En una butaca yacía Artegui, cual siempre, yerto, abandonado a la inercia de sus ensueños. Reposaba sin duda la fatiga de haber prendido fuego a los cepos que tan regocijadamente ardían, y pedido té y servídolo, mezclándole unas gotas de ron. Silencioso y quieto ahora, posaba los ojos en Lucía y en el fuego, que daba móvil fondo rojo a su cabeza. Mientras Lucía sintió el peso de la mojada ropa y la prensión del calzado húmedo, mantúvose también muda y encogida, tiritando, creyendo escuchar aún el redoble de los truenos y sentir los picotazos de las múltiples agujas de la lluvia en sus mejillas.
Poco a poco la suave influencia del calor fue desatando sus miembros entumecidos y paralizada lengua. Adelantó los pies, luego las manos, hacia la hoguera; sacudió las enaguas, con objeto de enjugarlas por igual, y finalmente, sentose en el suelo a la turca para mejor gozar del fuego, que contempló fija y absorta, oyéndole crujir y viendo los troncos pasar de color de brasa al negro.
—¿Don Ignacio?—dijo de pronto
—¿Lucía?
—¿A que no sabe usted lo que estoy pensando?
—Usted dirá.
—Son tan raras las cosas que desde anteayer me suceden; está tan fuera de sus naturales caminos mi vivir desde estos días; tan singular e inaudito me parece lo que usted dijo allá... junto al pantano, que imagino si me quedaría dormida en Miranda de Ebro, y no habré despertado aún. Yo debo estar todavía en el vagón, es decir, allí estará mi cuerpo, pero mi alma se escapó y sueña tales tonterías... a la fuerza.
—No sé qué tenga de particular cuanto a usted acontece: antes tiene mucho de vulgar y sencillo. Se queda atrás su marido de usted; y yo, que por casualidad la encuentro entonces, la acompaño hasta que él venga. Ni más ni menos. No hagamos novela.
Artegui hablaba con su entonación lenta y desdeñosa de costumbre.
—No—insistió Lucía—, si lo extraño no es lo que me ha sucedido. Lo que hallo inusitado, es usted. Vamos, Don Ignacio, que usted bien lo conoce. Yo nunca vi a nadie que pensase lo que usted piensa, ni que lo dijese; y por eso a veces—murmuró cogiéndose la frente con ambas manos—suele pasarme por acá la idea de que estoy soñando aún.
Levantose Artegui del sillón y acercose al fuego. Su gallarda estatura crecía al reflejo de la lumbre, y a Lucía, sentada en el suelo, pareciole más alto que de ordinario.
—Importa—dijo él inclinándose—que le pida a usted perdón. Yo no acostumbro decir ciertas cosas al primero que llega; pero a personas como usted todavía menos. He soltado mil necedades, que con razón asustaron a usted. Sobre ser inconveniente, es de mal gusto y hasta cruel, lo que hice. Procedí como un necio y me pesa de ello: créalo usted.
Lucía, levantando el rostro, le miraba. El resplandor de la lumbre doraba su cabello castaño, y teñía de rosa toda su carne: brillábanle los ojos, que alzaba, obligada por la postura.
—Tengo—prosiguió Artegui—dos temperamentos, y suelo obedecerles irreflexivamente, como un niño. Por lo regular, soy como era mi padre, muy firme de voluntad, muy reservado y dueño de sí mismo; pero a veces domina en mí el temperamento materno. Mi pobre madre padeció siendo muy joven, allá en su castillote de Bretaña, ataques de nervios, melancolías y trastornos que nunca ha logrado curar del todo, si bien se aliviaron algo después de mi nacimiento. Ella soltó parte del mal, y yo le recogí; ¡qué mucho que en ocasiones obre y hable, no como hombre, sino como niño o mujer!
—Eso es, Don Ignacio—exclamó Lucía—, que en sana razón no pensaría usted lo que... lo que dijo allí.
