—Sí, sí, vele con eso a doña Dolores, la de Sobrado.
—¡Pues.... Jesús, Ave María! ¡No se allegue usted, que mancho! Me parece a mí que los de Sobrado no son de allá de la aristocracia, ni del barrio de Arriba. Aún hay quien los vio cargando fardos en el almacén de Freixé, el catalán; que por ahí empezaron, ¡repelo! Hijos del trabajo, como tú y como yo.
—Pero, mujer, si ya se sabe que son así; nada y nada, y vanidá que les parte el alma. Como el hijo es de tropa piensan que sólo la Princesa de Asturias sirve para él.... Mira tú como ahora que las de García pierden el pleito están medio reñidas con ellas.... Y eso que la mayor de Sobrado, la Lolita, no quiso apartarse de la amiga y sigue yendo allá....
—Bien; pues ellos no nos querrán a los demás, pero los demás bien nos valemos sin ellos.... Para comer yo no les he de pedir. Y el hijo, si me quiere decir algo, ha de ser con el cura de la mano, que si no....
Echose a reír la Comadreja y le citó ejemplos dentro de la misma Fábrica: ¿qué les había sucedido a Antonia, a Pepita, a Leocadia?, y eran las que más hablaban y más cosas decían. La que se conformaba con los de su clase, aún menos mal; pero la que andaba con señores.... Esas cosas—añadía la Comadreja—no tienen remedio; nos hacen ver lo negro blanco....
—Si me quisiera perder—exclamó ofendida Amparo—no me faltaría por dónde, como a todas.
—¡Bueno! No cuadró, mujer, que lo demás.... También no te gustarían los que se te pusieron delante, porque hay hombres que se tiraría uno a la bahía por ellos, y otros que ni forrados de onzas.... Y a veces los que le chistan a uno no se dan por entendidos.... Y al fin y al cabo, hija, ¿qué se gana con vivir mártir? Nadie cree en la dinidá de una pobre.
—¿Y por qué ha de ser así? ¡Esa no es ley de Dios!
—No, pero... ¿qué quieres tú?
Quedábase Amparo pensativa. Cuantas sugestiones de inmoralidad trae consigo la vida fabril, el contacto forzoso de las miserias humanas; cuantas reflexiones de enervante fatalismo dicta el convencimiento de hallarse indefenso ante el mal, de verse empujado por circunstancias invencibles al precipicio, pesaban entonces sobre la cabeza gallarda de la Tribuna. Acaso, acaso tenía sobrada razón la Comadreja. ¿De qué sirve ser un santo si al fin la gente no lo cree ni lo estima; si por más que uno se empeñe, no saldrá en toda la vida de ganar un jornal miserable; si no le ha de reportar el sacrificio honra ni provecho? ¿Qué han de hacer las pobres, despreciadas de todo el mundo, sin tener quien mire por ellas, más que perderse? ¡Cuántas chicas bonitas, y buenas al principio, había visto ella sucumbir en la batalla, desde que entró en su taller! Pero... vamos a cuentas—añadía para su sayo la oradora—: diga lo que quiera Ana, ¿no conozco yo muchachas de bien aquí? ¡Está esa Guardiana, que es más pobre que las arañas y más limpia que el sol! Y de fea no tiene nada; es así delgadita.... Ella se confiesa a menudo... dice que el confesor le aconseja bien....
Amparo se quedó cada vez más pensativa después de esta observación.
—Yo, confesar, me confesaría.... Pero luego... si el cura sabe que me meto en política.... ¡Bah! Bien basta en Semana Santa.... Tampoco yo, gracias a Dios, no soy ninguna perdida... ¡me parece!
—XXVII— Bodas de los pajaritos
Regresó Baltasar de Navarra y las Provincias firmemente resuelto a estrujar la vida, como si fuese un limón, para exprimirle bien el zumo. Habiendo visto de cerca la guerra civil, comprendió que no hacía sino empezar y que prometía ser encarnizada y duradera, a pesar de que la Gaceta anunciaba diariamente la dispersión de las últimas partidas y la presentación del postrer cabecilla. Desde luego Baltasar traía un grado más, y ganas de precipitarse en algún abismo cubierto de flores, ya que las balas carlistas se lo toleraban. Vista de lejos, la opinión pública de su ciudad natal le pareció mucho menos temible, y resolviose a arrostrarla, en caso de necesidad, si bien con maña y no provocándola de frente.
