrados, los acirates llenos de blanquecinas ortigas, el pozo triste con su rechinante polea; mas estaban allí la juventud y el amor para hermosear tan pobre edén. Sonrió la muchacha posando blandamente en Baltasar sus abultados ojos negros.
—¿Por qué quieres escaparte, vamos?—interrogó él con dulce autoridad—. Si te escapas siempre de mí; si parece que te doy miedo, no tiene nada de particular que yo me vaya también al paseo, o a donde se me ocurra. Ya lo sabes.—Y acercándose más a ella, abrasándole el rostro con su anhelosa respiración—: ¿Me voy al paseo?—preguntó.
Amparo hizo un movimiento de cabeza que bien podía traducirse así:—No se vaya usted de ningún modo.
—Me tratas tan mal....
—¿Usted qué quiere que haga?
—Que te portes mejor....
—Pues hablemos claros—exclamó ella sacudiendo su marasmo y apoyándose en el brocal del pozo.
La roja luz del ocaso la envolvió entonces; su rostro se encendió como un ascua, y por segunda vez le pareció a Baltasar hecha de fuego.
—Di, hermosa....
—Usted... quiere comprometerme... quiere conducirse como se conducen los demás con las muchachas de mi esfera.
—No por cierto, hija; ¿de dónde lo infieres? No pienses tan mal de mí.
—Mire usted que yo bien sé lo que pasa por el mundo... mucho de hablar, y de hablar, pero después....
Baltasar cogió una mano que trascendía a fresas.
—Mi honor, don Baltasar, es como el de cualquiera, ¿sabe usted? Soy una hija del pueblo; pero tengo mi altivez... por lo mismo.... Conque... ya puede usted comprenderme. La sociedá se opone a que usted me dé la mano de esposo.
—¿Y por qué?—preguntó con soberano desparpajo el oficial.
—¿Y por qué?—repitió la vanidad en el fondo del alma de la Tribuna.
—No sería yo el primero, ni el segundo, que se casase con.... Hoy no hay clases....
—¿Y su familia... su familia... piensa usted que no se desdeñarían de una hija del pueblo?
—¡Bah!... ¿qué nos importa eso? Mi familia es una cosa, yo soy otra —repuso Baltasar impaciente.
—¿Me promete usted casarse conmigo?—murmuró la inocentona de la oradora política.
—¡Sí, vida mía!—exclamó él sin fijarse casi en lo que le preguntaban, pues estaba resuelto a decir amén a todo.
Pero Amparo retrocedió.
—¡No, no!—balbució trémula y espantada—. No basta hablar así... ¿me lo jura usted?
Baltasar era joven aún y no tenía temple de seductor de oficio. Vaciló; pero fue obra de un instante: carraspeó para afianzar la voz y exhaló un:
—Lo juro.
Hubo un momento de silencio en que sólo se escuchó el delgado silbo del aire cruzando las copas de los olmos del camino y el lejano quejido del mar.
—¿Por el alma de su madre?, ¿por su condenación eterna? Baltasar, con ahogada voz, articuló el perjurio.
—¿Delante de la cara de Dios?—prosiguió Amparo ansiosa.
De nuevo vaciló Baltasar un minuto. No era creyente macizo y fervoroso como Amparo, pero tampoco ateo persuadido; y sacudió sus labios ligero temblor al proferir la horrible blasfemia. Una cabeza pesada, cubierta de pelo copioso y rizo, descansaba ya sobre su pecho, y el balsámico olor de tabaco que impregnaba a la Tribuna le envolvía. Disipáronse sus escrúpulos y reiteró los juramentos y las promesas más solemnes.
Iba acabando de cerrar la noche, y un cuarto de amorosa luna hendía como un alfanje de plata los acumulados nubarrones. Por el camino real, mudo y sombrío, no pasaba nadie.
—XXXII— La Tribuna se forja ilusiones
En los primeros tiempos, Baltasar, embriagado por el aroma del cigarro, se mostró asiduo, olvidó su habitual reserva y obró como si no temiese la opinión del mundo ni de su familia. Es cierto que en el barrio apartado donde Amparo moraba no era fácil que le viesen las gentes de su trato; no obstante, alguna vez tropezó con conocidos, en ocasión de ir acompañando a la muchacha. Fuese por esta razón o por otras, no tardó en buscar lugares más recónditos para las entrevistas, a donde cada cual iba por su lado, no reuniéndose hasta estar al abrigo de ojos indiscretos. Uno de estos sitios era una especie de merendero unido a una fábrica de gaseosa, bebida muy favorita de las cigarreras. Ante la mesa de tosca piedra, roída por la intemperie, se sentaban Baltasar y Amparo, y allí les traían las botellas de cerveza, de gaseosa, cuyo alegre taponazo animaba de tiempo en tiempo el diálogo. Una parra tupida les prestaba sombra; algunas gallinas picoteaban los cuadros de un mezquino jardín; el lugar era silencioso, parecido a un gabinete muy soleado, pero oculto. Por entre las hojas de vid se filtraban los rayos del sol, y caían a veces, en movibles gotas de luz, sobre el rostro de Amparo, mientras Baltasar la contemplaba, admirando involuntariamente ciertas gracias y perfecciones de su rostro hechas para ser vistas de cerca, como la delicada red de venas que oscurecía sus párpados, las sinuosidades de su diminuta oreja, la nitidez del moreno cutis, donde la luz se perdía en medias tintas de miel; la caliente riqueza del