—Yendo con usted—prosiguió él—, con una criatura joven y leal, que ama la vida y siente, y cree, ¿quién me metía a mí a hablar de nada triste, ni exponer desvaríos abstrusos, convirtiendo el paseo en cátedra? ¡Ridiculez igual! soy un majadero. Lucia—añadió con naturalidad y sin la menor expresión de amargura—, usted dispensa mi falta de tino, ¿no es cierto?
—Sí, Don Ignacio—murmuró ella bajo.
Artegui arrastró el sillón, y sentose cerca del fuego también, alargando manos y pies hacia la llama.
—¿No siente usted frío ya?—preguntó a Lucía.
—No, señor. Un calor muy agradable, al contrario.
—¿A ver esas manos?
Lucía, sin levantarse, entregó sus manos a Artegui, que las halló tibias y suaves, y las soltó presto.
—Con la lluvia—añadió—, no pude llevarla a usted un poco más lejos, hacia la parte de Biarritz, donde hay tan bonitas quintas y parques al estilo inglés. Ni hemos disfrutado casi de la hermosa campiña. ¡Qué bien olían los henos y los tréboles! Y la tierra. El olor de la tierra labrada es algo acre, pero muy grato.
—Lo que olía bien, eran unas mentas que vi al borde del pantano. Siento no haberme traído ramas.
—¿Quiere usted que vaya por ellas? Pronto estaría de vuelta....
—¡Jesús, María y José! ¡Qué disparate, Don Ignacio! ¡ir ahora por las mentas!—dijo Lucía; pero el placer de la oferta tiñó de púrpura su rostro.
—¿Oye usted cómo diluvia?—agregó por mudar de asunto.
—La mañana no anunciaba este turbión—repuso Artegui—. Es muy húmeda toda Francia en general, y esta cuenca del Adour no desmiente la regla. ¡Lástima no haber podido recorrer Biarritz! Hay allí palacios y comercios monísimos. La llevaría a usted a ver la Virgen que, desde una roca, parece que sosiega el Océano.... Más hermosa idea artística no se puede dar.
—¿Cómo? ¿la Virgen?—preguntó muy interesada Lucía.
—Una estatua erigida sobre unos peñascos.... Al ponerse el sol, es un efecto maravilloso: la estatua parece de oro, y la rodea un mar de fuego.... Es una aparición.
—¡Ay, Don Ignacio! ¿me llevará usted mañana?—gritó Lucía, dilatados los ojos con el afán y alzando sus manos suplicantes.
—Mañana...—Artegui se quedó otra vez pensativo—. Pero, señora—pronunció ya con diverso tono—, ¡hoy debe llegar su marido de usted!
—Es verdad.
Cesó de suyo el diálogo, y ambos interlocutores miraron el fuego, y aún Artegui le añadió leña, porque menguaba. Crujieron los inflamados tizones, y algunos se abrieron, hendiéndose como la granada madura; saltaron mil chispas, y medio se desmoronó el ígneo edificio bajo el peso de los nuevos materiales. Lamió suavemente la llama el reciente pasto que le ofrecían, y al fin comenzó a clavarle sus lenguas de áspid, arrancando con cada beso ardiente un chasquido de dolor. Aunque no fuese todavía muy remota la hora meridiana, estaba el aposento casi obscuro, tal era al exterior el aguacero y el negror del cielo.
—No ha almorzado usted, Lucía—recordó de pronto Artegui, levantándose—. Voy a decir que le traigan a usted el almuerzo aquí.
—¿Y usted, Don Ignacio?
—Yo... almorzaré también, abajo, en el comedor. Es ya muy hora.
—Pero ¿por qué no almuerza usted aquí, conmigo?
—No, abajo—replicó él avanzando hacia la puerta.
—Como usted quiera... pero yo no tengo ganas. No me traiga usted nada. Estoy... así, vamos, no sé cómo.
—Tome usted algo... ha cogido usted frío y le conviene entrar en reacción.
—No... aún si usted almorzase aquí, me animaría tal vez—, insistió ella