Más de una vez, en la ligera tienda de campaña o en algún caserío vascongado, se acordó de la Tribuna y creyó verla con el rojo mantón de Manila o con el traje blanco y azul de grumete. Las mujeres que encontraba por aquellos países no le distrajeron, porque eran la mayor parte toscas aldeanas curtidas del sol, y si tropezó con alguna beldad éuskara , esta, en vez de sonreír al oficial amadeísta, le echó mil maldiciones. Además, Baltasar, frío y concentrado, no era de los que toman por asalto un corazón en un par de horas. De suerte que al volver a Marineda, en vez de rondar la Fábrica, como antes, se resolvió, desde el primer día, a acompañar a Amparo cuando la viese salir; y ejecutó el propósito con su serenidad habitual. Mucho le favoreció para estos acompañamientos el cambio de domicilio de la muchacha, que vivía cerca del alto de la cuesta de San Hilario, en una casita que daba a la Olmeda, desde que faltando el señor Rosendo y Chinto, el bajo de la calle de los Castros se hizo muy caro y muy lujoso para dos mujeres solas. Como la Olmeda puede decirse que es un rincón campestre, prestose al naciente idilio con el género de complacencia que hace de la naturaleza amiga perenne de todos los enamorados, hasta de los menos poéticos y soñadores.
Febrero vio la aurora de aquel amor en un día clásico, el de la Candelaria, en que, según el dicho popular, celebran los pajaritos sus bodas sobre las ramas todavía desnudas de los árboles, para que con la llegada de la primavera coincida la fabricación del nido. Las vísperas de la fiesta eran muy señaladas en la Fábrica: andaban esparcidos por las estanterías, sobre los altares, ocultos en los justillos de las mujeres, mezclados con la hoja, haces de rama de romero, y su perfume tónico y penetrante vencía al del tabaco mojado. En el centro de los haces se hincaban candelicas de blanca cera, y había de otras candelas largas y amarillas, compradas por varas y que se cortaban en trozos para hacer cuantas luces se quisiese; siendo el origen de traer estas candelas la creencia de que los niños muertos antes del bautismo y sepultados en las tinieblas del limbo sólo el día de la Candelaria ven un rayo de claridad, la de la luz que encienden, pensando en ellos, sus madres. Al día siguiente, en la iglesia, envueltas en el romero bendito, habían de arder todas las velitas microscópicas.
Ya se comprende que entre las cigarreras marinedinas—cuatro mil mujeres al fin y al cabo—había muchas que querían enviar a sus hijos difuntos aquella caricia de ultratumba, fundir el hielo de la muerte al calor de la pobre candelilla; por otra parte, aun las que no tenían niños vivos ni difuntos habían comprado romero gustándoles su olor, y propuestas a llevarlo a la misa de la Candelaria, que al fin, como decía la señora Porcona con tono sentencioso, era «un día de los más grandes, hiiiigas... porque fue cuando la Virgen sintió el primer dolorito, por razón de que un cura que le llamaban Simeón le anunció lo que tenía que pasar Cristo en el mundo». La tarde de la Candelaria, Amparo, llevando el romero bendito oculto en el pecho, despedía un aroma balsámico, que pudiera tomarse por suyo propio; tal era la lozanía y vigor de su organismo, cuya robustez, vencedora en la lucha con el medio ambiente, había crecido en razón directa de los mismos peligros y combates. Si la labor sedentaria, la viciada atmósfera, el alimento frío, pobre y escaso, eran parte a que en la Fábrica hiciesen estragos anemia y clorosis, el individuo que lograba triunfar de estas malas condiciones ostentaba doble fuerza y salud. Así le acontecía a la Tribuna.
Como era día festivo, Baltasar no la esperó a la salida de la Fábrica, sino en la Olmeda, a corta distancia de su casita. Había llegado Baltasar al mayor número de pulsaciones que determinaba en él la calentura amorosa. Su pasión, ni tierna, ni delicada,